El Pavo Frank, inmortal

PAVO FRANKLuego de sonar las baquetas por más de 50 años y de darle la vuelta al mundo con las pailas a cuestas, el percusionista se despide de los escenarios venezolanos, convencido de que dio lo que tenía que dar

 Sasha Correa

La loca de la casa aprovecha la oscuridad para hacer de las suyas. A sus anchas, la imaginación, además de asistir a Francisco Hernández en el encuentro con el mundo que escapa de su vista, lo pasea por los mejores recuerdos de su época de pavito. Sin pedirle permiso lo coloca frente a los timbales de Tito Puente; le recuerda el rostro de sus hijos o el de su amigo Aldemaro Romero; lo pone a tocar, de nuevo, con Tito Rodríguez y Dámaso Pérez Prado. En medio de la invidencia, llena su mente de imágenes, pero sobre todo de sonidos que lo acompañan siempre. Y es que, si bien extraña la luz y los colores, el Pavo Frank —ya no tan pavo— sabe que para entregarse a la música sólo hace falta buen oído. Ese, afortunadamente, no le ha faltado nunca. 
Notablemente envejecido y delgado, el pailero se muestra sereno a sus 71 años. Cómodo en su silla, aparece rodeado de un sinfín de placas de reconocimiento, fotos y discos de sus días dorados, guindados en la pared para rendirle culto como estrella de la casa. Son las tres de la tarde y el cielo anuncia un chaparrón. “¿Parece que va a llover, verdad?”, dice Estela, su cuarta esposa. Como si pudiera ver lo que se aproxima, Hernández levanta ojos grises hacia la ventana y sentencia: “Así es mi amor ¿Qué se le va a hacer?”
—¿Qué significa el jazz para usted?
—Cincuenta años de vida profesional. Muchos logros y satisfacciones. Experiencias gratificantes que tuve muchas veces sin buscarlas.
—¿Por qué optó por este género?
—Me interesó por las posibilidades que le otorga a la batería y por la oportunidad que ofrece para improvisar. El ritmo en general me llamaba la atención.
—¿Hay mucho de improvisado en su vida?
—Improviso cuando tengo que tocar. Yo no me la paso por ahí viendo qué invento.
—¿Qué lo hizo escoger la batería?
—Fui un niño inquieto. Solía agarrar cualquier caja o perolito que estuviese por ahí para tocar tambor. Luego, a los 16 empecé a dedicarme de lleno, pero sin leer una nota. Eso no es así que uno escoge un instrumento u otro. La cosa nace con uno y yo nací con la inclinación hacia la percusión, heredada de mi bisabuelo y un tío abuelo.
 
Lo latino en la sangre
De joven formó parte de “la generación del 28” del jazz en Venezuela. No había cumplido los 20 años y ya se contaba entre los participantes de las primeras jam sessions de Caracas, unas descargas en las que se rompían los esquemas tradicionales de la música académica y popular, para experimentar con sonidos provenientes de Estados Unidos como el cool y el bebop. La curiosidad que comenzó a sentir por el jazz latino hizo que el Pavo se alistara en sus filas. Desde allí combinó lo bailable con lo instrumental; la guaracha, el bolero y el son con la fulía, el merengue y el joropo.
–¿Vanguardista?
—Vanguardista es Gerry Weil. Yo no. Más bien, he dominado desde hace tiempo el movimiento del jazz venezolano con lo que he hecho siempre.
—Pero su propuesta en los años sesenta se salía de los estándares.
—Claro, por supuesto. Orientar mi actividad de acuerdo con mi nacionalidad fue algo que me nació, por ser latino. Uno hace las cosas, pero es el público el que se encarga de admirarlo o rechazarlo. Yo fui admirado y bien recibido. Así fue.
—¿Qué implica liderar proyectos musicales desde la batería?
—Eso puede hacerse desde cualquier instrumento. Incluso, se puede hacer sin tocar nada. Andy Durán dirige solamente. Renato Capriles no sabe nada de música y es el director de Los Melódicos.
 
