De la pandilla no hay retorno

El profesor y sacerdote Héctor Rossenberg Aparicio es un individuo de talante tranquilo. Nadie podría deducir, al comenzar a hablar con él, que todos los días lidia con una sombra asesina. Rossenberg trabaja en el centro del infierno que padece San Salvador, es decir, en una escuela situada en medio de Zacamil, populosa barriada donde reinan las maras. Su opción de trabajar por los más desamparados está limitada por este poder tan juvenil como sanguinario: «Una vez que un joven entra a una pandilla no se puede rescatar», dice. O sea, ni los representantes de Dios en la Tierra tienen herramientas para evitarle la fatalidad

Antes de venirse a Caracas –hace un mes para el encuentro Constructores de Paz en la UCAB− le había llegado un muchacho muy presionado por los pandilleros para que se incorporase. Dijo que estaba amenazado. Ya andaba con su pistola. «A mí me van a matar pero me tengo que llevar a uno o dos conmigo», dijo.

Esa era una alternativa; la otra, irse del país. Cosa que este joven no estaba en condiciones de hacer, sin recursos ni familiares que lo ayudaran. El jesuita Rossenberg sabe de todo esto y no puede hacer nada. No es la voluntad de Dios la que está en juego; es la ley de las maras, las temidas pandillas centroamericanas compuestas de jóvenes que no tienen nada que perder excepto sus vidas.

En su tarea diaria como director de una escuela Fe y Alegría en el sector Zacamil (municipio de Mejicanos, al norte de San Salvador; una de las zonas del país y quizás de Centroamérica más empobrecidas) a Rossenberg le llegan a menudo noticias de niños de diez años a punto de entrar a una mara. A esa edad son usados bien para la extorsión (ir a los negocios a pedir la renta), bien para vender droga o información. Son los primeros pasos. A algunos les dan pistola; sobre todo a quienes muestran ánimo para usarla.

Hay algunas instituciones que les ofrecen espacios como para que se calmen, cuenta Rossenberg, pero a eso no se le puede llamar rehabilitación. De hecho, en el documental La vida loca se muestra una de esas experiencias. Son talleres. Donde Rossenberg trabaja hay uno de carpintería, pero más que nada es un espacio terapéutico. Se le brinda al joven apoyo, acercamiento.

De parte del Estado ha habido algunos intentos; por ejemplo la creación de granjas. Pero no hay nada sistemático en materia de leyes de rehabilitación. Lo que hay son leyes represivas.

 

TRABAJAR CON LA SOMBRA AL LADO

Hay jóvenes de las maras estudiando en las escuelas; a veces son sus jefes quienes los mandan a estudiar. En ciertas escuelas las maras han establecido comunicación con los maestros y el director para sacar muchachos de ahí, mover el tema de la droga, desarrollar un sistema de extorsión: en fin, perpetuar el control en la zona. Con fe y Alegría la relación ha sido, al menos, más respetuosa. Si se puede hablar en tales términos.

Es asombroso cómo se llega a un acuerdo para mantener la paz dentro de las escuelas. En algún caso, el director puede llamar al jefe de una mara y decirle que uno de los suyos se está portando mal. Ellos, los jefes, son quienes les llaman la atención. El director no se puede meter a castigar a un alumno perteneciente a una mara.

El miembro de la mara en su rol de estudiante sabe que tiene que ser uno más dentro del plantel y obedece a sus autoridades. Eso forma parte de sus códigos.

Con Fe y Alegría hay acuerdo para que no molesten dentro, para que dejen hacer el trabajo educativo y mantener de este modo, más o menos, un ambiente de tranquilidad en la zona. Sucede, sin embargo, que hay un nivel de desarrollo que excede la organización comunitaria: cárteles.

−Es muy peligroso moverse. No se sabe. A veces uno puede tomar un acuerdo que realmente al final no vale en el caso de ellos.

−¿De dónde viene la costumbre de los tatuajes?

−Ya los muchachos no se están tatuando. Eso ha quedado para los históricos. Es una forma de expresar su identidad, la zona a la que pertenecen, su familia, lo religioso. Pero actualmente casi no se se tatúan. Como le digo, entran a las escuelas y probablemente a las universidades también; incluso a las instituciones públicas y privadas.

−Pero veo el papel de Fe y Alegría muy limitado. Las maras constituyen un Estado local paralelo, ¿no?

