Dejó su impronta, durante tres décadas, en las secciones de Arte de ciertos diarios, y en algunas revistas. Sus textos han pasado a la posteridad al ser editados (Las historias de Giovanna, El invierno próximo y Pocas virtudes). Por su abrupta muerte antes de tiempo y por mucho más, Miyó Vestrini —en la foto, portada de su biografía en la Biblioteca Biográfica Venezolana de El Nacional— es un personaje idóneo para entrevistar imaginariamente
Gerardo Guarache Ocque
Al teléfono, su tono suena desmotivado, como quien atiende una llamada inoportuna. Cuando más parece negarse a un encuentro es cuando acepta con el mayor entusiasmo posible. Ha hecho innumerables entrevistas, ha estado asumiendo en infinidad de ocasiones el rol de su interlocutor y esto quizás haya pasado por su mente. Ya en el lugar acordado, una fuente de soda cercana a su domicilio en Sebucán, viene ligera y trae colgada al hombro una cartera de tela con figuras de flores bordadas. Es de baja estatura pero no tanto como parece, ya que camina encorvada. Entre ella y su entorno hay unas gafas enormes. “Es la miopía; me acompaña desde mi infancia”, dice con toda naturalidad y tras un sorbo del café previamente ordenado da una mirada de aprobación al inicio de la entrevista.
—¿Cuál lado de la balanza periodismo-literatura prefiere?
—No creo que exista ninguna balanza, más bien deberían ser vistas como áreas hermanas, sobre todo si se les ve dentro del periodismo cultural. Esta especie de antagonismo se ha creado de las actitudes idiotas de los practicantes más vernáculos de cada disciplina. Hay una simbiosis perfecta entre la literatura y el periodismo y yo vivo inserta en ella, así como vivo inserta en la bella posibilidad de trasladarse de un país a otro buscando cosas nuevas. Es libertad. Claro que la poesía me resulta algunas veces más placentera y aliviante por pertenecer a mis tiempos libres y Francia y el pueblo es mi pedacito de infancia y mi nostalgia. Pero el periodismo y Caracas son mi contacto más íntimo con la vida real y cotidiana.
Marie-Jose Fauvelle, quien adoptó el seudónimo de Miyó Vestrini, nace en 1938. Es inicialmente miembro del grupo Apocalipsis en Maracaibo (1958) y, muchos años después, de la República del Este. Dirigió entre elogios entusiastas las páginas culturales de El Nacional, El Diario de Caracas y la revista Criticarte.
Crear una antología crítica de la literatura femenina venezolana del siglo XX y no citarla sería una torpeza. Esta venezolana de origen francés, que ganó el Premio Nacional de Periodismo a los 29 años de edad (1967), acumula un recorrido prolífico tanto en el periodismo como en la literatura. Sus textos hablan de forma sincera y desenfadada de temas que envuelven al hombre que vive en la metrópolis moderna y, de forma introspectiva, de los sentimientos de una mujer. De la muerte, de la soledad, del fracaso, de tópicos poco agradables pero siempre presentes. Sin embargo, su claridad ante asuntos incómodos no impide la búsqueda de lo sublime.
DEL AMOR
Cada día se hace más difícil amar. Cada día es más complicado dejarse amar. Por eso, pienso que esta noche debemos recuperar, y para siempre, la capacidad de amar. Mientras más elemental, más telúrico, más llano sea ese amor, más república seremos.
Esas fueron las palabras con las que la escritora abrió su discurso de mando de la República del Este en mayo de 1976. Ahora, más de una década después, parece más despreocupada. Centrada en su cigarrillo, entre bocanada y suspiro, articulando las respuestas más sólidas.
—Hábleme sobre el feminismo.
—El feminismo es una voz que responde a un malestar milenario y silencioso. Es increíble que haya pasado tanto tiempo y siga allí presente. Yo no pienso callar y darle cabida a tal equivocación de la historia. No quiero morir pareciéndome a mi madre, alimentando el desequilibrio entre géneros, callando sus propias sensaciones. Hay sociedades que han alcanzado avances considerables en ese sentido. Pero América latina parece en retroceso. En fin, nadie ríe ya de las feministas, salvo en Venezuela. Son muchas variantes, podría escribir un libro sobre qué pienso yo del feminismo, pero no valdría la pena. Hay otras cosas que escribir.