Con la Onda Nueva
Único entre sus nueve hermanos en dedicarse a la música, el Pavo no ha dejado de sonar sus baquetas en más de 50 años. Lejos de conformarse con lo establecido, hizo dos grandes apuestas. La primera: El Pavo Frank y su Banda, una agrupación que, si bien fue la primera en acercar verdaderamente el jazz y la música bailable, no logró popularizarse. Luego, en 1968, se juntó con Aldemaro Romero para cambiar el arpa, el cuatro y las maracas del joropo por el piano, la batería y el contrabajo en una forma moderna de tratar la música tradicional venezolana llamada Onda Nueva, con la que hacían frente a la bossa nova.
—¿Por qué fracasó la Banda del Pavo Frank?
—No falló. Lo que pasa es que, lamentablemente, el jazz no goza de popularidad como el reggaetón. El problema fue que grabé para una disquera que desapareció. Eso me obligó a costear todos los gastos y no pude con eso.
—¿Quién creó la Onda Nueva? Hay quienes dicen que el mérito es más de usted que de Aldemaro Romero.
—Yo me encargué de mi parte: crear el ritmo y adaptar el joropo a la batería. La armonía es de Aldemaro. No hay complejos al respecto. Él nunca ha dejado de compartir el crédito conmigo.
—¿Por qué no se popularizó?
—Gustó mucho y tuvo verdadero éxito en su momento, pero no se le creó un baile. Aquí la gente no baila música venezolana. Dígame usted: ¿quién baila joropo? Sólo los del campo. Por eso no llegó a todo público. Por otra parte, a los venezolanos no les interesa lo que se hace aquí. Lo digo yo que lo he vivido ¡Ah, pero afuera la Onda Nueva sí trascendió!
—Pero la bossa nova no es bailable y sigue vigente.
—Bueno, no sé. A los de aquí les gusta la bossa porque es de afuera.
—Aunque la Onda Nueva tuvo acogida internacional, tampoco se mantuvo afuera. ¿Por qué?
—Lo que pasa es no hay música que se mantenga. Todo pasa.
—¿El jazz también pasará?
—Es diferente, ese género se ha mantenido toda la vida, y así seguirá porque la improvisación existe desde hace mucho tiempo.
—En el caso venezolano: ¿debe el jazz apelar a lo latino para ser exitoso?
—No, el jazz perdura por sí mismo. No hay jazz latino ni tradicional, simplemente jazz.
—¿Le frustra que no haya perdurado la Onda Nueva?
—Realmente no. Todo lo contrario: la Onda Nueva se está escuchando de nuevo. Ahora, sí me da dolor, claro, que no mantuviera su éxito.
—¿Después de la Onda Nueva, ha encontrado algo musicalmente interesante?
—Más nada. Lo que hicimos fue lo más extraordinario que se ha hecho musicalmente en el país. En la actualidad, la música más bien ha degenerado. No es como antes. Hoy en día cualquiera hace tonterías y dice que es jazz.
—¿Qué lo hizo quedarse en Venezuela habiendo logrado reconocimiento afuera?
—Este es mi país y nunca he querido salir de aquí. Sin embargo, uno tiene que aceptar al público local, tal como es. ¿Qué más puede hacer uno?
 
Ser y no ver
“Yo de verdad no entiendo eso del reggaetón, ¡no transmite nada!”, comenta quien, a pesar de ser un apasionado por la buena música, casi no usa el equipo de sonido. En la actualidad, el oriundo de Villa de Cura invierte más tiempo en escuchar partidos de beisbol —siempre del lado de los Leones del Caracas– que en tocar su propio instrumento.
Los huesos de los hombros los tiene desgastados. Le duele mucho cuando toca. De presentarse todas las semanas, pasó a tener tres shows al año. Es la edad, qué se le hace.
Eso lo comenta Estela, quien se ha convertido en los ojos y en la ayuda de primera mano del Pavo, un hombre de carácter fuerte y disciplina implacable que, hace casi 10 años, perdió la visión por completo a raíz de la retinosis pigmentaria que heredó de su abuelo.
Fran es bien mañoso, ¡uff! Es súper responsable y estricto, sobre todo con la puntualidad. Yo siempre le digo que no puede insistir en cambiar al mundo, pero él es así y así lo quiero. Ahora, desde hace como dos años la edad lo tiene mansito, tranquilito.
Lo dice su esposa entre risas mientras él asiente con la cabeza.
—¿De qué manera lo afectó su ceguera?
—Cuando uno tiene un defecto físico se habitúa a vivir con él, sin lamentos. Me gustaría ver de nuevo, pero no me acompleja.
—¿Con qué compensa la oscuridad?
—Con la imaginación. Todo lo que no veo me lo imagino. Recuerdo las cosas bonitas que tuve y lo que viví, eso siempre estará en mi mente. Los viajes, la gente que conocí, los paisajes… En fin, muchas cosas hermosas. Hoy entiendo que ver no es lo más importante.
—¿Le hace falta?
—No siento esa necesidad. Automáticamente me desenvuelvo sin la vista. Para eso debí superarme y desarrollar otras habilidades.
—¿Cómo quiere que lo recuerden?
—Como el Pavo Frank el baterista, el músico. Cuando muera, no sabrán quien fue Francisco Hernández, pero sí quien fue el Pavo Frank.
—¿Piensa seguir tocando?
—Este año me retiro. Ya no estoy en condiciones físicas para luchar y mantenerme tocando. Es mejor retirarse a tiempo, antes de que lo retiren a uno. Ya di lo que tenía que dar.
—¿Hay sustitutos para el Pavo en la batería?
—No. Pero no porque sea el mejor, sino porque cada quien se desarrolla por sí mismo y crea lo suyo.
—¿Le tiene miedo a la muerte?
—No, para nada.
—¿Está preparado para que ese día llegue?
—Uno nunca puede estar listo para eso. No es como prepararse para una fiesta o una presentación. Simplemente sé que va a llegar y que partiré feliz de haber hecho todo lo que tuve oportunidad de hacer y de vivir.
Terminada la entrevista, cerró los ojos por un momento, guardó un silencio corto, pero profundo, y  se despidió: “Por cierto, señorita, ¿trajo paraguas? Si quiere le prestamos uno”.
—No se preocupe, señor Hernández, que aún no llueve.
—Que tenga un buen día, pues. Que le vaya bien.
Al llegar a la planta baja del edificio Don Silvo, en Los Dos Caminos, cayó la primera gota. Y es que más sabe el Pavo por viejo que por pavo.