El talento en blanco y negro

Gustavo Acevedo, reportero gráfico de El Globo, sabe capturar personajes con su objetivo personal, detallista. A veces los pone a posar, a veces los atrapa en actitudes absolutamente espontáneas. Una alumna del Noveno Semestre lo trabajó en esta entrevista imaginaria, ofreciendo matices de un profesional extraordinario y, a la vez, un ser humano entrañable

 

Adiala Salas Bellorín

El encuentro estaba pautado «entre las 10:00 y 11:00 de la mañana… por ahí» en un sitio cuyos árboles y bares guardan los mejores secretos y recuerdos de una época de hervidero intelectual y artístico. Es el único pasaje del bulevar de Sabana Grande que no tiene postes de luz eléctrica: de día se alumbra con la luz del sol y de noche con la lumbre de los yesqueros que encienden los cigarros: el callejón de La puñalada.  Bajo la sombra de un árbol está Gustavo Acevedo en este antiguo pasaje Asunción; para Acevedo, el callejón de La daga, «para darle un poco de caché, tú sabes».

Acevedo es un bohemio de aproximadamente un metro con 80 centímetros, piel blanca, cabello castaño en pico de viuda con algunas canas floreciendo en las sienes, jeans rotos en las rodillas, camisa de un azul desteñido con las mangas recogidas bajo los codos, lentes Ray Ban, zapatos que denotan ese caminar incansable de los fotógrafos, esos que patean la calle en busca de la noticia; y, por supuesto, su pasión: una cámara Zenit último modelo que le costó unos cuantos bolívares, pero no de los fuertes.

No tiene celular, lo perdió en una marcha. «Estaba encima de un árbol tomando fotos, se me cayó y rodó». Dar con su paradero fue una tarea titánica, casi de persecución, esperando cualquier momento para atraparlo en la entrada del diario El Globo. Anda a pie porque el carro lo vendió para poderse comprar esa cámara digital profesional  que lo tenía enamorado. Invita a la reportera a entrar a un bar que «tiene toda la vida» en el callejón. Por aquí ha pasado de todo, desde «el típico borracho llorón hasta actores, políticos, poetas, escritores. Aquí se mezcla la salsa con el bolero. Uno se la pasa moviendo ese esqueleto»,

El piú bello, como le dicen sus compañeros de El Globo por lo conquistador y lo galán, ronda los 50 años y el reflejo de una vida excitante, siempre al borde del peligro, deja huella en su rostro junto con el paso de los años. Se quita los lentes y al desnudo quedan sus ojos verdes penetrantes, aunque cansados por una fuerte noche. Se acerca a una mesa para dos, saluda a lo lejos a algún conocido:

Quihubo, papá –le dice.

Dos mujeres en la barra lo observan como una presa apetecible. Le pide a una mesonera «dos negritos allí». Acevedo se toma el suyo en un solo sorbo. Al rato saca una bombita de Nasonex  e inhala: es asmático y el frío hace de las suyas. Es un hombre de la noche, de los lugares prohibidos, de las prostitutas (pero no para acostarse con ellas); de los estímulos, como esa minoría que ve más allá de lo normal, como la mayoría que vivió sus 20 en las décadas de los 70 y 80. Esos estímulos que permiten una conexión mucho más amplia y directa entre alma y realidad.

Pero también le preocupan la miseria, los niños de la calle, ese drama social que fue durante muchos años tabú en el país; es uno de los precursores de la fotografía social.

«Actuaba en teatro cuando empecé a leer libros de fotografía, luego pasé al cine y, bueno, heme aquí».

Acevedo se paseó por cine el y el teatro, donde perfeccionó sus técnicas como fotógrafo «gracias a unos instructores excelentes». Luego estuvo un buen tiempo trabajando en Corpoven pero su despegue de talento se dio cuando entró a Feriado, suplemento de los años 80 de El Nacional, en donde se convirtió en el reportero gráfico estelar. De allí se fue a trabajar a Letra G de El Globo. Una vez que Letra G desapareció, se quedó como fotógrafo en el diario hasta hoy.

Tiene un poder de seducción innato. No es solo por sus características físicas sino por la facilidad con la que te hace sentir que lo conoces desde hace años, con nada más tener unos minutos hablando con él. Una actriz «pelirroja, bellísima» fue su primera esposa, a quien conoció en los avatares teatreros y amó mucho. La llevaba en la parrillera de su moto, cual escena de película. Estuvieron juntos varios años, tal vez menos de diez. Ella estaba muy enferma de cáncer y murió.

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Todo el que entra por la puerta del oscuro bar lo saluda con alegría, con aprecio. «Guapo…», «catire», «bello», son algunos de los saludos. Se ríe y hace chistes. Pero, en la belleza masculina de su rostro, resalta una cicatriz en el pómulo derecho, huella imborrable de su estilo de vida.

