La biblioteca esparcida

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¿A un escritor se le conoce mejor por los libros que dejó regados tras su desaparición antes que por los que escribió y logró editar? He aquí una semblanza a pincelazos (o sea, meros trazos o signos, cosa más cónsona en este caso) de Antonio de la Nuez Caballero, escrita a partir de algunos textos que dejó en los anaqueles de su casa

 

Sebastián de la Nuez

Los libros que fue dejando mi padre aquí y allá, en Caracas o Gran Canaria, muestran la variedad de sus intereses y curiosidades. Algunos jamás los he entendido y sigo sin entenderlos aun cuando sé que los compró cuando era más joven de lo que lo soy yo ahora; otros los aprecio porque sé el papel que jugaron en su trabajo, en su vida; ciertos libros me hablan con aires de nostalgia mientras otros permanecen mudos como si esperaran que cruzara yo un puente para encontrarme con ellos y, entonces sí, hablar. Supongo que algunos, como la novela Borburata (Editorial Nova, Buenos Aires), guardarán para siempre un especial valor. Este ejemplar que he encontrado en su habitación del piso alto de la casa familiar en Tafira (Gran Canaria) está dedicado por Ramón Díaz Sánchez: «Para mi querido amigo el profesor de la Nuez y a su gentil mujer con mi admiración por su valiosa labor de cultura en Venezuela». Firma del autor y luego la fecha: Caracas, 1961.

Al revisar estas estanterías de Tafira se desperezan referencias adormecidas, nombres y títulos que cargan el eco de su voz, la voz  del profesor Antonio de la Nuez disertando sobre algún tema tal como lo recuerdo: vivaz, elocuente, con sentido del ritmo en la oratoria, haciendo absolutamente irrefutable cada una de sus palabras pues su vozarrón no le dejaba dudas a él y mucho menos a quienes escuchaban.

Biblioteca esparcida en ambos pisos de la casa, diezmada pues sus hijos se han ido llevando títulos, o él mismo regaló o prestó o abandonó en vida. Hojearla es un reencuentro con sus templarios, con su heráldica, con la literatura venezolana a la que, entiendo, apreció y defendió.

De esa biblioteca esparcida tomo Leyes de Manú, título precedido por tres vocablos y un enunciado: Manama-Obarma-Sastra. Instituciones  religiosas y civiles de la India. En algún momento debió haber sido importante para él. Le adosó su sello ex libris en la primera página. Formó parte de su biblioteca de consulta —así escribe de su puño y letra— mientras estudiaba  en San Miguel de La Palma. Fecha: 8 de marzo de 1942. ¿Y qué libro es este? Las leyes de Manú constituyen un  amasijo de reglas y preceptos para lo divino y lo humano tan prolijamente desordenado —lo dice el prologuista— que hace falta una verdadera y especial sabiduría no solo para aclarar tales reglas y preceptos sino «para desentrañar toda la maraña de leyendas que han brotado al feliz consorcio de poesía y religión».

De modo que Antonio buscaba, tan lejos como en 1942, el feliz  consorcio entre poesía y religión que está en las raíces mismas de lo que el sabio Manú —en la religión hinduista, antepasado común de toda la humanidad— quiso trasmitir a los rishis que le habían pedido que los iluminara. En los Vedas, textos sagrados del hinduismo, el término rishi denota a un sacerdote que canta los himnos sagrados, a un poeta inspirado o a un sabio, o cualquier persona que invoca a los dioses mediante un mantra repetido rítmicamente o una canción de carácter sagrado.

Una heterodoxa hermandad de títulos se ha reunido arbitrariamente en los anaqueles que dejó el profesor Antonio. Facundo de D.F. Sarmiento en la Colección Austral junto a la poesía de José de Espronceda; El sargento Felipe  (Gonzalo Picón Febres) en la Biblioteca Popular Venezolana cerca de Páginas escogidas de Fermín Toro en la inusitada Colección Maracapana. Al lado, un raro librito, alto y angosto, editado por algún cabildo canario, Visiones del mar y de la playa,  de Francisco González Díaz:

«El mar mata y luego rechaza a sus víctimas. No puede con el peso de su crimen. Es un asesino que se apresura a descargarse del peso de la culpa, del cuerpo del delito (…). Un cadáver que flota es algo fúnebremente espantoso. Nos da la impresión de un muerto que busca su tumba».

