Hay quienes no usan la palabra singular porque ésta no se refiere a algo en concreto. Suele ser una muletilla para lo indeterminado, para lo que, por impericia narrativa, no se puede describir o clasificar. En el apartheid literario equivale a una salida fácil. A veces, cuesta estar de acuerdo con estas posturas. Andrés Neuman, por ejemplo, calza sin problemas en la horma de tan manoseado vocablo.Veamos esta crónica![andres_neuman[1]](http://www.hableconmigo.com/wp-content/uploads/andres_neuman1.jpg)
Ahora mismo el personaje es el nuevo Premio Alfaguara de Novela, gracias a su obra El viajero del siglo. Pero su historia no se queda ni comienza allí: Neuman es argentino pero también es español, Neuman es narrador pero también es poeta, Neuman es escritor pero también es músico, Neuman ama al populoso equipo Boca Jr. pero también al elitista Real Madrid, Neuman es un joven simpático pero también es un viejo obstinado. Y, lo mejor de todo, Neuman ni siquiera se llama Neuman.
Pues sí, su tatarabuelo polaco se salvó de una temporada de cárcel siberiana al mangarle la identidad a un militar alemán apellidado Neuman. Por alguna extraña razón, su familia conservó el nombre sin tener ni zorra idea del origen ni de la heráldica ni de pitos y flautas. Sin embargo, muchas décadas después aparece Andrés y firma así, se gana premios literarios, como el que consiguió su libro inspirado en su estirpe (Una vez Argentina), y ahora no es de extrañar que sea el Neuman más sonado de la historia del apellido. El Neuman falso.
Y sí, Neuman vino a Venezuela con el acento chileno incrustado en su lengua. Llegó cansado de tanto viaje. Su chofer estaba entretenido en averiguar cuán inmortal puede ser la macana de un cangrejo y, en plena madrugada, el escritor le pidió el celular a la chica que estaba a su lado. Llamó azorado desde Maiquetía, pero también le dio tiempo de seducir a la primera venezolana que se topó. Quizás desplegó una sonrisa de niño que hace sus deberes y que toda suegra ama, movió su lacia cabellera y, en medio de su tragedia, consiguió un oasis dentro de su apocalipsis caribeño. “¡No sabes lo bella que era la chica!”, diría días después en una cola caraqueña, en donde hasta el intelectual más cerebral sucumbe a los encantos de un par de pestañas bien puestas.
Eso es lo que tiene Andrés: el hombre sabe caer bien, y la cosa no es ensayada. Para lo simples mortales, que no nos ganamos ni la simpatía de un monje budista, el Neu, como le gusta ser llamado, provoca una envidia roedora. Mucha de ella tiene que ver con la ristra de reconocimientos que carga consigo: en 32 añitos de vida, el muchachón ha escrito cuatro novelas (un trío de ellas con premios), tres libros de relatos, uno de aforismos y casi diez poemarios (otro trío de ellos con premios) que luego fueron recogidos en un solo volumen. También forma parte de la cofradía Bogotá 39, suerte de grupo de autores iberoamericanos más importantes de su generación. Para colmo, en su página web, de impecable diseño, Andrés siempre sale sonriente.
Pregunta: ¿tenemos que masacrar a ese ser?
Neuman se la pasa con una libretita a cuestas. Toma nota de todo, y uno debe hablar pausado para quedar estampado en el papel. Pasa de la conversación más gamberra y amistosa a un examen oral de los que sacan gotitas de sudor (y en el que cada idea debe estar perfectamente entrelazada con la que viene, so pena de alguna mirada incendiaria). Todo lo refuta, lo lleva a otro terreno, lo examina. Luego, cuando la vida se te ha ido en una exhalación, sonríe y te abraza como el cabrón con el que ves el fútbol mientras hablas de mujeres, el amigo que inventa como niño si lo picas demasiado. Es un adorable monstruo.
Cuando vino a Caracas, la ironía permeó todo el episodio. Cansado y casi enfermo, comenzó su día con hartazgo. Llamaba la atención que su libro, El viajero del siglo, tuviera algo que ver con su realidad más próxima. En la novela, Hans llega a Wandernburgo. La ciudad, como toda la obra, es móvil, entregada al desplazamiento. Su protagonista principal entra y no puede salir de ella. Es presa de sus recovecos. El libro también lo es: cinematográfico, de época, policial, fantástico, romántico y pornográfico, a ratos.
