La noche cerrada

 

Pompeyo Márquez, fotografiado en su casa en septiembre de 2016.

Este texto es un extracto del segundo capítulo de un libro en preparación sobre la fuga de Pompeyo Márquez, Teodoro Petkoff y Guillermo García Ponce (este último terminó siendo una folklórica figura del chavismo) del Cuartel San Carlos durante el carnaval de 1967. Llevaban tres años encerrados allí por el trágico caso del tren de El Encanto. Aquí se resaltan la personalidad y experiencia de Márquez. Una pregunta: ¿para qué una brújula en una pajarera?

Sebastián de la Nuez

Mil novecientos sesenta y siete será el año en que estallará la Guerra de los Seis Días –cambiará la fisonomía del Medio Oriente− y también el año en que Mohammad Reza Pahlevi será coronado sha de Irán. En ese año habrá rebeldías estudiantiles reprimidas aunque no tanto como lo serán al año siguiente.
En ese año Nicaragua irá a elecciones solo para confirmar la dictadura somocista. En ese año el hampón Jack Ruby marchará a la tumba sin aclarar cuáles fueron las profundas razones por las cuales asesinó al asesino del presidente Kennedy (ocurrido cuatro años antes).
Mil novecientos sesenta y siete es el año en que Mario Vargas Llosa gana la primera edición del premio «Rómulo Gallegos», mientras Macondo comienza a ser una referencia universal y una marca literaria. Es el año en que el Che será dado de baja en algún lugar de la selva boliviana. El año en que un terremoto sacudirá una ciudad cumpleañera al norte de Suramérica. El año en que los marines en Vietnam sobrepasarán con largueza el medio millón. Año convulso en Indonesia, en Indochina, en el Congo y en buena parte de América Latina.
En Venezuela, un puñado de tozudos excavará un túnel en el lugar menos aconsejable para que sus camaradas escapen una noche de carnaval y, de este modo, insistan en reconstruir la utopía ya derrotada en las calles; será el año de la muerte de Jayne Mansfield en un accidente automovilístico. Será el año de Bella de día y Blow up. El Nobel lo ganará el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, autor de Hombres de maíz.
En Suráfrica, el doctor Bernard le instalará un corazón ajeno a un ciudadano de 55 años.
Sucedieron los hechos como en catarata. Sucedieron así porque eran presagio de lo que habría de venir en el 68 con su Mayo Francés y las fresas de la amargura. Dos años convulsos y de noticias excesivas. Dos años de búsquedas y fugas y hallazgos y sobresaltos. Transversalmente a todo ello y en ocasiones como soundtrack de los acontecimientos, ya que había salido a la venta a mediados del 67, el Sargento Pimienta de Los Beatles.

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Algunas cosas quedaron medio enterradas por el alud o se esfumaron o escurrieron hacia la oscuridad desde la última línea de la última página del periódico. Los utopistas venezolanos escaparon aquella noche de carnaval gracias en buena medida a un sirio, ¡un sirio llegado por casualidad a Venezuela! Un tipo que se había adaptado a la idiosincrasia criolla y conquistado a soldados un poco pendejos encargados de vigilar a los presos y al edificio mismo del San Carlos. Simón el árabe ejecutará una burla monumental haciéndose pasar por simpático turco que organiza caimaneras de fútbol frente al Cuartel, ahí mismito, en la calle frente a las celdas donde están esos malditos comunistas.

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Pompeyo Márquez era uno de ellos. Pompeyo Márquez había tomado la calle bien muchacho, durante los primeros meses de 1936. Junto a su amigo Juan Molina asistía a los mítines en el Circo Metropolitano. Habría de recordar uno en especial en el que participaron veinte oradores, entre ellos Jóvito Villalba. Se respiraban tiempos de quiebre, lo cuenta en sus memorias. Un día, a finales de 1936, junto a Molina y Mercedes Lobatón, fue a la esquina de Miracielos, donde funcionaba la Federación de Estudiantes. Juan y Pompeyo cursaban primer año de bachillerato mientras Mercedes comenzaba Educación Normal. Se inscribieron, tomaron su botón y la simbólica boina azul en memoria de las jornadas estudiantiles de 1928. De allí en adelante se convirtieron en activistas, vendedores de La voz del estudiante, repartidores de volantes y pegadores de afiches.