Pobre negro, Doña Bárbara y alguno más de Rómulo Gallegos andan por ahí, así como Pasado amor, de Horacio Quiroga, o El origen de la tragedia de Nietzsche, también de la Colección Austral. Los libros de mi padre suelen hallarse subrayados o con anotaciones al margen, o signos de interrogación si acaso puso en duda lo que dice el autor en un determinado párrafo. Uno de los más subrayados resulta ser El hombre de hierro, de Rufino Blanco Fombona. Al parecer, por el trabajo que le debe haber tomado tanta acotación, le gustó o motivó de manera especial. Al término de una línea solitaria que dice «A lo lejos, el Ávila rugía como un león» anotó, con su letra voluptuosa parecida a una colección de dunas, «figura manida». En otras ocasiones sentencia de entrada la importancia que para él tiene el libro, como en el caso de Negro sobre blanco (M. Ilin): «Es importantísimo repasar los signos, estudiarlos, porque una nueva lectura puede aclararnos lo que vemos diariamente». Seguramente se refería a las pintaderas en la roca basáltica que se encontraron y se encuentran en las paredes y suelos de la catedral de Las Palmas y en otros monumentos con varios siglos encima.

 

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Todo lo venezolano le interesó y siguió interesándole aun cuando se vino a Canarias, ya de regreso, en 1973 y los hilos que por años le habían sujetado al país de emigración se fueron deshaciendo con el tiempo. En esta casa de Tafira permanecen vestigios  de aquel interés, casi todo cosas editadas en los cincuenta y sesenta. Como los diez tomos empastados con la Revista Shell; como la Colección Maracapana de Ediciones Villegas: además de la ya mencionada recensión sobre Fermín Toro, una edición de 1956 de Zárate, de Eduardo Blanco.

Lo de Venezuela no es solo lo que adquirió o le fue regalado. Está lo que él construyó sentado a su escritorio en el apartamento del edificio Monterrey, avenida Caracas de San Bernardino. Anotaciones a diario acompañadas de dibujos que han adquirido un aire psicodélico. Son agendas rellenas con su caligrafía: cada página, un collage polícromo. En etapas sucesivas agregó recortes de periódico, fotos, postales, sellos apretados o disueltos entre frases que, de tanto retocar a bolígrafo o creyón, han perdido inteligibilidad (ver foto anexa). Este diario de 1965 —pero que se extiende hasta 1969— es una especie de tour a saltos de su trabajo en la Corporación Venezolana de Guayana y crónica de la Operación Rescate en el río Caroní que se desarrolló para proteger la fauna cuando se construyó la represa, tarea en la que estuvo involucrado. En ese tiempo se descubrieron petroglifos a los que tanto alude en sus escritos.

En este álbum de la foto, además del viaje del hombre a la Luna, la Operación Rescate, sus conferencias pendientes, las referencias al diario La Verdad —en el que probablemente colaboraba—, un anuncio de la Universidad Simón Bolívar pidiendo diez profesores de lengua y literatura, nada menos que diez, encuentro un recorte del diario El Universal fechado un día de agosto de 1968: hace referencia a su homenaje particular a Rómulo Gallegos, unos sonetos que tituló Tríptico en la pared del viento y que el entonces boyante Banco La Guaire editó en un precioso folleto en papel rústico tamaño carta. «Antonio de la Nuez descuella como poeta de clásicos acentos en quien la arquitectura del verso corre pareja con la elevación del pensamiento. Se trata de un auténtico orfebre…», comenzaba de manera harto engolada —incluso empalagosa— la reseña.

A veces no le iba bien y lo señalaba en su álbum, aun cuando en el tiempo se hayan diluido las razones. Para el martes 16 de enero del año 65 escribió en grandes letras «Se ponchó lo de Suárez Radillo. También Cromotip se meó fuera del pote». Y más abajo una conclusión y un deseo: «Día molesto y anhelos de Bloody Mary». Lo de Cromotip no debe ser gratuito, ya que él tuvo relación con varias imprentas a lo largo y ancho de sus diversos trabajos.

