TROMPETA APACHE

Esta es una de las entrevistas que Daniel Centeno incluyó en el volumen recientemente editado por Random House-Mondadori en su sello Debate, Retratos hablados. Se trata del jazzista latino Jerry González, un individuo bastante genial que toca la trompeta y apareció en un documental de Fernando Trueba. “Creo que Arturo Sandoval es un gran trompetista, pero no es un jazzista”, dice en este diálogo franco lleno de nostalgias y anécdotas. Centeno es colaborador de este blog y se encuentra actualmente encargado de la publicación Rio Grande Review, en la universidad donde trabaja y estudia (El Paso, Texas)

 Daniel Centento

         Para el momento sólo recordaba haberlo visto tocar un jazz de vanguardia en un garito madrileño de aforo muy reducido.  Jerry, con esa estampa de lobo nocturno y calavera, como uno de los tantos dibujados por el Tex Avery de la época dorada de la animación MGM, me había facilitado su número telefónico, sin siquiera quitarse esas gafas oscuras que tanta fama de maldito le han dado. También recordaba haberlo levantado a las cinco de la tarde del otro día, con una de esas llamadas inoportunas a celulares… La bohemia lo había reclamado como hacía media hora atrás, cuando me hallaba tomando un café en un bar cerca de su casa para dar tiempo a que se despertara, se bañara y se preparara para la entrevista.  Entre tantos toques y noches sin cola, a Jerry se le había olvidado la cita.

          “Disculpa, brother, estoy partío”, fue su bienvenida después de recibir la noticia del retraso desde el intercomunicador de su edificio, después de haber departido un rato con su joven novia española, después de caminar por entre una hilera de maletas repletas que adornaban el corredor de su ordenado apartamento, después de notar una mochila llena de casetes de cada uno de sus toques y después de verlo conectar un minidisc con su concierto del día anterior para darle ambiente a la velada.  El sol entraba de lleno en la sala y Jerry se acomodaba, sin gafas oscuras ni gorra, en la butaca más cercana a mí.

          Era raro verle su chiva rociada de tanta luz vespertina. Jerry González, el líder de la experimental Fort Apache Band de Nueva York, uno de los trompetistas más osados del jazz actual, estaba como cualquier mortal que se haya levantado después de una tarde de siesta prolongada.  El personaje de la aclamada Calle 54 de Fernando Trueba se alejaba de su faceta mítica: la del músico incapaz de despegarse de su instrumento, la del tipo que se quedó un buen día en Madrid y la del bohemio que amanece rodeado de músicos excesivos y amantes de las jam sessions noche tras noche.

         −Vine por la película de Fernando (Trueba) −rememora entre acordes reproducidos en estéreo−.  Hice seis ciudades con Fort Apache.  Después Javier Limón, el productor del disco del (Diego) Cigala, no dejaba de preguntarme: ‘¿Qué vas hacer?, quédate’.  Y yo le respondía: ‘Debo irme mañana.  Tengo un boleto de avión.  Quisiera quedarme una semana o así, ¿pero a dónde me voy a quedar?  No tengo dinero para estar pagando hotel todos los días’.  Y él me dijo: ‘Quédate conmigo. Tengo una casa con mi mamá’. Eso me dio tiempo para dar vueltas por Madrid. Ya sabes, tocando uno está metido en el hotel sin salir. Me tiré una vez a la calle, y no sabía a dónde iba. Pero la gente ya me conocía, y eso me sorprendió. Me iba a quedar por una semana y ya llevo más de año y medio.

          Lo que no significa que la aventura española fue cosa de llegar, tocar y triunfar.  Apenas comenzó su etapa de asentamiento, se consiguió con el gran problema a resolver: formar un buen conjunto musical.  Lo primero que hizo fue entrenar a jóvenes para que aprendiesen a tocar sus melodías. 

          −Pero todavía sentía que los tipos eran estudiantes −prosigue Jerry−. Después de un año, me di cuenta de que no aprendían la lección. Si tocábamos mucho, cogían algo, pero, cuando salía de gira con Fort Apache, se les olvidaba todo. Yo les preguntaba: ‘¿Qué les pasa, se les ha olvidao su tarea?’ Lo que pasa es que aquí hacen falta bateristas que conozcan la timba afrocubana. Es posible que existan algunos, pero sin la energía y el gusto que quiero. Yo demando ciertas cosas básicas: conocer la clave, el guaguancó y tocarlo todo bien.

