El segundo aire de Cruz del Sur

Calle El Colegio, en Sabana Grande, en los años 6o. A la derecha, en el centro comercial, se asentaría la nueva Cruz del Sur.

En los años setenta se mudaría la librería Cruz del Sur a Sabana Grande. En esta segunda y definitiva etapa juega un papel fundamental una mujer que se manejaba a sus anchas en el lado socialdemócrata de la Venezuela de ese tiempo. Ella, Cristina Guzmán, le compró a Violeta Roffé los restos de su imperio. ¿Qué había pasado?

 

Sebastián de la Nuez

Pasó que, llegado cierto momento, la clientela de Cruz del Sur y la capacidad de convocatoria de antes entró en declive. O fue el cansancio de Violeta Roffé o quizás la amenaza polvorienta de las obras del metro avanzando desde Chacaíto a plaza Venezuela. Como sea que haya sido entró en escena Cristina Guzmán, quien era absolutamente joven al momento de hacerse dueña de la librería ahora ubicada en Sabana Grande. Lo sigue siendo, absolutamente joven, con esa personalidad dicharachera, ecléctica y festiva que tiene. Sus experiencias están llenas de afectos y chismes. En este rincón umbroso de Santa Eduvigis donde vive parece volver a figurar con donaire como alguna vez lo hizo entre las clases política y financiera caraqueñas; y como era tan absolutamente joven, no tuvo interés real en la política sino en el mundillo de los libros.

Durante el café que se tomó con Violeta y el dirigente masista Freddy Muñoz —quien la había llamado para darle el pitazo de una eventual venta de Cruz del Sur— escaneó a la señora y la almacenó en su personal departamento Tipas Duras. No parecía, para nada, Violeta, alguien optimista. Tal fue la impresión que le dio. Y la miró a ella, nunca se le olvidará, como un ser ajeno a su mundo, una especie rara. Sin embargo, antes de llegar a ese café en Sabana Grande, Cristina Guzmán había acumulado saberes y desarrollado destrezas en sitios afines a los oficios del papel.

 

EN EL BUHO

Cristina no terminó Sociología en la UCAB. De ahí en adelante se las entendió sola con la vida, guiándose por su intuición. Es una relacionista pública nata, nunca ha necesitado un título universitario para triunfar y acumular experiencias diversas. Cuando se encontró con Violeta venía de dos pasantías en librerías de estreno. La primera, El Búho, en la calle Las Flores de Sabana Grande, un invento de Simón Alberto Consalvi, quien a la sazón se encontraba desempleado pues el país atravesaba el primer periodo presidencial del socialcristiano Rafael Caldera. La esposa de Consalvi, Josefina Carrero —Mimina, prima de Cristina—, lo acompañaba en la aventura; Armando Trak, un caballero de la cultura, también. El logotipo lo desarrolló Gerd Leufert, considerado uno de los pioneros del diseño gráfico en Venezuela. La librería, pequeña y acogedora, quedaba en un edificio relativamente nuevo para la época. Su eslogan: «Libros contra el conformismo». La idea de la incorporación de Cristina al proyecto surgió durante una reunión en la que se encontraban los Consalvi y los Dao-Guzmán. Nelson Dao, como ella misma lo describe, es el padre de su hijo. Pertenece a la acaudalada dinastía de origen libanés dedicada al sector bancario.

Simón Alberto también atendía al público. Fue una época de oro, divertida y bastante desasida de los números. Lo importante eran las letras. Las letras y la amistad. Los encargados de El Búho vendían, ensartaban los tickets de los libros en un palito de acero y al final del día apuntaban en una hoja la relación de lo vendido. «Verdaderamente una cosa bien elemental», dice ahora Cristina.

La gente iba sobre todo para conversar en las tardes con Simón Alberto, y algunos llevaban dulces de la pastelería Las Flores, situada exactamente enfrente.

Pero las cosas en El Búho no podían marchar bien pues los adecos, supuestamente amigos de Consalvi, no constituían una clientela recomendable para una librería en trance de progresar o morir. Iban pero no compraban. O, si lo hacían, jamás pagaban sus deudas. El negocio no duró mucho.

Luego, Cristina trabajó con Clara Sujo en la galería Estudio Actual. Allí hizo amigos maravillosos como Marta Traba, Ángel Rama y Ana María Mazzei. Emigró hacia la Sala Mendoza, en la avenida Andrés Bello. Entró a trabajar con Lourdes Blanco, cuyo marido era por entonces director del Museo de Bellas Artes, el pedagogo, museógrafo y diseñador de muebles Miguel Arroyo.

Cristina encontró en la parte de abajo un ambiente desnudo y la propia Lourdes le propuso montar en ese espacio una librería. A ella le encantó la idea. Una librería dedicada sobre todo al arte. El diseño de los muebles lo hizo el propio Arroyo en sus ratos libres. Enfrente quedaba la tienda VAM, nos veremos en VAM, desde la cual un día habría de llamarla el operador político de izquierdas Muñoz. La principal clientela de La Librería, así mismo fue bautizada, fueron los trabajadores de Empresas Mendoza. Allí empezó a trabajar Clementina Mendoza, una mujer de contactos y entusiasmos.

