Wilmer Ramírez ha hecho reír con sus numerosas parodias en televisión. Hoy, después de dos décadas aproximadamente, vuelve al escenario que lo vio nacer: el teatro. Sin embargo, este año vive el más difícil dentro de su carrera artística, ante un contexto en el que el canal Venevisión se ve obligado a recortar drásticamente su presupuesto
Andrea Montilla K.
De la camada de actores de los años setenta, surge un muchachito al que sus gustos por la aparición en público y el ánimo de hablar demasiado lo empujaron de los mítines estudiantiles en El Paraíso hasta el Teatro Broadway de Chacaíto. Quería convertirse en un segundo Jean Carlos Simancas, el galán con las mujeres más bellas. Pero su rumbo planeado nació torcido y cayó, casi de manera equivocada, en la cuadrilla de comediantes-seguidores de Joselo. Treinta años después, Wilmer Ramírez –55 años– lleva puesto encima, como una chaqueta que no se quita nunca, el personaje que ha creado: él mismo. Este año, el humor, que es el sentido de su oficio y su personalidad, se enfrenta al reto de sobrevivir sobre un escenario trastocado por la crisis presupuestaria de la televisión.
Su productor llega de primero a la entrevista. Como en un escenario, es el anfitrión del artista principal, cuyo público –en este caso, el entrevistador– lo espera. Alejandro Planas va paseándose con su maletín marrón entre las mesas del café Havanna, en el Centro Ciudad Comercial Tamanaco. “¿Tú eres la periodista? Wilmer ya viene en camino”. La conversación queda interrumpida por otro hombre que llega cinco minutos después, hablando alto unos tres metros más allá de la mesa. “¡Ah, pero tú eres investigador, además de productor!”, le espeta irónicamente Wilmer Ramírez, luciendo unos lentes marca Ray Ban oscuros, un suéter morado y un ajustado jean negro.
Es de modos apresurados. Llega inquieto. Al sentarse, su cuerpo se hunde en el sillón verde oliva; y, sin embargo, se destaca. La gente a su alrededor voltea al reconocer la voz del comediante, de ligera agudeza y de tono sonoramente educado. Esa tarde está acompañado por su mánager, pero ahora sus noches, cuando presenta su show, es él solo frente a una audiencia que espera reír.
EL TEATRO COMO CONSUELO
“Mira, ¿tienes Sparkling? Tráeme una. Y si te consigues una conchita de limón, tendrías una sensación orgásmica conmigo”, le suelta a la camarera que sonríe tímidamente.
No hay una sola risa ni gestos de burla en el rostro de Wilmer en ese momento. Lo dice naturalmente, como parte de su habilidad de improvisación. Tiene más de treinta años trabajando en las tablas, pero alejado de ellas durante veinte aproximadamente. Ahora vuelve para presentarse con su “mini pieza teatral” Basta de monólogos. El monólogo de Wilmer Ramírez. Un juego irónico de palabras. Irónico como el sentido de sus frases.
En la actualidad, la escasez de grandes montajes teatrales y la crisis presupuestaria que se pasea por los canales de televisión, han hecho que muchos artistas empiecen a dar los primeros pasos en el mundo de los monólogos. Frente a la proliferación de las obras unipersonales en el país, Wilmer ofrece una sencilla puesta en escena, donde habla sobre sí mismo y, por supuesto, parodia al mundo.
Es la primera vez que el comediante hace un monólogo como tal, con el nombre bien puesto. Esta novedad en su carrera artística se une a otra de sus metas de este año: consolidar la segunda temporada de su programa humorístico en Venevisión, A que te ríes, cuando existe un criterio más estricto para producir contenidos de calidad. Perder su trabajo más grande, en un medio de comunicación que lo afianzó como uno de los principales personajes de la comicidad en el país, no es una opción para él.
Si imaginase un día en que el escenario desapareciese para siempre, se acabaría su consuelo de vida. Como hay días buenos, también los hay malos, y para Wilmer el teatro lo recompone. Incluso un día, cuando su padre permanecía recostado en una camilla en la clínica, con el pecho abierto para corregirle un aneurisma, él cumplió con su trabajo. Acudió a su grabación de todos los días e hizo reír.
