Un sensible con método

Hace tiempo dejó de ser rojo para convertirse en un serio defensor del libre mercado. Pero el economista, filósofo, profesor y articulista Emeterio Gómez encierra mucho más que eso en sus enfados y en sus serenas reflexiones éticas

 

Patricia Sulbarán Lovera

Emeterio Gómez ha escrito quince libros en sus 69 años de edad. El primero de ellos se titula Marx, ciencia o ideología y se publicó en el año 1980, cuando el marxismo y el comunismo ya tenían una presencia amarga en el pensamiento del economista y filósofo.

Su libro más reciente dista mucho de parecerse a aquellos días de militancia en el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria).  Con sólo leer el título ya es notorio que Gómez ha sido muchas personas en una sola: ¿Qué es lo humano…en ti? Abandonados los tiempos de ilusión en la lucha de clases, su madurez lo llevó de la mano hacia un sendero quizás menos reaccionario, el del estudio e investigación de la ética.

Al teléfono, Gómez es la sequedad hecha persona con el desconocido. Una periodista del periódico El Mundo lo tilda de “no muy simpático que digamos”. Su voz transmite un poco de hastío, como si fuera un cantante de rock  o una estrella de Hollywood con incontables entrevistas acumuladas. Y no es para menos, durante más de veinte años ha sido una de las fuentes económicas más consultadas por los periodistas, muchos de los cuales no deben ni haberse enterado de que Gómez es filósofo con casi la misma antigüedad que economista.

Desde La Vecindad, el pueblo de la isla de Margarita conocido por su elaboración de hamacas, hasta su actual residencia en Los Palos Grandes, Gómez ha recorrido y vivido en muchos lugares, siempre con un libro en el maletín y un manojo de hojas en blanco para tomar notas. Su grafía es un garabateo que pocos deben entender, y alternando entre bolígrafos rojo y negro da fe de que ni en los ratos libres para de investigar.

 

CUANDO LOS INTELECTUALES ERAN ROJOS

El hombre de la nariz aguileña, reflejo de la fisonomía indígena que heredó de su padre, forma parte de una generación difícil y ambivalente.  Estudiantes, caras de la lucha armada, defensores del comunismo que se adentraron en las sierras a defender una revolución que concluyó en algunos jóvenes muertos y otros resignados. Gómez respira profundo. Se afecta y en el suspiro se aguan sus ojos cuando recuerda el episodio de El Guapo, cuando lanzaron de un helicóptero al vacío al que era su jefe del MIR, Víctor Soto Rojas. Apenas con 24 años ni pasaría por su mente que a los casi setenta años, antiguos compañeros de partido ahora se dividirían entre opositores y chavistas.

Gómez pertenece al primer grupo, aunque haya dejado de creer en el comunismo desde que leyó en profundidad a Marx en la década de los setenta

“Mi separación vino con el estudio sistemático de su obra. En El Capital lo que hay es una sarta de tonterías. Es muy abstruso, y la gente creía que era una cosa muy profunda aunque no se entendiera. Pretender que el trabajo es la fuente exclusiva del valor de todas las cosas es absurdo”.

Para el grueso de los estudiantes —excepto para algunos eternamente idealistas—, esta reflexión de Gómez resulta evidente en un mundo que se mueve bajo el esquema capitalista, aun en crisis. Pero el ambiente de la Universidad Central de Venezuela desde 1960 a 1965, los años en que Gómez estudió Economía, no se prestaban a mayor diversidad: todo el mundo era rojo. “Entre nosotros mismos bromeábamos, porque en lugar de cursar cinco teorías económicas, les llamábamos Comunismo I, II y así en adelante”, dice mientras se ríe en un recuerdo simpático de aquel tiempo turbio. Resulta que Gómez es un hombre que sonríe bastante, con una vitalidad que cobra todavía más relevancia tras haber salido ileso de una cirugía a corazón abierto y un cáncer prostático.

Interrumpe la conversación una llamada de su esposa, Fanny. Rápidamente se excusa pues una “chama” lo está entrevistando. Repite por segunda vez la frase “ok, yendo siempre a lo más importante…”, para retomar el hilo. Momentos después indica qué nombres o reflexiones quisiera que merecieran “un parrafito” en la entrevista. A Gómez lo acompaña el método, la rigurosidad de quien escribe a diario, ya sea para su columna en El Universal o para alguna de las ponencias sobre responsabilidad social y ética que dicta en empresas privadas.