—¿Qué más quiere escribir?
—Quiero seguir escribiendo poesía. Mientras pueda lo haré. Pero el género narrativo me ha estado llamando la atención. Hay una infinidad de temas que quisiera abordar. Escribir para mí es como un desahogo, ¿sabes?
—¿Algo le ha impedido escribir alguna vez?
—No, nunca. Vulnerarme ese derecho es matarme. Pero más allá de eso, creo que sólo hay que precisar algunas técnicas prácticas para alcanzar la libertad de escribir, lo otro es la experiencia: la vida, la agudeza de la observación, la claridad del pensamiento y la forma de transmitir todo a través de un modo original. Y la originalidad es confianza en uno mismo. Es así. Pienso que debe haber por ahí jóvenes talentosos que sólo necesitan vencer el miedo al fracaso para mostrar sus maravillosos talentos. Desconfiar de nosotros mismos es perdernos.
—Hábleme del suicidio.
—El suicidio es como un escape a lo insoportable. Es una vía. Parece ser instantáneo, pero realmente se ha venido dando progresivamente, aunque sólo es nítido ante ojos muy cuidadosos. El individuo vive dándole sin clemencia al corazón. Órdenes y contraórdenes. Vive, muérete, encógete, ensánchate. Hay quienes sufren más y aguantan menos. La vida es angustiosa y la ciudad confunde al individuo, lo anula con su inmensidad y su ajetreo. Todo se hace muy difícil, por eso la muerte siempre está allí, creando temor y zozobra, o quizá tranquilidad.
La poeta parece responder ahora con más ganas, inclinándose hacia adelante para articular sus oraciones y no con la actitud retadora del inicio, recostada sin fijar la mirada en su interlocutor. Además, tiene más cuidado con el lenguaje y cuida cada término como calibrando el peso que pudiera tener para la idea que trata de transmitir. Actúa como si hubiera abandonado su rol anterior y adoptado uno nuevo. Algunos temas le fascinan y se nota que ya ha pensado mucho en ellos.
—¿Qué necesita Venezuela?
—Tu pregunta es algo amplia, como para un millón de respuestas distintas.
—¿Cuál es el principal problema de Venezuela?
—Mucho mejor —suspira y da un vistazo a la calle, como si ver la vida citadina le aclarara la mejor solución al acertijo—: la cultura, la cultura en Venezuela vale muy poco. Y de ese desprecio surge una serie de enfermedades que carcomen a un país con un gran potencial. No económico, sino humano. Pero esa pobreza cultural se traduce en una ceguera que impide visualizar las virtudes y los defectos y, al final, cambiar lo que se tiene que cambiar. Hay un montón de rasgos culturales propios del venezolano, algunos extendidos a lo latinoamericano, que lo alejarán del primer mundo. Por ejemplo, hay por allí grandes pensadores que están siendo desdeñados. La lectura está perdiendo fuerza y eso es grave. Los índices de lectoría de prensa o literatura han ido disminuyendo terriblemente.
De Nimes (Francia) a Betijoque (estado Trujillo), de allí a Maracaibo y luego a Caracas. Su recorrido deja huellas en cada lugar y Miguel Otero Silva visualizó ese algo especial en aquella joven del interior hasta empeñarse en incluirla entre las filas de El Nacional.
Ella parece evitar la década de los noventa y aferrarse desesperadamente a aquellos días en los que habitaba la sobriedad de la Redacción de El Diario de Caracas y la farra de los sitios de reunión de intelectuales y artistas de la época. Las palabras parecen agotar su mente y su alma y no dejarle nada al cuerpo. Se la ve muy descuidada, entregada a la vejez desde temprano justamente en un país donde toda mujer se resiste a ello. Se la ve sola e inconforme, caminando por un sendero inequívoco, como dejando sus papeles escritos por el camino.
Enero de 2005
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