En el camino, sobre la práctica diaria, atenta a su entorno, aprendió Cristina a regentar o administrar una librería sin necesidad de cursos o talleres. De El Búho sacó, además de lo que pudo enseñarle Consalvi sobre libros, una libreta de direcciones con editoriales y distribuidoras más algunos rudimentos administrativos. Después, los mismos representantes de las editoriales, quienes portaban maletines al estilo visitador médico y le enseñaban catálogos, le fueron transmitiendo herramientas que ella absorbía. Recuerda esas visitas como algo delicioso pues los individuos se sentaban a tomar café y le daban recomendaciones. El oficio de librero también estaba en ellos, de algún modo.

Llevaba dos o tres años allí cuando recibe la llamada de Muñoz, a quien había conocido en El Búho. La apremió: vuela, date prisa, Violeta Roffé vende Cruz del Sur en Sabana Grande. La llamada la hacía el dirigente masista desde un teléfono público en VAM. Agregó que le parecía un negocio perfecto para ella. Cristina le preguntó que de dónde creía él que podía sacar dinero para comprarla. Muñoz le contestó que no sabía; que se limitaba a pasarle el dato y, si ella lo deseaba, servir de puente con la señora Roffé.

Tomó su número de teléfono y le dijo que se lo pensaría. No lo dudó tanto. Le dieron ganas de conocer a la señora Roffé. Llamó al dirigente y acordaron una cita. Una vez frente a Violeta convinieron ambas en una compra-venta por cuotas. Se incluyó en ella a Sofía Colmenares, una italiana de origen griego que había conocido a un venezolano de nombre Luis Colmenares Díaz mientras este estudiaba teatro en Roma; enamorados, se vinieron ambos a Venezuela. Es la persona más noble que ha conocido Cristina Guzmán en su vida, Sofía, y nadie le ha rendido todavía el tributo merecido. Una auténtica librera. Tuvo un hijo, llamado igualmente Luis Colmenares, exitoso escritor de telenovelas.

A veces la regañaba, recuerda con nostalgia. Cuando Virginia Betancourt comenzó a sonsacarla para llevársela a la Biblioteca Nacional a tiempo parcial como relacionista o jefa de Prensa, Sofía le decía que no era bueno abandonar el negocio propio. Cristina no pensaba irse a la Biblioteca… pero a fin de cuentas la curiosidad le hizo una jugarreta, fue demasiada tentación y terminó convencida por la hija de Rómulo.

Quería ver cómo funcionaba aquella institución puertas adentro.

Antes de eso, dejó su huella en Cruz del Sur. Le dio un giro al aspecto general de Cruz del Sur, las vidrieras se animaron de cerámica y películas silentes, «un libro más arriba que otro», exposiciones de artistas plásticos en el tercer piso: trataba de ser innovadora. Al asumirla había dispuesto aquel cambio fundamental, destinar el tercer nivel a galería de arte. La idea inyectó vitalidad al proyecto. Ella, con los recursos propios de una dama de su tiempo y de su condición, viajaba a menudo a Nueva York y traía esculturas, adornos, piezas de cerámica.

Allí se mantuvo Cristina durante quince años —trabajando a partir de cierto momento, en paralelo, en la Biblioteca Nacional— y, cuando quiso vender, todo el mundo le advirtió que sería imposible. Los alrededores se estaban convirtiendo en un achicharrado erial pues las obras del metro despanzurraban la calle, sus tripas de tierra abiertas en canal. En los últimos tiempos no pasaba ni un peatón por el frente de la librería-galería. Se estaba quedando con algunos clientes grandes, como el Instituto de Diseño, cuya biblioteca abasteció casi en su totalidad. Los amigos remachaban: estás loca, no la vas a poder vender.

Sin embargo, recibió tres ofertas y pudo escoger la mejor. La Universidad de Los Andes compró finalmente Cruz del Sur. María José Pérez Soto de Guzmán, su madre, firmó con el representante de la ULA. A Cristina le pareció de lo más lindo que el comprador fuera una universidad. Nunca más se supo del nombre Cruz del Sur.

Sofía Colmenares, luego de una experiencia desafortunada en Monte Ávila, montó una librería propia camino de El Hatillo, pero no le fue bien. Cristina, siempre emprendedora, inventó una fábrica de cosméticos especializada en cremas para la cara. Un sistema de puerta a puerta. Ella, sin duda, las probó todas y su efecto benefactor puede detectarse hoy, tantos años después.  Le fue bien y eso duró unos catorce o quince años. Se hizo una casa en Altamira. Luego se mudó a este espléndido apartamento de Santa Eduvigis donde los ecos de una revolución desafortunada apenas llegan vía TV.

 

Ver también «La legendaria Cruz del Sur».