Ojos vivaces

Livia Montes andaba en un encuentro de constructores de paz organizado en la Universidad Católica Andrés Bello hace pocos días. Estaba junto a un joven de gorra que alguna vez fue reo de su conducta. Ambos representan el Cine Club Waleker. Más que representarlo, son el cine club. Ellos van a los presidios; ellos enseñan a grabar, a actuar, a iluminar, a sacar un guión de una historia personal. Enseñan todo eso a quienes nadie anima para nada en esas mazmorras donde el Gobierno ha cacareado su voluntad de humanizar

Sebastián de la Nuez

Livia militaba en la izquierda en los ochenta, visitaba barrios para ganarse a la gente con sus cortometrajes y películas. Cuando dejó la militancia, quizás un poco harta de las cegueras políticas, quiso seguir en lo suyo, y lo suyo es la cultura popular. Vivía en Catia. Conformó junto con un par de amigos este cine club bajo el nombre Waleker (una palabra wayú que quiere decir araña tejedora). Comenzó a proyectar cortometrajes prestados por la Dirección de Cine del Conac (estaba afiliada en su calidad de cineclubista), y con un proyector de 16 mm a cuestas iba a las escuelas que le quedaban cerca. Un día, un amigo la invitó al Retén. Llegó allí con su aparato a cuestas –nada de monitor ni video beam− y sus latas de celuloide con la idea de llevar un rato de alegría a los reos como lo había hecho antes con los liceístas o en cualquier casa de la comunidad catiense. Pero cuando entró, ahí sí es verdad que se le volteó el cielo: vio el maltrato ante sus ojos pues ni siquiera los guardias cuidaban las formas ante una visitante. “Me comprometí cuando vi esa realidad”. Había gente como ratones y celdas como cuevas, sin un hueco hacia la luz. Sobre todo en los pabellones que quedaban en el sótano, que eran como cloacas llenas de zombis de piel amarilla. “Las condiciones eran infrahumanos”.

Se quedó. Al principio una vez a la semana, luego dos veces. Al principio la acompañaban el subdirector y dos guardias, pero cuando los problemas crecieron en el penal, no.

En más de quince años haciendo esto ha recorrido, además, La Planta, el internado de Los Teques, El Rodeo, Yare, San Juan de los Morros. “Me gusta, cuando voy a un penal, conocerlo bien y que me conozcan bien los reclusos”.

Estuvo trabajando en Yare hasta noviembre de 2009, donde hizo tres cortometrajes con los presos. Eso implica hacer talleres para que aprendan a manejar las técnicas básicas y el lenguaje del medio. Entre las limitaciones del caso, consigue quien maneje una cámara, quien actúe –en realidad todos hacen de sí mismos o de algún otro reo−  y quien escriba la historia. Pero el argumento lo hace con el aporte de todos, al menos con los de un mismo pabellón, para que haya trabajo colectivo.

Este año ha estado parada porque no ha habido aporte de institución alguna. Fundayacucho colaboró antes. Como no puede mantenerse del aire, busca trabajo temporal hasta que se le abra una institución dispuesta a pagar por algo tan poco reseñado en los medios como unos procesados o convictos sacando sus demonios internos delante de una cámara. 

El corto Aquí empezó todo es el producto de uno de sus trabajos colectivos, y ella lo primero que hace es agradecer a los reos participantes. Actúan, desde luego, a veces con humor e ironía. Incluso hay uno que hace de muerto. En Aquí empezó todo hay un narrador en off que relata el día a día de Domingo, principal autor-personaje. Tiene buena factura el corto, bien montado. Y expresa lo que de otro modo no podría expresarse. Hay otro que se llama Luchando por ser libres.

 

La mirada compasiva

Cuando se ven en pantalla, los reos ríen y se emocionan. Ven todo esto como una puerta que les permite salir a la calle; una manera de proyectarse aunque ellos queden allí dentro, esperando. Domingo Marrero, el muchacho que acompaña a Livia, estaba en Yare 1 con una pena de casi tres años hasta que le dieron un régimen de libertad condicional. Culminó el bachillerato en el penal con una de esas misiones del Gobierno, pero nunca le dieron título ni le reconocieron nada. Cuando vio a Livia y supo de su propuesta, no le cupo duda: al carajo el ocio de costumbre. Lo primero que ella le llevó, al conocerlo, fue un documental de Ismael Miranda.

La verdad sea dicha, Marrero parece hoy en día más cerca de convertirse en una especie de Román Chalbaud o Livio Quiroz del siglo XXI que de volver a caer en lo que cayó cuando fue llevado, hace ya cierto tiempo, a Yare. Hoy tiene 27 años y es una muestra ambulante de que Livia sabe cómo construir paz.