«La vida loca» vista por la gente del Noveno

Algo como La vida loca no se podría hacer en Petare o Catia. O quizás sí. El cineasta Christian Poveda hizo un documental sobre una mara en San Salvador, entregó su vida al hacerlo y ahora un grupo de estudiantes de la UCAB reflexiona sobre la violencia retratada

maras21[1]

Los jóvenes de la cátedra Entrevista Periodística vieron el documental de Christian Poveda un lunes y el martes lo discutieron en clase. Alguien dijo que no había podido dormir pensando en ciertas escenas de esta crónica de la vida y miserias de una de las bandas delictivas más peligrosas de El Salvador, La 18.

Pero en realidad no hay nada nuevo bajo el sol. Sólo que la madre soltera con el ojo baleado a la que Poveda le sigue el periplo estremece. Sobre todo porque es real y está ahí con su nombre, Wizard, y su hija y sus anhelos de maquillaje.  El espectador no se espera que sufra el mismo fin que tantos.

Hay un modo de hacer las cosas en el documental de Poveda dejando a la cámara como si casi no estuviera allí. Hay algo en la expresión entre ingenua y malandrosa de los protagonistas –cuesta entenderles su jerga− que te certifica la realidad. Todo en este documental es verdad, cero Tarantino.

Y si no es verdad, al menos es recogido con la mayor honestidad posible (ya se sabe que la Policía nunca es honesta en ningún lugar del mundo). También la muerte que no está y que vino después, la del propio Poveda devorado por La 18, avala esa honestidad.

SOBRE EL EMPLAZAMIENTO DE LA CÁMARA

¿Cuál fue la posible mecánica de Poveda para instalarse en medio de la violencia, barrio La Campanera, en Soyapango? Casitas idénticas y veredas destartaladas. Allí captura lo que dicen los protagonistas, sus ritos y escarceos con la justicia. Allí están con sus heridas a flor de piel y también mostrando su lascivia o su patetismo el preso Bambam, la brincona Chucky, el barriga rajada Little Crazy. Y por supuesto, la tuerta Wizard.

¿Cómo hizo Poveda para captar todo de manera tan… cercana? Beatriz piensa que el fotoperiodista pautó sus días de grabación sin alterar para nada la realidad; que se impuso una agenda siguiéndole los pasos a quienes serían sus protagonistas. Los escogió entre quienes trabajaban en la panadería instalada por la ONG Homies Unidos: personas a quienes se les da la oportunidad para salir del tremedal de la droga y la venganza a través de un trabajo y una misión: no reincidir. «Pero no altera la realidad». En las tomas de la panadería, según Beatriz, no hay pauta para los parlamentos; no hay guión previo.

María Iginia imagina que Poveda muy bien les pudo haber dicho que no miraran a la cámara, y de hecho no lo hacen. Están pendientes de su situación y eso da verosimilitud al relato. Natalia, quien buscó los antecedentes del documental, dice que Poveda, antes de empezar a grabar, estuvo conviviendo un año con esa gente, de modo que ya su presencia para ellos era natural. «Por eso uno no siente nada fingido». Viviana está de acuerdo en que tuvo que haber habido cierta preparación porque «…tampoco es que él andaba por la calle cámara en mano viendo qué agarraba: los cumpleaños, los velorios. Tuvo que saber que esas cosas iban a pasar, pero salió muy natural, como si él, el director, no existiera».

Christian Poveda fue asesinado el pasado 2 de septiembre en El Salvador. Residía en el país centroamericano desde hacía unos tres años, período en el que filmó La vida loca. Al parecer, fueron los propios integrantes de La 18 quienes terminaron asesinándolo. De origen francoespañol, había llegado a principios de los años 80 para retratar la guerra civil. Se enamoró de esa tierra y de una de sus mujeres. Volvería años más tarde, hecho cineasta, e insistió en la violencia de los entresijos de San Salvador. Se quedó para hacer crónica y el motivo de su crónica terminó devorándolo a tiros.

Aritzaith dice que durante ese año que estuvo conviviendo con los delincuentes había usado la cámara y por eso se acostumbraron a ella quienes allí aparecen. «Además, hay que tener en cuenta que el material que presenta es ya después de post producción. No sabemos cuánto tuvo que grabar antes para obtener el producto final».