Y lo disfruta aun en momentos difíciles. Es en esos minutos de angustia cuando trata de pensar en positivo: para él, ser humorista es un don que Dios le brindó. Y así también lo cree Alejandro Planas, a quien conoció cuando tenía dieciocho años. Era su vecino en Caricuao y juntos hicieron teatro en Chacaíto. Habla con seguridad cuando dice que Wilmer nació actor: era un joven muy conversador. ¿Acaso tímido? Jamás. Quería ser famoso y, como siempre fue “bien parecido”, confiaba en que su amigo tendría esa oportunidad.
PAYASO SIEMPRE DE SERVICIO
Tenía dieciséis cuando ingresó al mundo de la actuación y, a partir de allí, no se ha despegado de Wilmer Ramírez, el comediante: desde mediados de los ochenta, cuando empezó a hacer teatro; luego estrenándose en Venevisión con Noche de Comedia, en 1992, y con otros programas de humor, uno tras otro: Cheverísimo, El show de la comedia, Cásate y verás, Fábrica de comedias y, actualmente, A que te ríes.
Tras años desarrollando un género, se convirtió en su manera de vivir. Ni en momentos de “ocio creativo” –como llama a sus ratos libres– deja de observar, imaginar, buscar algo gracioso de cualquier cosa. “Uno no es como los policías, los bomberos o los médicos, que dejan de estar de servicio. Nosotros (los humoristas) estamos siempre de servicio”.
Inventar personajes, especialmente los que considera más absurdos, es lo que lo llena. Ha parodiado desde homosexuales hasta hombres extremadamente mujeriegos. ¿Y cuál es la técnica? Enseguida explica observando a un hombre de tez morena, vestido de militar, que pasa caminando frente a él. Cierra los ojos y alza sus manos a la altura de su pecho, como si meditara: “Yo veo a esa persona que está pasando por ahí, y hago una interpretación de lo que es él como ente que anda por ahí, y esa interpretación es el personaje”.
La parodia es su forma de ver la vida, dice Luis Eduardo, su hermano mayor. Es el espejo deformado del payaso por el que Wilmer observa al mundo y retrata a las personas a su alrededor. Incluso él mismo, su personaje, es también un motivo de burla: “¿Esto es History Channel?”, le pregunta un colega suyo al acercarse a la mesa. “No, es Cartoon Network, porque dicen que soy de mentira”, e irrumpen las carcajadas.
Siempre hay risas. Aunque sean las once de la noche, se haya terminado su show y llegue la hora de descansar, Wilmer sigue despierto un par de minutos más. Está lleno de energía aún, ansioso, fortalecido. Esas sensaciones le impiden conciliar rápido el sueño. Inquieto, parece esperar por la siguiente presentación.
LA OVEJA NEGRA
El único sueño que permaneció desde la infancia fue el de la actuación. Quería hacer telenovelas y convertirse en galán, en el hombre que tiene para sí a todas las mujeres bellas. En Jean Carlos Simancas.
Al pequeño Wilmer, burlón, vivaracho y remedador, le gustaba imitar a su mamá. Luis Eduardo cuenta que a ella siempre le respondía imitando su voz y sus gestos. Y esto, en lugar de causar la desaprobación familiar, era motivo de risa para todos.
Pero hasta ahí. Pues su padre pensaba que mientras a ninguno de los tres hermanos se le ocurriera dedicarse a eso seriamente, todo estaría en orden.
Sin embargo, Wilmer poseía el “síndrome del hermano del medio”. Luis Eduardo cree que su vena artística nació de allí, de la búsqueda por hacerse notar.
Aunque la familia conocía el talento casi innato de Wilmer, a quien más le sorprendió su repentina fama de cómico fue a Bismarck, su hermano menor, que ahora ronda los 46 años. Era la víspera de Nochebuena. La familia Ramírez salía a hacer sus compras para los regalos navideños de los sobrinos pequeños. Ese día saltaron sobre él los autógrafos y los flashes. La gente lo paraba para saludarlo y le hacía halagos por su trabajo. Bismarck se detuvo y, pensativo, se apoyó sobre un poste. Su cabeza se balanceaba en un movimiento de negación. Reflexionaba en voz alta: “Pensar que el cómico era yo”.