          Así, entre cruces de clave, señales drásticas en plenos toques y más de una rabieta posterior, Jerry subsanó la falta con el reclutamiento de los tres músicos (bajo, piano y batería) que yo había visto dos noches atrás. Me alegro de encontrarlos. Siempre están muy atentos y conocen la lengua del guaguancó. Ahora al grupo le pusieron Sabor latino, pero yo soy más guerrero. Si hubiese sido por mí, brother, les hubiese llamado El comando de la clave o El cuarteto del terror.  Suena mejor así”, dice entre risas.

          Y no suenan nada mal. Aunque no se esté ante las majestades de un Steve Berríos o un Andy González, de su Fort Apache Band, Caramelo y Piraña tocan con gran desenvoltura. Entre descargas con cueros y trompetazos inesperados, el trío restante mantiene las formas y sonríe ante frases improvisadas de un Jerry que grita: “¡Pásame jabón pal´pelo!”

New York, New York

La vida de Jerry, como la de muchos puertorriqueños, es inseparable de Nueva York. Allí creció y se formó como músico. A veces, le da por acordarse de su paso por el grupo de su padre, ese mismo que tocaba en el Casino Puerto Rico del Bronx. Allí vio en plena forma a Mon Rivera, a Machito y a Dizzy Gillespie. También nunca se olvida de su paso por los conjuntos de Mongo Santamaría, Ray Barreto y Eddie Palmieri.

           −Ahora Palmieri se quiere ir en una onda más jazz con su nueva banda, pero él podía hacerlo cuando estaba en su antiguo grupo −asegura con cierto desdén−.  Cuando yo tocaba con él, no me dejaba seguir mis instintos. Ahora está más abierto que antes. Me acuerdo cuando le hablaba y le hacía sugerencias, pero, como yo era joven, me trataba como un niño: ‘¿Qué sabes tú?’, me decía, y yo pensaba: ‘Está bien, tú no me respetas, pero vas a darte cuenta de lo que tengo aquí’. Cuando salió mi primer disco, Yo ya me curé (1979), Eddie me trataba distinto, con mucho más respeto. A Palmieri le gustaba mezclar los músicos con diferentes disciplinas. A veces pasaban cosas buenas; otras, era un mojón −ríe como si hubiese hecho una travesura−. Pero todo sus discos con Barry Rodgers son mis favoritos.

          Jerry se estira un poco, alcanza un porta cd y muestra los que lleva consigo. Se detiene un rato en los de Palmieri con Rodgers y comenta como para sus adentros: “Palmieri tocaba la forma típica y lo soltaba para la improvisación”, murmura. “Rodgers era más jazzista. Utilizaba acordes de Thelonious Monk. Con Palmieri siempre me preparaba el mismo montuno.  Para mí te encerraba en una situación en la que debías tocar típico, muy básico. Yo le decía a Eddie: ‘Vamos a cambiar el montuno, vamos a explorar porque da más colores, vamos hacerlo más interesante’. Le pedía más reto, y se negó. Dijo que sus acordes eran dominantes y que movían gente. ¿Pero qué comida le das a los músicos sin una base para improvisar? Barry Rodgers era mejor. Fue la influencia primaria de todos los jóvenes que tocaron trombón. Willie Colón lo imita muy mal. Él puede tocar el básico, pero no como Barry”.

          Esa situación de poco entendimiento fue uno de los motores para que Jerry reuniera a mucha gente en su casa del Bronx. Allí, entre camaradería y ensayos, un puñado de jóvenes y viejos músicos se apandillaron para aprender y grabar los dos álbumes del Grupo Folklórico y Experimental Nuevayorkino. Los discos, en los que hasta intervinieron Chocolate Armenteros, Manny Oquendo y Rubén Blades, se revelaron como dos joyas que aún conservan los amantes del sonido del Bronx y de la Fania Records.

         −A mí la Fania no me interesaba ni una gota −apresura con desprecio−. No me gustaba la forma como se aprovechaban de los músicos: les pagaban mal, les robaban las regalías… No respetaban ideas ni talentos nuevos. Si uno de esos discos caía de hit, se quedaban en esa onda para seguir grabando. Si no le gustabas a Jerry Masucci, no ibas en el disco. Aprendí eso tocando con Ray Barreto. Me acuerdo que estábamos grabando algo bastante experimental, con marimbas e instrumentos indios, entró Masucci y soltó: ‘What is this shit?’  Y yo me dije: ‘Coño, este es el disco de Barreto. Si él no tiene derecho de hacer lo que le da la gana con su propia música, ¿qué está pasando aquí?  ¿Esto está controlado por los gustos de Jerry Masucci?’ Ese tipo era policía, abogado y ladrón. Si conoces todo de policías y de leyes, sabes los trucos para engañar a la gente y robarlas.

