La tragedia de Tacoa certificó a Carlos Moros una premisa convertida en paradoja: un buen reportero debe estar listo para cubrir todas las fuentes, pues de lo contrario no pasa de ser “un periodista de trabajitos especiales”
Valentina Oropeza / Paulimar Rodríguez
Las pocas veces que Carlos Moros piensa en su muerte se hace la misma pregunta: ¿cómo van a caber mis pies talla 45 en una urna? Le resulta incómodo imaginar a su madre Nancy ultimando detalles con el encargado de una funeraria, para que le hagan una caja de más de un metro ochenta y cinco de largo, seguramente más grande de las que hay en inventario. Este Carlitos de 30 años confía como un niño en que todos sus amigos lo despedirán. Eso sí, todos llegarán después de la hora de cierre de sus respectivos periódicos, “cuando generalmente vamos a las tasquitas de La Candelaria a echarnos unos palos”. Moros levanta el índice para sentenciar que seguramente su novia, la artista plástica Marisabel Erminy, llegará al velatorio con Miguel Shapira, quien los presentó una tarde de hace tres años en la pizzería La Vesubiana. Carlucho no duda que buena parte de los redactores de El Diario de Caracas, El Nacional y El Universal animarán su velorio. Espera, eso sí, que a nadie se le ocurra vestirlo con corbata.
Para Moros, trabajar con la palabra y saborear periodismo y literatura es algo que lo apasiona. “A veces uno no tiene tiempo para escribir el relato, pero el tema y la estructura están en la cabeza. Rápidamente tomo una cuartilla y para adelantarme al olvido hago un boceto. Otro día en la misma sala de Redacción escribo el relato. Ni siquiera mis amigos se salvan de mí cuando escribo”. Se refiere a su colega Elsy Manzanares, a quien suele llamar a las 4:00 de la mañana para ver qué piensa de lo que recién escribe.
−Lo peor es que cuando termino de leer, ¡ella no dice nada! Se queda dormida.
Junto a Manzanares produjo su primer programa radial cuando aún estaban estudiando en la Universidad Central de Venezuela. De 7 a 8 Control se transmitía por Éxitos 1070: comentarios sobre salsa y jazz más algún tema que tuviese que ver con esos estilos. La primera emisión trató acerca de la salsa en la santería.
—Elsy y yo nos reunimos en La Bajada, un barcito de la avenida Solano, para discutir el guión. Yo, desordenado como siempre, hablaba y hablaba mientras ella anotaba todo lo que podía en unas servilletas.
Sin embargo, hoy no puede más que cesar la fiesta, reclinar sus largas extremidades sobre la silla y lamentarse. Trata de buscar una explicación para lo ocurrido el 19 de diciembre de1982 en la planta eléctrica de Tacoa, en el Litoral Central.
—El tubazo que me tumbó Humberto Álvarez el día anterior, en El Nacional, casi pone mi nombre en la línea 154 de la lista de fallecidos.
Moros recuerda haber llegado de mañana a El Universal, donde trabajaba desde hacía poco más de un año. La resaca de una noche profana convertía cada una de sus zancadas en un movimiento telúrico dentro de su cabeza, cuando de pronto se produjo el segundo gran estallido de la jornada, al toparse en un pasillo con el jefe de Información, Carlos Croes, quien lo esperaba furibundo para dar inicio a la reunión de pauta.
La primera explosión ya había ocurrido. Alrededor de las 5:30 de la mañana estalló uno de los tanques con más de millón y medio de litros de petróleo en Tacoa. Fallecieron dos técnicos de La Electricidad.
—Le dije a Croes que yo quería seguir cubriendo sucesos ese fin de semana, porque una fuente nunca puede humillarlo a uno. Así me desquitaba de la exclusiva que me tumbó Humberto y de una vez me lo encontraba en persona y conversábamos.
El cigarrillo se consume ahora sobre un cenicero mientras Moros se inclina de lado, hasta que sus afilados dedos alcanzan la página que albergará su próximo ejercicio periodístico, o más bien literario.
—Había una nube de humo espesísima sobre el lugar. Aún no he podido precisar si el calor era una secuela de la explosión o si se trataba sólo de la indignación que generan los accidentes ocasionados por negligencia institucional.