Pero Wilmer se destacó. Se dio cuenta de que podía hacer chistes buenos y probó una y otra vez. Y a fuerza de que a su padre le enfurecía la idea, siguió el camino. Un camino que era demasiado fácil para el hijo de un policía, quien creía que él debía formarse como médico, abogado o militar. Cualquier cosa menos ser actor. Era una “raya” mencionar que alguien podía tener algún tipo de inclinación artística.
Aunque por un tiempo se negó a sí mismo la posibilidad de entrar al mundo actoral, al final cedió. Wilmer se dejó llevar por la “ola de risas” que un día lo bañó por entero. Había dicho algo gracioso, algo que ahora no recuerda, en una presentación en el teatro Broadway y, al unísono, la gente soltó “una risa muy grande”. Asegura que desde ese momento no ha dejado de luchar por conseguir de nuevo, en cada instante de su vida, que esa ola lo bañe.
HUMOR CON AIRE FAMILIAR
Además de trabajar en todo momento por conseguir risas aquí y allá, Wilmer respira levemente a veces, y aunque no suelta el traje de comediante nunca, se aleja de las cámaras, de los micrófonos y de las luces cuando está con su esposa y su hija menor, de siete años. Equipara su hogar con el escenario: son sus dos lugares predilectos.
Seguramente, durante un tiempo en el que cambió varias veces de pareja y engendró sus otros seis hijos, el escenario fue el consuelo. Así lo ve hoy.
Si es sobre el amor, no hay consuelo que valga. Para él no existen los despechos. Si un romance terminó, Wilmer Ramírez queda repotenciado.
Yo pienso: ‘Si no me quieres, tú te lo pierdes, porque yo soy un tipazo’. ¿Por qué esa tipa no me va a querer? Si yo no soy tan feo, yo me visto chévere y huelo rico.
De tantos hijos cabe suponerse que al menos uno pudo heredar el capricho por la actuación. Luis Ernesto, quien tiene veintiocho años y es el mayor de los siete, hizo un intento en la televisión. Participó en el programa de su padre, Cásate y verás, pero pronto el ojo crítico de Wilmer, tomándose muy en serio su trabajo, lo despidió al notar que su hijo carecía de constancia y compromiso.
Una vez le dijo: “Mira, si tú vas a estar aquí, debes tener el doble de la disciplina y la dedicación, porque tu mal comportamiento yo no voy a permitir que me salpique a mí. El día que no hagas las cosas como tienes que hacerlas, te voy a botar”. Y privando el profesionalismo, así lo hizo. Simple.
Alejandro siempre lo pone a él como ejemplo de constancia a sus hijos. “No logras triunfar en la vida sin ella. Wilmer es muy exigente. Cuando trabajamos juntos, yo no soy su amigo”.
Exigente con los demás y consigo mismo, Wilmer tenía entre ceja y ceja cambiar el estereotipo de los humoristas: pasados de peso, desarreglados y feos. Carlos Cerutti, un viejo amigo y productor de todos los programas de humor donde ha participado Wilmer, le dijo en estos días: “No estabas equivocado en eso”. En eso de crear un tipo diferente de humorista que pudiera “pegar” personajes y crear un vínculo con el público.
Wilmer lo hizo. Creó uno que se parece a él, que se viste como él, que habla como él. Y que en algunos momentos dice cosas que él no diría. “¿Lo notaste? ¿Te diste cuenta?”, pregunta con ironía cuando se le destaca ese aspecto de su personalidad. Después de tres décadas, cree que es muy difícil quitarse ese traje. Sea como sea, es la prenda que no quiere abandonar nunca.
Durante la conversación Wilmer saluda a tres, cuatro, cinco personas. Todas con una frase familiar y amable. “Epa, ¿cómo está la cosa, papá? ¿Tranquilito? Así me gusta. Te veo bien”, “qué tal, brother” y “¿cómo estás, hermanito? ¿Chévere?”.
La razón es el espectáculo, que hace su aparición sin importar el sitio, la hora y la circunstancia. “Cuando la gente se me acerca y me saluda, no está saludando a Wilmer, el hijo de Lourdes, está saludando a Wilmer, un tipo que hace chistes. Cuando me siento aquí en un lugar público y la gente me saluda, los saluda es el comediante, porque yo no los conozco”.
El humorista seguirá rogando porque nunca llegue el día en que el telón se cierre para siempre. “De hecho, le pido a Dios que cuando me mande a buscar sólo sea porque tengo un show allá arriba”.
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