Lo que dejó la tempestad de Milos Forman

Hay cosas que no se aprendan ni se memorizan: se internalizan, lo cual es una forma un poco clínica de decir que se incorporan al alma (y esta es otra […]

Hay cosas que no se aprendan ni se memorizan: se internalizan, lo cual es una forma un poco clínica de decir que se incorporan al alma (y esta es otra manera de decirlo, más bien poética… o difusa). Como quiera que sea, en la fabricación de escenas cinematográficas que producen ese tipo de impresiones duraderas, Milos Forman, quien acaba de morir en Danbury (Connecticut), era todo un maestro

 

Sebastián de la Nuez

Una vez dijo Stanley Kubrick que prefería una filmografía ideológicamente consecuente a un panfleto político underground. Bien. Algo de eso representa Milos Forman, otro emigrante que alimentó culturalmente el siglo XX desde su arribo a la Tierra Prometida que fue Estados Unidos para una generación de europeos y euroasiáticos que llegaban huyendo de la hambruna y de la guerra. Los padres de Milos Forman murieron en los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald, aun cuando en realidad eran protestantes (pero descubriría más tarde que su padre biológico era un arquitecto judío).

El cinéfilo verdadero, el que guarda entre sus bienes más preciados tardes o noches en la Cinemateca Nacional cuando era dirigida por Rodolfo Izaguirre o Fernando Rodríguez, suele acumular escenas inolvidables, de las que se quedan para siempre y reaparecen, de vez en cuando, en esos días grises en que parece que nada vaya bien. Entonces es cuando se dedican a hacer lo que mejor saben hacer, reconfortar, transmitiendo la certeza de que hay un rincón en cada persona poblado de ilusiones, aventuras, amores desatendidos, islas de la Polinesia, situaciones rocambolescas, gavetas en el desván de los tesoros reencontrados.

No es solo eso. En cada quien hay un fundamento divino y eso es lo que toca el cine cuando sabe dejar huella. Por supuesto, en cada caso es diferente. Hay algunas imágenes, sin embargo, en las cuales se suele coincidir:

  1. Todos los besos posibles concentrados en Cinema Paradiso.
  2. Rita Hayworth despojándose de un guante de satén en Gilda, en abierta confabulación concupiscente con su cabellera flamígera.
  3. Tatum O’Neal con 12 años fumando en la cama de un motelucho durante el viaje de iniciación junto a su padre en Luna de papel.
  4. Henry Higgins (Rex Harrison) descubriendo que Eliza Dolittle (Audrey  Hepburn) sí puede pronunciar correctamente el idioma inglés, y que además lo hace con gracia y dulzura, en My fair lady.
  5. Cada una de las secuencias, terrible o cómica, melancólica o espejo de la inmensidad penumbrosa representada en el desierto, de Lawrence de Arabia.

Y así podría continuar la lista. De hacerse una encuesta (las habrá, seguro), cada quien hablará de las escenas que lleva por dentro como cosa suya, entre pecho y espalda. David Lean, Stanley Kubrick, Peter Bogdanovich, Elia Kazan y un puñado más de privilegiados con el don del genio y de la creación sabían y siguen sabiendo manejar los hilos que las hacen vivir eternamente. Aunque el cine haya decaído (y eso está por verse, no necesariamente todo tiempo pasado ha de ser mejor), son hilos que pasan de generación. Hay escenas eternas en films recientes como Nebraska o Manchester frente al mar, por ejemplo.

 

NINGÚN UNGIDO

¡Ah! Milos Forman no solo sabía todo esto; estaba consciente. Planificaba —y después filmaba y editaba— escenas de aquella categoría, de las que se le quedan a la gente internalizadas (pero todo forma parte de una ilusión: cuando la gente vuelve a ver las películas con ese tipo de escenas, estas ya no son las mismas. Por una parte, la memoria ha jugado alguna mala pasada, han perdido fidelidad respecto a sus originales almacenadas internamente… o sencillamente es que el espectador ha cambiado su punto de vista, ya no es el mismo que vio esa película la última vez).

