Esta ciudad amanece por Petare y se pone de luto en las páginas de sucesos. Pero ofrece gestos de solidaridad bajo tierra, o sea, en el Metro.
Alma Guillermoprieto dice que cuando llega a una ciudad para hacer una crónica se fija en cosas muy imprecisas como la luz y el sonido de fondo. Para ella, Buenos Aires tiene un sonido muy musical; Managua es como un murmullo, y Ciudad de México, estridente. Quizás Caracas sea –no lo dijo, es sólo una especulación− el ruido sordo de sus motos de alta cilindradada y adrenalina a millón.
El individuo colgado de la barra del Metro atiende sólo a su ipod como si dentro estuviera resuelto su enigma existencial. No le hace falta una luna.
En el asiento de al lado una florida y carnosa morena −el marido enfrente, parado, carga el bolso con los pañales− se descuelga una tira de su blusa y le mete una teta como una luna llena en la boca al carajito que lleva en brazos. En la superficie Caracas es más recatada porque el Ávila todo lo vigila e infunde temor en los cuerpos. Aunque, claro, se le escapan sucesos entre el asfalto y el cemento.
SN
Foto: Francisco Arteaga
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