Cierta vez, en Nueva York, se conocieron un joven periodista en la miseria y una mujer de ojos azules enfundada en un abrigo de piel. Esto lo escribióTruman Capote y fue publicado por la revista Vanity Fair 22 años después de su muerte. Fue su último texto
Todos mis familiares son sureños, sean de New Orleans o de las regiones campesinas de Alabama. Al menos cuarenta de los hombres de mi familia, tal vez más, murieron durante la Guerra Civil, incluyendo a mi bisabuelo.
Hace mucho tiempo, cuando tenía alrededor de 10 años, comencé a interesarme en estos soldados que habían caído durante la guerra, porque había leido una gran colección de sus cartas en el campo de batalla que nuestra familia había logrado guardar. Estaba realmente interesado en escribir. De hecho, había publicado pequeños ensayos e historias en la revista Scholastic, y decidí escribir un libro histórico basado en las cartas de estos héroes confederados.
Los problemas interfirieron y no fue sino ocho años después, cuando apenas podía sobrevivir como escritor en Nueva York, que el tema de mis parientes de la Guerra Civil revivió. Por supuesto, tuve que hacer una investigación exhaustiva; el lugar que escogí para esta investigación fue la Librería de la Sociedad de Nueva York.
Lo hice debido a numerosas razones. Una de ellas es que era invierno, y este lugar en particular resulta cálido y limpio, situado justo en Park Avenue. Lo cual proveía un ambiente acogedor durante todo el día. También porque, tal vez debido a su locación, la clientela y el personal eran una comodidad por sí solos: todos de clase alta, todos intelectuales bien educados. Algunos de los clientes que veía frecuentemente allí eran más que eso.
Especialmente la señora de ojos azules.
Sus ojos eran como el atardecer de una pradera en un día despejado. También había algo sano y rústico en su rostro, y no era sólo la ausencia de maquillaje. Era de altura media y de sólida figura. Su vestimenta estaba constituida por una extraña pero de alguna forma atractiva combinación de materiales. Usaba zapatos de tacones bajos, medias gruesas y un collar turquesa que iba bien con sus suaves trajes de tweed. Su cabello era negro y blanco ondulado, cortado casi masculinamente. Lo impactante era el factor dominante: un hermoso abrigo de piel de marta que casi nunca se quitaba.
Afortunadamente lo llevaba puesto el día de la tormenta. Cuando salí de la librería alrededor de las cuatro de la tarde parecía como si el Polo Norte se hubiese mudado a Nueva York. Bolas de nieve del tamaño de mi puño aporreaban el aire.
La señora de ojos azules que vestía el costoso abrigo de marta estaba parada en el borde de la acerca tratando de llamar a un taxi. Decidí ayudarla. Pero no había ningún taxi a la vista, de hecho había muy pocos automóviles en la avenida. Dije: “Tal vez todos los conductores han vuelto a casa”. “No importa. No vivo muy lejos de aquí”. Su voz profunda me sublevó a través de la pesada nieve. Pregunté: “¿Entonces la puedo acompañar a casa?”. Ella sonrió. Caminamos juntos a través de Madison Avenue hasta llegar al restaurant Longchamps. Ella dijo: “Me vendría bien una taza de té. ¿Puede?”. Yo dije que sí. Pero una vez sentados en la mesa, pedí un martini doble. Ella rió y preguntó si era lo suficientemente grande como para tomar.
Le conté todo acerca de mí. Mi edad. El hecho de que había nacido en New Orleans, y que aspiraba a ser escritor. “¿De verdad? ¿Cuáles escritores admiras?”, me preguntó. (Obviamente ella no era de Nueva York: tenía un acento del oeste). “Flaubert. Turgenev. Proust. Charles Dickens. E.M. Forster. Conan Doyle. Maupassant”.
Ella rió. “Bueno. Realmente eres variado, pero ¿no son los escritores norteamericanos los que te interesan?”
“¿Como quiénes?”
No dudó. “Sarah Orne Jewett, Edith Wharton…”.
“La señorita Jewett escribió un muy buen libro: The country of the ponited firs. Edith Wharton escribió también un buen libro, The house of mirth. Pero a mí me gusta Henry James, Mark Twain, Melville y me encanta Willa Cather. My Antonia, Death comes for the archbishop. ¿Alguna vez ha leido sus maravillosas novelas A lost lady y My mortal enemy?”.
—Sí.
Tomó un poco de su té y lo colocó de nuevo en la mesa de manera un poco nerviosa. Parecía que hubiese estado dándole vueltas a algo en su cabeza.
—Tengo que decirte…
Hizo una pausa; luego, con una voz un tanto apresurada y casi en forma de susurro, dijo:
—Yo escribí esos libros.
Yo estaba imptactado. ¿Cómo pude haber sido tan estúpido? Tenía una foto de ella en mi habitación. ¡Por supuesto era Willa Cather! Esos perfectos ojos color cielo. Esa melena; el rostro cuadrado y la quijada firme. Yo vacilaba entre risas y lágrimas. No había otra persona en el mundo que hubiese preferido conocer, nadie que me hubiese impresionado tanto. Ni Garbo, ni Ghandi, ni Einstein, ni Churchill, ni Stalin, nadie. Aparentemente se dio cuenta de eso. Ambos quedamos sin palabras. Me tragué mi martini doble de un sorbo.
Poco tiempo después ya estábamos de nuevo en la calle. Caminamos con dificultad en la nieve hasta llegar a un lugar caro, de estilo antiguo en Park Avenue. Ella dijo: “Bueno, aquí es donde vivo”. De repente añadió: “Si estás libre para la cena el jueves, te espararé a las siete en punto, y por favor trae algo de lo que has escrito, me gustaría leerlo”.
Sí, estaba encantado. Compré un traje nuevo, y reescribí tres de mis cuentos cortos. Estuve en la puerta de su casa justo a las siete. Estaba todavía impresionado de pensar que Willa vestía abrigos de pieles y vivía en un edificio en Park Avenue (siempre habia imaginado que vivía en un lugar tranquilo en Red Cloud, Nebraska). El apartamento no tenía muchas habitaciones, pero eran espaciosas y las compartía con una compañera de toda la vida, alguien de su misma altura y edad, una mujer discreta y elegante llamada Edith Lewis.
La señorita Cather y la señorita Lewis eran tan parecidas que uno podía estar seguro de que habían decorado juntas el apartamento. Había flores por todas partes, montones de lirios blancos y rosas de color violeta. Libros perfectamente alineados en las paredes del comedor.
NOTA. Los detalles de la cena fueron dejados para la posteridad, pero en 1967 Capote recordó a Cather como “una de mis primeras amigas intelectuales”.
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