Villoro en persona

Acaba de ganar el premio Rey de España en el apartado periodismo iberoamericano (recibió el galardón de manos de Juan Carlos en abril de este año). Cierta vez estaba en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara cuando fue interceptado, durante su desayuno en el hotel que estaba justo enfrente al recinto ferial, por un periodista venezolano. Fue entonces cuando presentó su libro de cuentos Los culpables con la recién nacida editorial Almadía

 Sebastián de la Nuez

El gentilicio de los nativos de Aguascalientes –estado del centro mexicano, pegado a Jalisco− es hidrocálidos. Así son los hijos de Juárez y Zapata. Tienen humor hasta para eso. También son hijos de Sara García y por eso saben llorar. Hasta sus presidentes pueden hacerlo en público.
Sin ir más lejos, el equipo de fútbol del cual es fanático Juan Villoro da ganas de llorar pues no sale de los últimos puestos de la clasificación. Lo llaman Hidrorayos. Y su ex entrenador, el goleador Hugo Sánchez, apodado en otro tiempo el macho a secas, pasó a ser conocido como el hidromacho. Por cierto, Villoro es autor de una crónica vivaz y nostálgica, Dios es redondo, editada en ocasión del Mundial de Fútbol 2006.
«Pienso que la lealtad a un equipo es la última intransigencia emocional legítima. En la vida puedes cambiar de todo: orientación política, religión, vocación, pareja; pero cambiar de equipo de fútbol es como negar la infancia que tuviste y decirle no al niño que fuiste, el que se aficionó a un equipo y tuvo sus ídolos con esos colores».
−¿Continuamente está recuperando su infancia?
−No tuve una infancia feliz. Tampoco me puedo ufanar de haber sufrido una infancia particularmente grave. No fue en la guerra o en la miseria; pero fue la etapa de mi vida que no me gustaría repetir. Hubo incomprensión, soledad, frustración, nerviosismo: en modo alguno fui un niño feliz. Y una de las cosas que me atraen mucho de la escritura y de los juegos en general es la posibilidad de recuperar la infancia, pero no tanto la que yo tuve sino una conjetural, idílica… Un periodo vivido desde las emociones de lo que pudo haber sido. La infancia es determinante: creo que lo más importante te ocurre antes de los 12 años. De modo que escribir o ver fútbol a mí me pone en contacto con esa recuperación voluntaria del pasado.
−Y, claro, a pesar de lo triste o difícil, tenía sus héroes.
−Mientras más reducido te sientes, más necesitas el apoyo de ciertos héroes. Tengo una tendencia a admirar figuras, soy como un admirante profesional, y en la infancia ciertos jugadores fueron decisivos, y también ciertos cronistas de fútbol; músicos de rock, figuras de la televisión. Sí, fue una infancia muy poblada por héroes imaginarios.
 
EN LA FRONTERA
Ese México de las películas de charros, María Félix, Jorge Negrete, etcétera, a él le llegó menos. Cuando crecía, el país se americanizaba y le gustaban cosas como Don Gato y su pandilla o La isla de Gilligan, Superagente 86, Mi bella genio, Mi marciano favorito… Aquel periodo en blanco y negro, allá en el rancho grande, lo recuperó tiempo después.
−Carlos Monsiváis dijo un poco en broma que durante los años 50 y 60 había aparecido la primera generación de norteamericanos nacida en México, aludiendo a esta invasión cultural que nos estaba determinando. Muchos de nosotros empezamos a escuchar mariachis cuando nos enamoramos, y llevábamos serenatas; lo mismo pasó con el bolero. Fue un gusto adquirido posteriormente. Lo otro fue Fantomas, la amenaza elegante. Y el rock and roll.
−¿Y todas esas cosas cómo están en sus libros?
−Creo que en todo lo que escribo hay una vinculación marcada entre la llamada cultura culta y la cultura popular: elementos cotidianos que trato de cruzar con reflexiones que no son tan habituales, que vienen o bien del pensamiento, de la filosofía, o bien de las posibilidades de abstracción que tiene la cultura popular. Me interesan estos temas no con un afán de ruptura, porque ya antes de que yo escribiera, Umberto Eco, Carlos Monsiváis y tantos otros habían hablado sobre la necesidad de recuperar elementos de la cultura popular. En mi caso no hay una innovación sino más bien una asimilación natural de esta mezcla.
−¿Eso lo conecta, por ejemplo, al pakistaní Hanif Kureishi?
−Cómo no. He leído mucho su novela El buda de los suburbios. Lo que comparto con Kureishi es la investigación de la identidad, porque como él es pakistaní y ha crecido en una sociedad multicultural, en Inglaterra, buena parte de sus historias, e incluso sus guiones de cine, tienen que ver con esos malentendidos culturales: algo que a mí me interesa mucho. Por ejemplo, en Los culpables el último episodio, que es casi una noveleta (se llama Amigos mexicanos), tiene que ver con un periodista norteamericano que viene a hacer un reportaje a México, justamente con las prenociones y confusiones que suelen tener nuestros vecinos sobre cómo somos. Y ahí la reacción es interesante, me parece, porque por un lado a los mexicanos les resultan absurdas estas prenociones y, por otro lado, también les resultan aprovechables. Entonces actúan una falsa identidad, posan un sentido de ser mexicanos para que el extranjero esté satisfecho. Los mexicanos se disfrazan de mexicanos típicos para garantizar la sed de exotismo del extranjero.
−La relación amor-odio entre México y Estados Unidos, ¿cómo ha influido en esa literatura transfronteriza?
−Hemos tenido estereotipos recíprocos muy fuertes, muy marcados. Más allá de eso, creo que para nuestra cultura ha sido muy importante la mirada de Estados Unidos sobre México. Por un lado, en muchos libros como En el camino, de Jack Kerouac, México aparece como un espacio de libertad donde todo es lícito y toda experiencia, posible. Donde se puede reinventar la vida. En otros, la mirada es muy crítica; y sin embargo, a pesar de esta violencia y esta miseria, los extranjeros encuentran muchas veces un sentido casi religioso de la experiencia y un éxtasis a través de la sensualidad del paisaje. Viniendo de un país como Estados Unidos, donde la modernidad se improvisa a diario pero no hay un remanente del pasado, llegar a un país de ídolos, de iglesias, de religiones encontradas, varias revoluciones fallidas… en fin, todas esas circunstancias otorgan a los viajeros la mitología que buscan.
 
NOTA INVITADORA
En un artículo de Sasha Correa titulado Juan Villoro, un accidente afortunado que se encuentra en Prodavinci, el escritor da claves sobre la crónica, que es su especialidad. Dice, entre otras cosas, que no puede perderse de vista que la realidad de la crónica no es la realidad del mundo de los hechos; apenas una representación. «El periodismo le da sentido a una realidad que se niega a tenerlo, que es caótica. En la unidad de sentido que aporta está el valor ético y cultural de la crónica. Y aunque el orden en que presentamos los elementos depende de nosotros, no aplican las leyes de la Gestalt, un círculo aquí solo es un círculo cuando está completamente cerrado». Pero dice muchas otras cosas que es mejor leer directamente.