También guardaba, es decir, guardó siempre, dos poemas de Stéphane Mallarmé. Este cuaderno que ahora hojeo, mejor que libro,  conserva su firma y año de adquisición, 1970. Es una edición bilingüe, páginas pares en francés e impares en español.  Solo invoco, pues seguramente fue de su gusto, ese fauno sentado que abre la primera obra, un poema versionado para la escena. A tal fauno se le escapan dos ninfas de sus brazos, así que se incorpora y clama desde el escenario:

¡Tenía unas ninfas! / ¡Es un sueño! / No: abrasan / aun al aire inmóvil los límpidos rubíes de sus senos / y bebo las ansias / ¿Dónde están? / ¡Oh follaje!, si guardas tú a estas mortales, devuélvemelas por Abril que hincha tus núbiles ramas (pues languidezco aún de tal dolencia) y también por las rosas desnudas, ¡oh, follaje! / Nada… / ¡Las quiero!

¿Puede concebirse tamaña carga erótica encerrada en unos versos? Algo incontenible hay en esas ansias del fauno. A La siesta de un fauno le sigue Las nupcias de Herodías en esta edición de Tusquets.

 

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Total, he estado recorriendo una librería de viejo en mi propia casa, la casa de mis primeros recuerdos. Tiempo en que mi padre, paradójicamente, no estaba pues ya había marchado a Maracaibo primero y a Caracas después para hacer las Américas. Uno suele confundir afición con niñez, o es  que durante  la niñez aparecen las aficiones que luego han de desarrollarse. Buscar en Caracas, y ahora en Madrid o en Las Palmas, las librerías convertidas en un hito histórico, al menos entre ciertos círculos, para cierta generación: a eso me dedico desde hace dos años. Con mayor exactitud desde el día en que conocí a las hermanas Pardo, alma y cuerpo de la muy caraqueña librería Soberbia, cuya trayectoria he recogido con precisión de relojero suizo. Ahora veo con claridad la relación entre estas estanterías en la casa de Tafira, generosas en reminiscencias y aproximaciones a mundos atisbados quizás desde la infancia, y esta pulsión por hacer crónica de librerías y libreros legendarios. Muchos de esos libreros fueron o son canarios… pero esa es ya otra historia. La de estos días en Canarias conlleva una categoría, pertenece al departamento de las aficiones afines.

Afición al barrio de Vegueta y su Casa de Colón; al extraño caso de Giordano Bruno y al fauno de Mallarmé apareciendo alguna vez por el café Bentayga para robarse una ninfa hija del periodiquero; afición a la palabra, a la historia, a la heráldica, a los signos de los canteros… Esta última, más que afición, una verdadera manía en mi padre pues insistió hasta el final de sus días en subir «por las diversas ramas que cualquier signo tiene, muchas veces convertido en símbolo universalmente reconocido». En fin: afición al Cantar de Valtario en esta bella edición de Siruela donde se cuenta la historia  del demente Guntario; afición al ensayo sobre la caligrafía china de Estela Ocampo en El infinito en una hoja de papel.

Y vuelta a Vegueta de basalto y adoquín, catedral de Santa Ana y calle Obispo Codina, olor a mar cercano y letrero “se vende” en una casona con tres siglos de antigüedad, por lo menos, cuyas tuberías deben estar podridas hace décadas.

En estos días de vacaciones en Las Palmas hubo una línea temporal, tenue pero discernible, atravesándolo todo de constantes. La del retorno es una constante, por ejemplo. Uno retorna y mira ahora desde una perspectiva novedosa —¿la que da la experiencia?— aquello que dejó atrás. Pero te das cuenta de que en realidad nunca lo dejaste atrás. Siempre lo llevaste contigo. Y siempre ha buscado manifestarse, en alguna tarea emprendida o en sueños.

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Catedral de Santa Ana en el barrio de Vegueta. Foto tomada el 21 de septiembre de 2015.