La Unión Soviética se les convertiría en una referencia, el multígrafo en una herramienta proselitista y la revuelta en una costumbre. Todo ello trajo consecuencias: redadas y temporadas en la cárcel; a los 17 lo pescó la Policía repartiendo propaganda comunista por los lados de La Pastora y pasó tres meses en El Obispo. Era 1939, Europa estallaba en la contienda más cruenta en la historia de la humanidad. Desde entonces hacia acá, en la familia Márquez Millán se puede hablar mal de cualquier adeco excepto de Gonzalo Barrios. En aquel año, Barrios –uno de los fundadores de Acción Democrática− ya tenía un bufete de abogados junto a su carnal Raúl Leoni y tuvo la delicadeza de recibir a doña Luz María Millán, hecha un manojo de nervios porque a su querubín lo tenían en chirona. La escuchó. Acto seguido, como quien dice, hizo las gestiones pertinentes. También lo haría más tarde, en los años sesenta.

Se dice así no más pero hay que verle la cara a una persona que representa un siglo de historia. La ha vivido a plenitud, a veces al sol, a veces a la sombra. Cuando la periodista Mariahé Pabón publicó una entrevista con él en El Mundo, al cumplir 82 años de edad, citó en el sumario a Amado Nervo: «Vida nada te debo; vida estamos en paz». Ahora se halla en su apartamento de Cumbres de Curumo una tarde de sábado junto a su mujer Yajaira Araujo y su hijo Iván. Le cuesta levantarse y camina trabajosamente; pero su aspecto de roble que no se doblega sigue ahí. Es su personalidad. Un roble al cual no lo puedes derribar fácilmente.

Nunca ha olvidado el viaje a Moscú en 1956. Marchó con pasaporte falso para asistir al Congreso número 20 del Partido Comunista de la Unión Soviética. Stalin se le vino abajo con todo y estatuas mentales. Viajó en representación del PCV. Era el primer congreso del PCUS luego de la muerte del padrecito. En principio no se enteró de lo que había dicho el secretario general del partido, Nikita Jrushchov, durante una reunión secreta. Tras su discurso habría de comenzar el proceso de desestalinización de la Unión Soviética, es decir, la implantación del revisionismo de la mano de la nomenclatura representada por el propio Jrushchov y por Leónidas Brezhnev. Nikita Serguéyevich Jrushchov sería el máximo dirigente de la Unión Soviética post Stalin, y lo seguiría siendo durante un buen periodo de la Guerra Fría.

El congreso duró tres semanas pero fue en aquella sesión secreta –solo rusos y chinos− donde Jrushchov  relató iniquidades y abusos de Stalin. Luego de tres semanas –¡tres semanas!−, el mismo día en que termina el congreso, el primer ministro chino, Chou En-lai, invita a la delegación latinoamericana a Pekín (Chou En-lai fue primer ministro desde la instalación del régimen revolucionario en 1949 hasta su muerte, en 1976) y así es como Pompeyo pasa tres meses en China visitando regiones y pueblos; al cabo, los latinoamericanos regresan a Rusia para tomar los vuelos que finalmente los conducirán a sus hogares. Ninguno de ellos sabe todavía absolutamente nada de la reunión secreta.

Luis Emiro Arrieta es el otro venezolano que acompaña a Pompeyo. Moriría en la cárcel Modelo años más tarde. En el apartamento que les han asignado también se encuentra el líder del partido comunista colombiano. Llega un individuo de la nomenclatura una mañana y les relata o lee lo que Jrushchov ha denunciado más de tres meses atrás. A esa velocidad andaba la información en la URSS. Eso sí, a domicilio, bajo supervisión directa del mismo vocero que carga los hechos en el bolsillo del abrigo.

Cincuenta y siete años después, quien asistió en primera fila a esa muestra de glasnost en tiempos de Guerra Fría afirma:

−Bueno, eso era el paraíso socialista.

Hace una pausa y prosigue:

−En las memorias de Gorbachov hay un capítulo titulado De la autocracia a la democracia y allí dice que en la Unión Soviética nunca hubo socialismo. Es bravo, ¿no?