Ambulancias, bomberos, policías, periodistas y curiosos rodeaban los depósitos de petróleo. Era casi mediodía cuando las autoridades cerraron el paso mientras llegaban refuerzos. Moros ignora el descosido de su franela blanca mientras observa sus propios recuerdos en el vacío.
—Yo iba subiendo una ensenada con mi fotógrafo Salvatore Veneziano, Miriam Morillo (de Últimas Noticias) y otros periodistas, cuando vi a Humberto y a Dimas Ibarra en el carro de El Nacional, ya de salida. Me devolví para atajar al Negro y de una vez me les monté adentro.
Como no podían tomar camino hacia Caracas, Álvarez le indicó al chofer que dieran una vuelta por detrás del complejo eléctrico, cerca de la montaña. Marcharon unos cuantos metros cuando un gigante arrasador, hecho de llamas y petróleo, se elevó hacia el cielo como un hongo de terror y extendió su calor abrasivo por toda la bahía, por todas las almas que presenciaban el nacimiento de aquel infierno.
—Lo primero que pensé en ese instante fue en Mariadella Russa, la periodista del canal 8, y en su equipo, a quienes vi momentos antes bajando en rapel por uno de los tanques de petróleo. Ni siquiera me había percatado de que el vapor estaba quemándome el cabello y la piel.
La voz se quiebra. Esta vez Carlucho traiciona su propia costumbre y no lee en voz alta lo que comienza a escribir en un cuaderno de notas rosado. El diálogo se vuelve vehemente y el testigo se convierte en juez.
—¿Cómo es posible que los especialistas que estaban allí desde las 6:00 de la mañana no previeran un segundo estallido? ¿Por qué no había muros aislantes entre los tanques? ¡Los depósitos de agua más cercanos estaban vacíos!
Moros le huye a la buena suerte. Confía más en el talento, en la revisión y edición de los escritos en voz alta, con los amigos, degustando unos camarones y una cervecita fría.
—Hay que comprometerse con el texto. Contar la noticia con estilo, con las palabras adecuadas, con creatividad.
Sin embargo, su radio de acción se extiende a la poesía y los cuentos. El taller de narrativa del Centro Rómulo Gallegos (Celarg) le ha servido como escenario. Tal vez haya sido la pasión por las historias lo que le condujo desde el Liceo Libertador de Mérida a Caracas, para estudiar periodismo en la Universidad Central de Venezuela y no en vano escogió como tema de trabajo de grado a la revista CAL (Crítica, Arte y Literatura).
Versos, dramas, metáforas y paradojas. Todo ello estalla ante los ojos vivos de un periodista que no lo es tanto, sino un poco más. Es hora de marcharse, hay que poner a repicar la máquina de escribir Remington y abandonar por un rato la diatriba entre el Carlos que busca probar sus habilidades en otras áreas y el Carlitos popular, cuya joven carrera ya comenzó a caminar exitosamente por la senda cultural.
¡Vamos, Carlos, deja la charla y ponte a escribir!
Diciembre 2004
Creo que hay una imprecisión fundamental y es que Carlos Moros, ese fatídico día, comenzaba una suplencia por vacaciones en El Diario de Caracas, en la sección de Cultura, y a primera hora de ese día el jefe de Redacción tuvo que enviarlo a Tacoa, ya que el de sucesos no había llegado aún. Carlos Moros estaba en Cultura, lo sé, porque me hacía las vacaciones a mí, a quien probablemente hubiera tocado ir hasta allí, pero en periodismo lo «probablemente» no existe, sino los hechos… El consejo de redacción de Cultura de esa época: Miyó Vestrini, Luis Lozada Soucre, Elizabeth Baralt y yo, ya habíamos decidido que Carlos Moros se incorporara como redactor a nuestra sección, cuando yo volviera de las vacaciones. No pudo ser, una noticia se lo llevó. Paz a su querida memoria.
Creo que hay imprecisión en muchas cosas… él ni sabía que se iba a morir…. él no estaba preparado para morirse. ¿Cómo lo sé? Porque mis padres fueron amigos de él, sobre todo mi mamá, mi padrino, mi madrina… mis viejos… y sé que ellos sufrieron muchísimo cuando se enteraron. Mi padre fue compañero de trabajo de él, en el sitio donde laboraban.
Bueno, al final esto es un relato, una narración de ficción.