La estructura del documental es un retablo de historias personales, superpuestas unas a otras, que convergen o no en la panadería; se entrecruzan y a veces despistan al espectador. Un efecto de disparos marca el recomienzo de la tragedia: es el leit motiv de la muerte, transición para los capítulos o secuencias. Estefanía dice que los disparos siguen un mismo patrón: avisan que ha sido asesinada la persona cuya historia se ha tratado en la escena inmediatamente anterior. Los actores de reparto en esta película son representantes de instituciones que tratan de ayudar a los delincuentes o ponerlos a salvo de sí mismos; o encarcelarlos. Así, el sistema judicial, la Iglesia, la Policía, la oficina de identificación, la ONG. Hay preocupación en ellas. Alex opina que la presencia de las instituciones también sí condicionada por la cámara. «Por lo menos la jueza hace un trabajo muy bueno, está pendiente de todo, es muy amable; y en el caso de la Policía me llamó la atención porque la forma en que detienen a los sospechosos es muy tranquila. Y yo no creo que sea así en realidad. Así que la presencia de la cámara hace que no todo sea como es en verdad».

EL PARALELO OBLIGADO

¿Sería posible filmar en Caracas algo así? María Daniela dice que sería mucho más difícil porque aquí los barrios son verticales, mientras que los de El Salvador son horizontales; localizar a los delincuentes en San Salvador no es lo mismo que hacerlo en un barrio caraqueño. Magnalis no está de acuerdo: para ella, aquí la situación es parecida pues hay guerras entre bandas. Y lo del problema topográfico es relativo porque en realidad el poder llega hasta donde quiere llegar. Alejandro ve difícil que en Venezuela se pueda realizar un documental de ese estilo sobre todo por las características de los malandros locales.  Para que un periodista se gane la confianza del delincuente, casi tendría que pertenecer al grupo: la mentalidad de una banda venezolana no es la misma que la de una hondureña o salvadoreña. No porque las pandillas sean más agresivas que las otras; simplemente, no permitirían la grabación.

Rossana se muestra de acuerdo: aquí la relación periodista-delincuente nunca podrá ser tan buena, y no le conviene a las bandas por la cantidad de información que pueda salir a relucir: cómo viven, cómo operan, cómo asesinan. Si alguien hiciera un documental así, tendría que irse del país.

La 18, en el documental y en la vida real, está plenamente identificada. Nadie de bajo perfil. Sus miembros están tatuados y tienen su ideología. Pero Yoersis aporta: en Caracas pudiera haber muchos pandilleros que trabajan en las panaderías (o en cualquier otro sitio) con cosas que contar sobre las pandillas. El problema es qué periodista se atreve a hacerlo. Verónica se enteró de la historia de una señora en Minas de Baruta que comanda el tráfico de drogas en la zona. La señora es amiga cercana de policías. «Aquí no se denuncia porque los policías son cómplices». En el documental hay una diferencia bien clara entre los “malos” y los “buenos”. Acá no.

Viviana agrega algo: 70% de los secuestros en este país son ejecutados por policías, porque ellos mismos viven en los barrios, rodeados de delincuentes, y terminan haciendo lo mismo; y también pasa que a lo mejor a un policía le es difícil entrar a un barrio a capturar a un malandro cuando su familia vive, quizás, en la casa de al lado.

El documental de Christian Poveda, para el que se pasó 16 meses grabando imágenes, fue presentado en el festival de San Sebastián el 20 de septiembre de 2008. Ha ganado premios internacionales.

Christian Poveda nació en Francia en 1955, hijo de exiliados españoles de la Guerra Civil. Se dio a conocer como fotoperiodista con un reportaje sobre la lucha del Frente Polisario, en el Sahara Occidental. Durante la guerra civil salvadoreña (1980-1992) fue corresponsal en esa nación para medios franceses y agencias internacionales.

Su cuerpo fue localizado en el puente Las Cañas, en el poblado de El Rosario, al norte de San Salvador, con tiros en la cara. Hacía un año atrás que se había difundido su documental en circuitos muy restringidos de Europa.

ESPERANZAS

No hay esperanza al final del documental: las cosas no van a cambiar.

Los jóvenes están destinados a vivir hasta los 25 años, si acaso. Angélica dice que el único destello de esperanza es el muchacho en el juzgado, que manifiesta su disposición a cambiar aun cuando le es muy difícil. Reina recuerda que el documentalista muestra a lo largo de su trabajo el foco angelical de quienes desean cambiar. Pero al final, de manera subliminal, deja ver que no lo harán. «Es como si te dijera: finalmente esta gente es lo que es”.

También hablaron los alumnos sobre el papel de los evangélicos, que rodean  a los delincuentes en las cárceles o en los velorios. Hablan tono admonitorio, repitiéndoles hasta la saciedad que se aferren a Cristo como única salvación posible. ¿Lavado de cerebro o única redención para almas tan desasistidas de una referencia que los pueda guiar hacia alguna forma de vida más o menos esperanzadora?

No hay plena confianza en esta especie de iluminados que arengan a los delincuentes como si ellos fueran la voz de Dios en la Tierra. Sin embargo, sea como sea, están cerca de ellos.