−Prácticamente. Como le digo, hay que negociar mucho. Igual los recursos son muy limitados, a partir de proyectos, dependiendo de donaciones. Por eso también el riesgo debe ser muy pensado: hasta dónde podemos llegar y el tipo de abordaje.  Nos ha salido mucho más conveniente trabajar todo el tema de prevención. Una vez que un joven entra a una pandilla, no se puede rescatar. De cien jóvenes, pueden ser nada más dos los que entren. Esa es la lucha. Igual podemos trabajar cinco años o más y al final se va con la mara. Pero es mejor que trabajar con cincuenta pandilleros y que al final ninguno se vaya a rehabilitar. Y que termine muerto o en la cárcel. Lo único que podemos hacer es acompañarles, decirles que son seres humanos y que tienen derechos; y que aunque hagan cosas malas no los vamos a juzgar sino que estamos ahí para acompañarlos. Como a todos. Los hacemos sentir al menos no rechazados por Fe y Alegría. Aunque el resto de la sociedad los quiera condenar a lo peor.

−¿El Estado no invierte en prevención?

−Es lo que menos se hace. Sí se hace todo un trabajo represivo. Lo último, sacar la Fuerza Armada a la calle, cosa que según nuestra Constitución no es posible. No están para hacer un trabajo de seguridad pública. E históricamente son violadores de derechos humanos.  

Ver a la fuerza armada en la calle no genera confianza sino miedo. Aunque hay una parte de la población a la que sí le gusta la idea: mientras más soldados, más policías, más segura se siente.

Pero el nivel organizativo y el armamentismo de las bandas y el crimen organizado siempre va un paso adelante. Es una situación compleja. No se vislumbra una solución. Hay discursos e ideas pero no recursos. La sociedad civil a través de las ONG y los movimientos juveniles mantienen el trabajo. En el centro donde estoy en Zacamil llevamos 17 años con experiencia en prevención. Si no hubiese estado Fe y Alegría ahí, no sé qué sería. Pero hoy en día hay centros comerciales, todo tipo de ventas, un desarrollo en la comunidad que Fe y Alegría acompaña, a veces mucho más que el gobierno municipal; aunque no tengamos mayor cosa que ofrecer sino educación informal. Pero la gente se siente acompañada, y eso da fuerzas para seguir trabajando y mantener la organización, que se ha fortalecido.

En Zacamil las familias suelen ser numerosas (entre cinco y ocho personas por casa) y la mayoría de los habitantes se ocupa en buhonería; hay mucha prostitución y venta de drogas. Embarazo adolescente, HIV y cero programa por parte del Estado para intentar mitigar algo de eso. Prácticamente no hay Estado.

 

 Un día de trabajo para Rossenberg en su rol de director del centro educativo, según su descripción, luce bastante administrativo y global. Integra todos los esfuerzos. Su misión principal es impedir, en lo posible, el abandono de la escuela por parte del muchacho. Que no repita de grado y que se mantenga estudiando. Si lo han expulsado de su clase, tratar de integrarlo de nuevo. Si va mal, platicar con su maestro. Observa la alimentación: a Rossenberg le preocupa si los niños comen o no.

En su escuela hacen vida unas 500 almas, contando alumnos y no alumnos. Es un centro mixto. Dice Rossenberg que hay una situación de violencia intrafamiliar terrible, y por eso muchos niños prefieren estar en la escuela que en casa. Es el sitio donde pueden expresarse y recrearse.

−¿La religión sirve de algo ahí?

−Pues hubo un tiempo que sí. Hay muchas iglesias que surgieron en la zona, pero últimamente la gente se está saliendo, no pertenece más. Hay una búsqueda espiritual pero no hallan cómo. Pero sí es muy importante, más que una religión, la espiritualidad. Y estamos viendo cómo aprovecharlo desde nuestra pastoral. 

 

EL CASO POVEDA

Recientemente condenaron a los asesinos de Christian Poveda, el autor del documental La vida loca que realizó precisamente con los auténticos integrantes de La 18. Rossenberg explica que las investigaciones arrojaron que, en efecto, Poveda se había ganado la confianza de los delincuentes, en la zona de La Campanera (donde precisamente habrían de asesinarlo) para que brindasen colaboración en su documental. Pactó con ellos no incluir algunas partes grabadas en la versión definitiva. Pactó, además, no presentarlo en el país. El detonante, al parecer, fue un chisme que se filtra según el cual –y esto no era verdad− le estaba pasando información a la Policía. Por eso se planeó el asesinato, justo cuando buscaba realizar una segunda parte.

También se ha comentado la venta del video en El Salvador, y aunque él no tuviera la culpa (seguramente era una copia pirata), igual tuvo que pagar con su vida.

Sacamos mucha lección quienes estamos trabajando en esto –dice Rossenberg en referencia al caso Poveda−: ver hasta dónde podemos involucrarnos. Uno no les puede decir «esto les va a ayudar» ni podemos ser voceros de ellos. Ellos tienen que tener su propia palabra. Aunque trabajamos en la prevención, convivimos con ellos en la zona.

Todos, incluyendo educadores, deben tener cuidado con las preguntas que hacen y con la información que manejan. Porque puede resultar letal./SN