−Una vez estaba haciendo unas fotos, no recuerdo si para unos fascículos de Corpoven, y montado en la azotea de un edificio, caminando hacia atrás, no me di cuenta y me fui por el precipicio. Todos me creían muerto, pero caí sobre unos árboles que me sostuvieron como un Cristo. Las ramas me atravesaron todo, pero nada vital, ya ves. Lo que sí recuerdo bien es que fue tremendo coñazo [risas].

Hasta ahora ningún infortunio del destino ha impedido el trabajo de este fotógrafo que no usa flash ni color porque «la luz natural en fotos de blanco y negro logra un contraste de otro mundo, una realidad distinta». Su talento lo hizo ganador en 1993 del premio Luis Felipe Toro por la serie fotográficas Olvidados del confín expuesta en el Museo de Bellas Artes. Sin embargo, recuerda con mayor nostalgia un reportaje del tren de Puerto Cabello-Barquisimeto:

Fui con Luis Alberto Crespo a hacer un reportaje. Era un tren precioso, lleno de campesinos y vendedores de vasijas. Vivir toda esa experiencia fue un trabajo muy bonito. Toda una aventura. Crespo siempre me dice que a veces toco la pintura expresionista con mis fotos. Yo no me creo esa vaina, solo tomo mi foto de lo que busco o de lo que aparece y me gusta, pero el trabajo lo hace la combinación entre noticia y estética, la luz, el contraste del blanco y el negro.

¿Es posible la humildad en un periodista, de alguien que pelea porque se reconozca su trabajo en público? Sí. Y sin duda alguna cabe la afirmación: Acevedo es un tipo humilde. No solo porque su billetera sea un desastre, ni siquiera por ser un «chuleador de cigarros» o porque, a pesar de haber cautivado a Lucelia Santos (La esclava Isaura) no se da cuenta de su sex appeal; su humildad está en la angulación de sus fotos que plasman lo más profundo del objeto que observa, como una prolongación de la realidad. En la facilidad que tiene para ganarse a los marginados, prostitutas, homosexuales, indigentes, viciosos; solo una persona que sabe escuchar y observar, que sabe dejarse de lado, puede lograr esto. Gustavo Acevedo no firma sus trabajos ni los conserva. Es matemático, puede tomar cincuenta fotografías para solo entregar dos: «Una para adentro y otra para afuera». No miente; simplemente no da explicaciones. Se confiesa embarcador por excelencia:

Charito, una pana, decidió casarse. No sé por qué, yo no llegué a la boda sino a la fiesta. Pues bueno, Charito se quedó sin fotos del matrimonio. Eso fue hace más de veinte años y hace poco, cuando vino Bebo Valdés, me tocó cubrirlo y me encontré a Charito con su esposo allá. Voy un rato a trabajar, regreso a donde están ellos sentados, nos caímos a palos y luego le digo a ella: “Y al negro éste, ya se le pasó la arrechera [carcajada]. El negro siempre me saluda engorilado y de reojo porque, claro, no supera el embarque de las fotos.

Alegre y desenfadado con todo en la vida, quizás irresponsable menos con sus hijos y con su trabajo, como quien dice siempre cumplo con el mandado.

Coño, a veces me paso. Una vez, en El Nacional, teníamos un evento y se necesitaba un fotógrafo. El jefe, no recuerdo su nombre, tenía treinta y pico de años trabajando en el diario y se conocía cualquier coba que le fueras a meter. Era un carajo bajito, trigueñito, simpatiquísimo, maracucho. Era muy nervioso y cuando le faltaba algo o no estaba bien iba de un lado a otro, abría la puerta de la Redacción, la cerraba, se ponía a esperar al primero que llegara para la pauta. Total que ese día me llama al celular, cuando aún tenía, y yo iba retrasado porque había estado en El maní, creo, en una de esas rumbas, tú sabes, y le digo: “Voy en taxi, llegando”. El tipo se queda esperándome en la puerta, la abrió y, con la pea que yo cargaba, entré de cabeza a los pies del director. Aterrizaje de cabeza en la pista y se me borró el mapa. No me acuerdo de más nada, aunque sé que me fui a trabajar así [más carcajadas].

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En este ficticio encuentro de media mañana, Acevedo saldría a buscar a «los chamos» al colegio y los llevaría luego al parque, para que a su esposa se le pasara la bronca por la rumba de la noche anterior. Era 27 de junio, día del periodista, y tenía la jornada libre pero quizás pasaría por la marcha a tomar unas fotos «en busca del tesoro perdido». Luego iría a celebrar con la gente del medio.

A seis años de su trágica muerte, tal vez consecuencia lógica de su estilo de vida, los colegas de Gustavo Acevedo lo recuerdan como un artista impresionante cuya fotografía audaz y novedosa mostraba cómo miraba su ojo: «Una increíble imaginación para plantear la realidad, la inmediatez de lo cotidiano, la noticia a través de la estética».

El pesar de que «tanto talento se haya perdido en la víspera» cubrió de negro el 27 de junio de 2005, día de su desaparición.