          Jerry recupera las formas, apenas dice lo que siempre ha pensado sobre el creador del sello salsero y amaga por redondear su comentario inicial:  “El intento era honesto en el principio. Todos los músicos eran los que tocaban en el sello Alegre. Tico Records también falló y, ¡pum!, aparece Johnny Pacheco y Massuci, quien era el del dinero y quien puso para el primer disco de Pacheco. Yo recuerdo a Pacheco con discos en el baúl del carro, tirándolo por las calles, vendiéndolos, you know? Sus primeras grabaciones eran buenas. Luego evolucionó lo que ellos creyeron un estilo, que llamaron Fania Sound. Eso era una mierda, you know? Al final fue el único sello que grababa música latina. Todo el mundo entró al sello porque no había otro”.

          Muerto Massuci, y añejos los sobrevivientes de la Fania, quién queda en el panorama latino. ¿Podrían ser los Estefan de Miami?  “Esos son otros ladrones”, dice un Jerry descompuesto, que se para de su silla y da una vuelta. “Están conectados con una vieja mafia en Miami, y el marido de Gloria está controlando todo”.

          En este tramo hay que volver a sentar a Jerry. Se le tiene que regresar a Nueva York. Miami parece repugnarle. La siente distante, controlada, falsa.  El Bronx es diferente. Allí tocaba en las azoteas, jugaba fútbol y hasta una lesión en la pierna le regaló semanas de reposo con las que pudiese aprender a tocar los cueros. “Sí. Tengo muchos amigos y músicos en Nueva York, pero no me gusta la situación política”, dice mientras recobra el interés y vuelve a sentarse. “La policía está muy vigilante con los latinos y molesta. Te ven andar en la calle y por cualquier mierda te paran. Eres sospechoso si vistes de una manera o si tienes cierta pinta. Con (Rudolph) Giulani fue peor, tiró la situación muy para la derecha. Además, le dio muchos poderes ilegales a la policía. Eso es una jodienda… Con lo de las Twin Towers se puso peor. Yo estaba a dos cuadras de ellas, por Wall Street. Miré cuando se pegó el segundo avión, vi gente corriendo y tirándose desde el piso noventa. No esperaba que se cayera el edificio como lo hizo. Me metí de nuevo para no entrar en la locura que estaba en las calles. Suerte que no cayeron de lado, porque me hubieran aplastado”, sonríe. “San Juan de Puerto Rico es más tranquilo porque estoy en el campo. Evito los caseríos y no hay problema”, concluye con una pícara carcajada.

Jazz y especias

Ha pasado casi una hora de conversación. El minidisc ha terminado y Jerry se levanta para colocar otra música. “Sus discos y esos casetes son su vida”, comenta su novia en un momento en el que deja de tomar apuntes. Cuando el músico regresa, me entrega dos libros que está leyendo: La otra historia de los Estados Unidos de Howard Zinn y El perseguidor de Julio Cortázar. El primero, altamente recomendado por Jerry, es un largo ensayo sobre todos los desmanes norteamericanos; el segundo es el famoso cuento que el argentino escribió sobre la figura del jazzmen Charlie Parker. De repente, del equipo de sonido emerge una música fronteriza entre el jazz y el flamenco. Un disco envolvente y aún inédito de sus sesiones con Diego El Cigala, Josele, Paquete y Piraña.

          “He aprendido mucho con los gitanos”, reconoce muy complacido por el resultado que sobrevuela el ambiente. “Antes ni sabía qué era una bulería. Conocía las armonías del flamenco, pero no los ritmos. Me sorprendió el cajón, su percusión me atrajo. Yo soy rumbero, y eso me animó más que ver a un cantor con guitarra. Me dije: ‘Ya están poniendo la timba. ¡Me gusta!’ Para mí los ritmos son muy relativos. El guaguancó tiene muchas cosas. Yo les digo a los gitanos: ‘Esto es guaguancó y tiene flamenco’. Y ellos se acercan más para meterse en el ritmo”.