Lo que dice el recuento histórico sobre Milos Forman es lo siguiente:

Forman vivió con parientes y luego descubrió que su padre biológico era un arquitecto judío. Después de la guerra, acudió a la escuela pública “Krále Jiřího” en la ciudad de Podebrady, donde sus compañeros de estudios fueron Václav Havel y los hermanos Mašín. Posteriormente estudió dirección cinematográfica en la Escuela de Cine de Praga, donde uno de sus maestros fue Otakar Vávra. Dirigió varias comedias en Checoslovaquia. Sin embargo, en 1968, cuando la URSS y sus aliados del Pacto de Varsovia invadieron el país para poner fin a lo que se llamó la Primavera de Praga, se encontraba en París negociando la producción de su primera película americana. El estudio checo para el que trabajaba le despidió, alegando que estaba fuera del país ilegalmente. Se trasladó entonces a Nueva York, donde se convirtió en profesor de cine en la Universidad de Columbia y codirector (junto con František Daniel) de la división de cine de Columbia. Uno de sus protegidos fue el futuro director James Mangold. A pesar de las dificultades iniciales, empezó a dirigir en su nuevo país y alcanzó notable éxito en 1975 con la adaptación de One flew over the cuckoo’s nest

Por ahí sigue. No dice nada de su capacidad demiúrgica. En realidad, no era ningún mago ni demiurgo ni cosa parecida. No era Mandrake ni un superhombre sino un emigrante de talento que hacía su trabajo con empecinado rigor. No se prodigaba, y su filmografía se distancia entre película y película, como la de Kurosawa o Kubrick, quienes preparaban meticulosamente cada producción.

No. No era ningún semidiós; ni siquiera era Mozart.

No lo era, pero hizo escenas estremecedoras al retratar un microcosmos en alusión a la sociedad que crecía en medio de la Guerra Fría, un mundo sin piedad y sin salidas. Lo hizo en Alguien voló sobre el nido del cuco. Habló, luego, de las grandezas y miserias del genio, de la fe, de la envidia y del arte en Amadeus. Hizo otras cosas de menor trascendencia y retrató, por cierto, a un joven estadounidense llamado Claude Bukowski en el trance de enrolarse casi por error, casi por casualidad, en un pelotón rumbo a Vietnam. La escena se despliega en una base aérea estadounidense donde formar filas los muchachos que van al matadero. Comenzará a escucharse una canción como un himno, pero si te fijas en la letra, a medida que el joven norteamericano es tragado irremediablemente por la barriga de un avión de transporte de tropas, Let the sunshine in habla de una nación moribunda y de una fantasía de papel. El espectador ata cabos. Forman le induce a atarlos pues sabe qué información maneja desde el llamado inconsciente colectivo. Pone la música y las voces, pone la acción alternada en el montaje, los gestos y rostros de los personajes que transmiten el drama desde aquel himno cantado con una decisión incombustible. Eso es todo y parece fácil aunque en realidad no lo sea. El espectador ve a Claude tragado por el avión que lo conducirá a la muerte, y Claude, decididamente alienado, cree en Dios y además cree que Dios cree en él.

El espectador sabe que no volverá.

Vietnam y sus secuelas: he allí la experiencia compartida que aprovecha Forman para conectar. Claude, es decir, John Savage, entra confiado e ingenuo en la barriga del cuatrimotor y jamás volverá o si vuelve lo hará mutilado, esquizofrénico, traumatizado. Es el final del musical Hair que llevó a la pantalla en 1979 este gran director que acaba de fallecer, el 13 de abril. La historia ya la tenía cuando decidió hacer el film, pero la forma en que junta todos los elementos en la secuencia final —la desesperación del amigo que corre a salvar a Claude sin lograrlo, la imagen del cementerio de Arlington, otra vez la música cantada como un febril compromiso patriótico/religioso, los hippies despertando ante la cruda realidad, la irónica letra—  constituye la magia que él supo ponerle.

No, no fue demiurgo. Pero era lo más parecido a un demiurgo que uno pueda imaginar. Y puso en práctica una hilera de películas, como hubiera dicho Kubrick, ideológicamente consecuente. Es de suponer el asco que le habrá dado Donald Trump durante los últimos tiempos. Quizás Forman no se murió de viejo sino de puro asco.