Andrés tampoco podía zafarse de los tentáculos de su premio. Metido en un avión, recalaba en ciudades de diversas altitudes (Buenos Aires, Montevideo, Santiago, Asunción, La Paz, Lima, Quito y Caracas), se descompensó, se enfrentó a muchos periodistas idénticos, vio cómo le destrozaban o dignificaban su novela en cada presentación. Fue testigo de la demora y de la impuntualidad. Ante todo esto, su gran sufrimiento era uno solo: no poder dormir hasta las 10 de la mañana.
De todas formas, algo tenía que padecer el pequeño Neu. En Venezuela no dejó de levantar pasiones. En medio de un diálogo radiofónico, llamó una beldad televisiva con un simple deseo: casarse con el chicuelo. El día de su presentación, algunas féminas suspiraron al ver al adorable niño literario hablar del coito en su novela. No obstante, el arrobamiento más pintoresco se dio el 24 de julio cuando, en pleno día de fiestas, una periodista que fue a entrevistarlo lo secuestró de su hotel por más de dos horas, para luego llegar a la redacción y gritar sin miramientos: “¡Estoy enamorada de Andrés Neuman!”
Otra vez la misma pregunta: ¿tenemos que masacrar a ese ser?
En su estadía vio a su amigo Rodrigo Blanco, ¡a quien osó envidiar porque bailaba bien! Andrés, el hombre de Anagrama, Páginas de espuma, Acantilado, Espasa Calpe, Pre-Textos y Alfaguara no sabía dar ni un paso con sabor, aunque la música supurara por todo su ser. En un programa de radio, cantarín y entusiasta, Neu se olvidó de su libro y comentó los temas que le pusieron del polaco Goyeneche, de Schubert, del Dirty Mac, de Pérez Prado y de sus amados Beatles.
De repente, el escritor mutó en pinchadiscos consagrado.
Andrés es un hombre de pasiones. Su labia es proverbial. Si no salía la literatura, el cine o la música en una de sus conversaciones, hubiésemos estado ante una versión descafeinada de su persona. En algún momento escuchó el comentario distraído de una joven de su editorial, a quien no le gustaba Pedro Páramo de Juan Rulfo. Esto le pareció una maravilla y felicitó su valentía. Estuvo de acuerdo en que era bueno hacer ese tipo de observaciones, en derribar estatuas y, divertido, comentó las que él tampoco podía contemplar con emoción. Así vimos caer a Proust estrepitosamente en un camposanto de mármoles legendarios. Emocionado, antes de saber lo mucho que le iba a gustar una cachapa con queso, habló largo rato de la poesía encerrada en El hombre sin brazos, la película de Tod Browning de 1927. Y, de repente, el viejito volvía a ser muchacho.
Cuando aparecieron los Beatles en su viaje venezolano ya no era el escritor germanófilo, ni el traductor del Viaje de invierno de Wilhelm Müller. Neu se engolosinó con casi todo el álbum blanco. Dijo querer a Ringo como a uno de los suyos por su manera de tocar la batería en Sexy Sadie y en She said, she said. Como un fundamentalista del grupo de Liverpool, hizo preguntas dignas de un programa de concursos sobre el tema. Enumeró cada acierto de Lennon y McCartney, y hasta comentó que la genialidad del bajista siempre afloró cuando alguien lo maltrataba o retaba sin recato. En su última cena, mientras comía pescado y buscaba versos endecasílabos en la carta de postres, una bella mujer le preguntó sonreída si no pasó otro tanto con él en Anagrama; si su relación con el editor Jorge Herralde no tenía algo que ver con la de su admirada dupla inglesa; si Sir Neuman, finalmente, no vendría a ser Sir Paul.
El escritor, por primera vez, no tuvo respuestas inmediatas.
No sonrió… por lo menos, no al instante.
Y Neu demostró ser igual a todos nosotros. Cascarrabias, encantador, pero, sobre todo, singular.
Debo decirlo: Yo también AMO a Andrés Neuman.
El Viajero del Siglo y Bariloche son textos preciosos. Tan diferentes y ambos magistrales (en mi humilde opinión de joven lectora).
Buenísima la nota. Sabrosa. Para re leer y re leer y reírse.
¡Bravo!