          Pero si de aprender se trata, Jerry ha aprendido bastante con todos. Su vida puede biografiarse a pedazos, cada cual mejor que el otro. Vio en acción a los grandes Bill Evans, Miles Davis, Kenny Dorham y Dizzy Gillespie, con quien era casi inseparable. “Una tarde pasamos por el vecindario de Queens donde vivía Louis Armstrong y Dizzy me dijo: ‘Vamos a ver si está en casa’. Pasé una tarde como si fuese un estudiante escuchando a dos grandes maestros. Armstrong y Dizzy fumaban maría todo el tiempo y tuve que acompañarlos”, dice. Apenas habla de la yerba innombrable, cómo no preguntar acerca de sus míticas y maratónicas sesiones en la casa madrileña del argentino Andrés Calamaro. 

        “Con él hice algunas cosas que sorprenderán a mucha gente”, opina con seguridad de hit.  “Metimos un flamenco con Andrés tocando sus cosas. Si soy sincero, no lo conocí antes de llegar aquí, porque yo no le pego el oído a la música popular. Tú sabes, yo me mantengo en el jazz y en la rumba… Calamaro tiene pinta de Bob Dylan. En su casa tiene todos sus discos, los vi y me dije: ‘Este tipo quiere ser Bob Dylan, aunque canta un poco mejor’. Hago colaboraciones con mucha gente que funciona, pero no me gusta el rock and roll, ni siquiera la música que oí de Calamaro. Tiene talento, ideas y mucho arte en su estilo de vida. En la música popular, puede hacer lo que le dé la gana. Puede imitar casi todos los estilos”.

          En el fondo, eso es lo mismo que está haciendo Jerry González, aunque no lo asuma abiertamente. No sólo ha tocado con Calamaro y con los gitanos, sino también con la cantante Martirio, con quien ha realizado una de las fusiones más extrañas que se conozcan. “Es que la vida de un jazzmen es muy dura, brother”, reconoce. “La gente que toca música popular lo tienen hecho: ganan mucho dinero y fama. Lo tienes con Operación Triunfo”. Sin embargo, lejos de todos los reconocimientos mundanos, Jerry González es de los que cargan la rúbrica de la música que a él le gusta hacer. Quizá por eso su revisión de los sonidos de Thelonious Monk en clave latina, Rumba para Monk (1988), ganó el French Grand Prix de la Academia del Jazz. Así que, si él dice que uno u otro músico cojea, es menester tomar en cuenta sus palabras.

        “En Cuba la música tiene una calidad muy fuerte, pero en el momento de ahora están tratando de imitar el sonido de Nueva York”, dice antes de fundamentar su percepción-. “Estaban muy bien con el songo, ya sabes: Ritmo Oriental, Irakere, los Van Van… Irakere impresiona pero, después de verlos en gira tres o cuatros veces seguidas, te das cuenta de que tocan los mismos solos. Así que tan buenos músicos no son. Necesitas una situación de mayor creatividad y eso refleja la forma de educación allá: militarista. Alguien dirige, y todos hacen lo que el director dice. Hace falta la libertad de expresión dentro del grupo. Pueden tener muy buenos músicos y solistas, técnicamente, pero falta creatividad. Por eso creo que Arturo Sandoval es un gran trompetista, pero no es un jazzista. Sólo está aprendiendo algo del género. Él domina la técnica de la trompeta increíblemente, pero si cantan una balada, él no te toca, te grita. Sube alto, te toca un millón de notas, y se cree que es una guapería porque nadie puede tocar así. Eso no vale. No es jazz”.

          Esa franqueza, mezclada con sus múltiples leyendas de exacerbado malditismo bohemio, ha luchado por anularlo una y otra vez. Jerry lo sabe y lo reconoce sin problemas: “La gente tiene miedo de acercárseme. No sé por qué, quizá están intimidados por lo que soy y hago”. Baja su voz con cierta pena: “Una persona me llamó para una sesión de música popular. No me gusta eso pero lo hice por dinero”.

          Jerry muestra su lado más cansado y sosegado. Al lado de su novia, como un patriarca bonachón, me ofrece un pedazo de tarta que había comprado esa misma mañana en el supermercado. Ríe, se pasa las manos con cansancio por el rostro, muestra algunas fotos, más libros bilingües y, en medio de una tarde crepuscular, dice entre música: “Estoy mareado y cansado, brother”.

         Un tipo así no debe ser una mala persona.

Madrid, 2002