Yajaira sirve un plato de suculento bacalao troceado, guisado y condimentado. Es solícita y cuida de que Pompeyo se abstenga de echarle el guante a las cosas que a su edad no debe engullir.

Y uno lo ve sentado en su silla, saboreando el bacalao que los demás se comen, y piensa en esa especie de elemento huracanado que ha debido ser Santos Yorme en tiempos de dictadura. Un luchador. Alguien a quien los militares no son capaces de arredrar. Este caballero, que cuando la revolución china triunfó en 1949 ya era jefe de Redacción de Tribuna Popular, hoy todavía escribe seis artículos al mes, a sus 91 años, cuatro para Últimas Noticias y dos para Tal Cual. Al final de la conversación dice:

−Y voy al round 92.

Alias Santos Yorme, uno de sus 18 seudónimos o nombres falsos. Rafael Elino Martínez, antiguo comandante guerrillero, dice que lo mejor de él es su extraordinaria calidad humana. Se conocieron en los años cincuenta, en un comité de radio donde estaba Eduardo Gallegos Mancera, y luego, cuando Pompeyo tuvo que mudarse de El Junquito, Martínez, por su experiencia, fue contactado para ayudarlo con un camión de volteo en el transporte de enseres. Ahí fueron trabando amistad. Hasta hoy. «Es un monstruo invencible; se hace diálisis todas las semanas, tiene un solo riñón, 92 años y no se da por vencido».

En este siglo y a pesar de las convulsiones del país, todas las tempestades imaginarias o reales han pasado para él. Va al teatro, se preocupa por su Fundación Gual y España, recibe estudiantes de carreras como periodismo y estudios internacionales. A cada momento le propone a Iván buscar uno de sus libros empastados en azul: busca corroborar un dato, precisar un hecho, revivir un párrafo o un capítulo.

Un hombre que fue recibido por Mao Zedong dos veces hoy vive atento a la actualidad dramática que es su país, que sigue siendo su país. Todavía tiene mucho que contar aun cuando sus fechas no sean exactas o algunas anécdotas se le diluyan en el camino sombreado por los años. Por ejemplo, recuerda la brújula que recibió y el entusiasmo que le despertó pero no puede precisar el día 27 de julio de 1964 como fecha en que la recibió de manos de su mujer de entonces. Alguien lo anotó, sin embargo, ese 27 de julio en alguna agenda o diario.  Y anotó también que había llegado escondida en una gallina horneada. Guillermo García Ponce no sabía para qué serviría una brújula puesto que quienes debían estar al tanto de por dónde excavar −y por dónde no− eran los que estaban al otro lado, operando desde el abastos San Simón. ¿Para qué una brújula en la pajarera, o acaso Pompeyo dirigiría la ingeniería del pasadizo subterráneo desde el presidio?

Lo cierto es que a partir del 27 de julio la llevaba metida en una taza para que los soldados no se dieran cuenta, o bajo su gorra. De repente la sacaba y anotaba algo. Su referencia principal parecía ser la garita más alta. Pompeyo y su brújula. La brújula la dejaba quieta a cierta hora del día, cuando caía en sus manos algún periódico. Los de circulación nacional llegaban casi a diario. A veces, algún pasquín en los que siempre se involucraba Jesús Sanoja Hernández, una alternativa a Tribuna Popular (entonces proscrita), como el semanario Qué Pasa o el estándar El Venezolano.

Las noticias urgentes como los fallecimientos de Argimiro Gabaldón o Alberto Lovera, o las esperanzadoras como cuando al fin devolvieron al sirio Simón de la Digepol, les llegaban, usualmente, por una vía expedita: el teléfono. O sea, un tubo de media pulgada de diámetro que comunicaba, a través de la pared, los pabellones F-1 y F-2 a nivel del piso en el cuartel San Carlos y que servía como desagüe. Por ahí colaban papelitos y entablaban conversaciones más o menos rápidas cuando los centinelas andaban descuidados. Era necesario estar pendiente, aprovechar el momento del descuido para disparar el taquito informativo por el tubo rumbo al destinatario.

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