 

OFICINA NÚMERO 1

En 1946 El Tigre era un terreno en el que vivía gente por un solo motivo: se explotaba el petróleo, la fortuna de la nueva Venezuela. Emeterio Gómez jugaba pelota con sus amiguitos a cincuenta metros del pozo en el que trabajaba su papá, quien mudó a la familia de Margarita a Anzoátegui. “En ese campo, que se llamaba Oficina número 1, estaba muy marcada la segregación. Los hijos de los obreros estudiaban en colegios de excelente calidad, pero adentro nos separaban de los americanos”, dice quien observó de cerca al aparato productivo que sostiene a la economía nacional. Y terminó siendo economista.

Una página web cualquiera le atribuye al nombre “Emeterio” la cualidad de “naturaleza diligente, cuidadosa y emotiva”. Todo lo que su padre no fue. “Él era el típico semental pueblerino. Tuvo 26 hijos y me marcó negativamente”, dice sin mayor emotividad. La mención de su madre le trae expresividad al rostro, tiene mucho que agradecerle. Cuando su primera esposa falleció en un accidente automovilístico del que sobrevivieron él y sus dos hijos entonces pequeños, su mamá contribuyó con su crianza.

Inmediatamente vinieron los estudios de planificación regional en el Instituto de Estudios Sociales de La Haya, el posgrado en filosofía en la Universidad Simón Bolívar y el doctorado en  economía en la Universidad La Sorbona. En 1973, recién llegado de los Países Bajos, una mujer apareció con una batola indígena en la clase de economía que dictaba en la UCV. “Como era guajira, se ponía esas ropas autóctonas para pavonearse”. El profesor terminó casándose con la alumna, una mujer llamada Fanny con la cual ya tiene 38 años de relación y dos hijos.

 

ÉTICA PARA EMETERIO

La filosofía ocupaba un lugar casi tan importante como la economía durante la juventud de Gómez. El detalle era que en la década de los ochenta resultaba muy difícil vivir de ella en el país. Por un inconveniente en su posgrado de la USB, tuvo que volver a cursar todos los créditos y justo en 1992, cuando ocurrió el golpe de Estado al presidente Carlos Andrés Pérez, Gómez entendió al fin que la economía pasaría a segundo plano en su vida. La influencia del pensamiento de Juan Nuño y Alberto Rosales desde la academia lo impulsó hacia una búsqueda  de investigación de la ética.

Gómez dice que, como buen pueblerino, no llegó a entender ni disfrutar de la música clásica sino hasta los 28 años. Su referencia más próxima es que era “música de difunto” y aún no le coge el paso a la ópera. Pero su sensibilidad, también pueblerina, ha determinado un profundo conocimiento sobre los valores y la religiosidad en la sociedad contemporánea.

“Un día tuve que presenciar cómo un fenómeno de la conducción orquestal le armaba un zaperoco a la conserje de mi edificio, como si fuera una esclava. En esa situación está un ejemplo para ilustrar la disociación que existe entre la ética, la estética y la religiosidad en Occidente”.

Argumenta que la discusión no debe estar en si el sistema capitalista es el adecuado, porque es la única vía y es un esquema con el que hay que batallar. Entiende la crisis en Europa y Estados Unidos como una “crisis de valores como sustento de la sociedad” y allí rescata una frase que le influenció de la película “La Pasión de Cristo”, de Mel Gibson: “Amar al que te ama no tiene ningún mérito”.  La verdadera cuestión ética está en perdonar las ofensas.

En una breve biografía que escribió para su blog, un espacio que administra una de sus hijas, menciona que “profesa la religiosidad como forma de conectarse con el otro”. Y como buen ético, no podría hablar de un ente fuera del ser humano, sino de este en sí mismo.  “Hablo de religiosidad y no de religión porque la primera ahonda en la dimensión espiritual del ser humano, que es inalienable, un absoluto”, comenta mientras se desata un chaparrón en la calle que despierta más de una reflexión sobre este mundo.

De pronto comienzan a caer las hojas otoñales de un gran árbol que está frente al café. Gómez, haciéndole justicia a su estampa indígena y como quien expresa una profunda percepción de lo simple sin darse cuenta, dice: “¡Mira! Qué belleza”.