En la biblioteca esparcida encontré —o me encontró él a mí— el número 36 de los Cuadernos marginales, una conferencia de Michael  Foucault titulada El orden del discurso. De allí extraigo un párrafo destacado por mi padre. No lo subrayó sino que lo marcó al margen izquierdo. Me parece que guarda relación con cierta eterna rebeldía ante la fórmula preestablecida. No le gustaban las fajas. No le gustaba ir por el camino trillado. Creo que luchaba con denuedo contra los encorsetamientos, buscando alternativas. Esto dijo Foucault:

¿Qué es, después de todo, un sistema de enseñanza sino una ritualización del habla; sino una cualificación  y una fijación de las funciones para los sujetos que hablan; sino la constitución de un grupo doctrinal cuando menos difuso (…)? ¿Qué es la escritura (la de los escritores) sino un sistema similar de sumisión, que toma quizás formas un poco diferentes, pero cuyas grandes escansiones son similares? ¿Acaso el sistema judicial y el sistema institucional de la medicina no constituyen también, al menos en algunos de sus aspectos, similares sistemas de sumisión del discurso?

Su escritura, desde luego, nunca fue un acto de sumisión. Si esto revela algo, recuerdo sus libros sobre la escritura china, no alfabética, coherente con un pensamiento que no se expresa en leyes codificables sino que opera por metáforas. Recuerdo, en particular, un bello volumen de tapa dura que debe haberse perdido entre mudanzas.

Eso quizás explique a mi padre: la fascinación por la idea representada, no por el sonido de la letra. En otras palabras, la fascinación por la metáfora. Signo o símbolo desde el cual salta una idea en una relación que muchas veces se hará eterna, para bien o para mal (pero también podrá modificarse a conveniencia de los poderes de turno, si resultan a la postre lo suficientemente poderosos).

Seguirle la pista a esa relación a través del tiempo fue su reto de investigación durante los últimos años. Un tiempo que estiró bastante a juzgar por su introducción al libro Signos de los templarios en torno al planeta en relación con Canarias: «Lo que ocurrió entre el 1900 antes de Cristo y 1924, después de la Primera Guerra Mundial, es casi todo un misterio en esta Anatolia milenaria».

A veces exageraba, ha de advertirse, por hacerse escuchar. La Orden de los caballeros templarios data de la Edad Media.

Carácter, símbolo, ideograma, trazo, caligrafía, pintura, incluso letra y cifra retocadas en su propia agenda caraqueña hasta convertirlas en ejercicio psicodélico, desembocan en la selva salvaje dantesca (son sus propias palabras) de los signos canteriles que halló o de los que tuvo noticia y mandó a fotografiar, desde su búnker en Tafira, en diversas partes de Gran Canaria.  Estoy seguro de que hacía suyas las palabras de  Hua Chueh citado por Ocampo en El infinito en una hoja de papel aunque no hay ni una anotación de su puño y letra en sus páginas. Chueh compara el uso del pincel en la caligrafía y la pintura, y a continuación alude al ritmo que debe existir en ambos casos: «La mano que escribe los caracteres apela al mismo ritmo cuando pinta», dice, citado por Ocampo.

Conservo los originales del libro sobre los signos templarios en Gran Canaria, ya consigné su larguísimo título, y casi en cada página hay una alusión a la cultura china, comenzando por la similitud entre la cruz de Jerusalén y el carácter oro del diccionario chino. Desde la antigüedad los chinos ponían significado al valor del oro o gemas con puntos en torno al signo de la cruz.

Pero que nadie se tome todo esto tan en serio. No lo hizo mi padre. Se divertía atando cabos sueltos donde la arqueología, la paleontología y la historia tienen mucho que decir. Se divertía con sus signos canteriles, faunos, leyes de Manú, también con el alfabeto tuareg y con toda la movida surrealista que husmeó de manera bastante cercana. Se divertía jugando al intelectual un tanto iconoclasta. Quizás lo único que se tomó verdaderamente en serio fue su isla, Gran Canaria.

Este recorte de Prensa que tengo ahora entre mis manos forma parte de eso, del juego existencial. Me lo envió en diciembre de 1994. Es una traducción de una entrevista a William S. Burroughs publicada en el suplemento Babelia, donde el norteamericano declara que «el escritor no debe pensar demasiado». Mi padre encerró el verbo pensar en una orla y escribió, al margen, «pero piensa, luego existe».

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