NO ES ROCK AND ROLL PERO FUNCIONA

Esto es Milwaukee, en Wisconsin. Uno de los lugares de USA donde la gente traga más alcohol. Allí estuvo Peter Gabriel, ex Genesis, el miércoles pasado con sus canciones sin frontera; ¿no es a esto que llaman word music?

Sebastián de la Nuez

Una larga fila de espaldas tapan los urinarios del baño de caballeros justo cuando la New Blood Orchestra ensaya los últimos acordes que ponen fin al concierto de Peter Gabriel. Los recios espectadores han aguantado hasta último momento porque Gabriel se dedica a desempolvar maravillosamente las piezas de su disco So y quizás nadie ha querido perdérselas. Termina con una remozada versión de la ya clásica Don’t give up. No está Kate Bush, pero una bellísima rubia de nombre Ana Brun le hace el quite y sale airosa del compromiso.

Algunos red necks congregados en el anfiteatro se han retirado temprano al darse cuenta de que el espectáculo de Gabriel va más de concierto sinfónico que de festival rock. Nada de batería o guitarras eléctricas. Cuerdas, vientos, voces. Por eso no puede interpretar la sabrosa Sledgehammer. Hubiese sido como ponerle tambores a Eleanor Rigby.

El festival en el marco del cual se presenta Gabriel es Summerfest, encuentro anual de verano para chicos y grandes; pero seguro convoca a más fanáticos de las motocicletas Harley Davidson que ningún otro evento musical en Estados Unidos. De cualquier modo, a esta hora se  puede decir que la entrega 2011 del festival es un éxito de público y de crítica: rock and roll del bueno a borbotones durante doce días −hasta el 10 de julio− y puedes embucharte tantas cervezas Miller Lite como dinero tengas en el bolsillo. ¿Quién puede pedir más?

Eran las 11:20 pm del miércoles 29 de junio en el complejo ferial de Milwaukee cuando Gabriel abandonó la escena, luego de dos horas y media largas de concierto. Era el cierre de su gira Rasca mi espalda (así se llama el disco que editó el año pasado). Explicó algunos detalles de lo que a continuación interpretaría, dijo un par de cosas graciosas que sólo los yankees entendieron y dejó, en ocasiones, que el tiempo transcurriera mientras afinaban sus instrumentos los 50 miembros de la New Blood. Un equipo que suena como si acabara de bajar del cielo.

Es un tipo noble, Gabriel. Rindió homenaje a los músicos; brindó piropos a sus dos cantantes. A la Brun, incluso, la dejó abrir el concierto con un par de canciones acompañada solo de su guitarra. A los técnicos los incorporó al final a cantar, todos ellos ataviados con sus overoles rojos.

Mientras desgranaba melodías de nostalgia, desgarramiento y alarma –algunas salpicadas de buenismo candoroso−, unos metros más allá metían ruido grupos metálicos no identificados: enturbiaron la noche a quienes pagaron menos en el Marcus Anphitheater, o sea, los que se encontraban más lejos de Gabriel. Así es el más extenso de los festivales musicales del mundo; en el complejo ferial donde se escenifica Summerfest hay once tarimas muy bien montadas aportando decibeles sin interrupción desde las cuatro de la tarde hasta las once de la noche o más allá. Más el Marcus, al que se accede mediante un pago extra. Cuando Gabriel terminó, todavía andaban por allí con mucha fuerza y público nutrido gente como Hall and Oates y Buddy Guy.

Sin encore

Gabriel hizo una pausa de treinta minutos luego de su homenaje particular al líder surafricano Steve Biko. En ese lapso, el limpio cielo de Milwaukee vomitó toneladas de fuegos artificiales.

Así es la vida: ese señor vestido de negro con su lucida chiva de  terciopelo gris fue rockero alguna vez –sinfónico, progresivo, avant o como quiera usted llamarlo−  y los discos de su grupo, Genesis, pasaban de mano en mano entre los jóvenes del este de Caracas a finales de los setenta, especialmente el triple The lamb lies down in Broadway. Es la suya una madurez refinada, caballeros: no baila como antes ni se mete en una maleta al final del show, pero hace que la gente aguante las ganas de vaciar su vejiga hasta que no pueda más.

El Summerfest es rhytm’n’blues y rock and roll. Pero se pasea por el jazz, coquetea con la música indie y le da la mano a las iniciativas étnicas que rondan la ciudad. También es magia, tambores, coros de gospel, rancheras mexicanas. El festival y su logo −una sonrisa más dos pepas negras encima− constituyen la cara feliz y ruidosa de un pueblo en deuda, musicalmente, con África.

Eso lo sabe muy bien Gabriel.

Fotos cortesía de Alejandro Briceño.