Capote y su látigo

Si de escribir se trataba, ni Capote estaba a salvo de su propia pluma. El texto perfecto estaba detrás de las buenas historias y quien las viviera era candidato a formar parte de su larga lista de trabajos o su corto círculo de amigos

 

Carla Valero Lizarzábal
 
Jugar con la ética podría quitarle el sueño a los buenos escritores.  Hay que tener la sangre fría para escribir sobre un amigo que pronto va a morir. Bien fría para que te hayas hecho su amigo con la única intención de escribir sobre ello. Para someterse de esa manera a la falta de sueño y paz con uno mismo, hay que sentir pasión por las historias. El dinero o la fama no son estímulo suficiente para sufrir los tormentos de juzgarse por siempre como un traidor. Sólo funcionan las ganas de narrar con la propia pluma las  historias más interesantes y despojarlas de los tabúes y secretos que mantienen muchos al escribir.  El título de amigo no significaba que guardara secretos, todo buen material merecía ser escrito.  Truman Capote  aclaró ese problema ético con pocas palabras en el prefacio de Música para Camaleones: “Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”.
Desde sus ocho años descubrió el amor por las letras; entre cuatro y cinco horas diarias de perfeccionamiento  y una mente prodigiosa le mostraron la diferencia entre escribir bien y hacer arte:
Mis tareas literarias me tenían enteramente ocupado: el aprendizaje en el altar de la técnica, de la destreza; las diabólicas complejidades de dividir los párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo. Por no mencionar el plan general de conjunto, el amplio y exigente arco que va del comienzo al medio y al fin. Hay que aprender tanto, y de tantas fuentes: no solo de los libros, sino de la música, de la pintura y hasta de la simple observación de todos los días.
Capote no fue periodista de profesión, pero supo encontrar historias dignas de contar en su entorno. Alguna vez confesó que cuando empezó a escribir, sus mejores textos estaban inspirados por conversaciones a medio escuchar en un tren o café. Quizá, por no haber tenido que enfrentarse a los manuales de ética periodística, es que pudo olvidarse de guardar secretos para no comprometer a sus personajes: a Truman Capote no le tembló el pulso para publicar los problemas de bebida de Elizabeth Taylor, tampoco para desnudar a Marilyn Monroe frente al mundo entero. Era un excéntrico que se tomaba la libertad de aprovechar amistades igualmente excéntricas y contar sus intimidades. Los momentos que compartía con ellos no podían ser sólo suyos. Su don y su látigo le obligaban a convertirlos en texto.
En la investigación cualitativa existe una técnica llamada rapport, consiste en convertirse en uno más de los que conforman el fenómeno a estudiar. En mimetizarse para poder absorber toda la realidad y estudiarla con mayor detalle. Esa técnica es ideal para el periodista que haga una investigación en profundidad y Capote fue un maestro en ella. Para escribir no le bastaba con escuchar, había que ver y sentir lo que quería contar. Ponerse en los zapatos de víctimas o victimarios, oler la sangre si la historia lo requería. Tener la sangre más fría que un asesino en serie.
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La cercanía que se requiere para escribir así obliga a crear una conexión emocional entre el escritor y el objeto de su escritura, Capote lo sabía. Lo sabía tanto que escribió como dos personas que conversan en una noche de insomnio en su auto-entrevista Vueltas nocturnas. Sólo siendo dos que hablan y se quieren es que pudo revelar sus miedos, aspiraciones y secretos. Aunque no fuera periodista de academia, fue un autodidacta que se entrenó para usar la palabra como uno. Su don para descubrir cual era la información valiosa en lo cotidiano y convertir intereses generales de un pueblo en textos hechos para preservar en la memoria colectiva cuentos y personajes que merecen pasar a la historia, lo hacen, fuera de discusiones éticas, un genio en materia periodística.
De haber llegado alguna vez a la morgue de Bello Monte, seguramente habría descubierto que esas paredes no encerraban la mejor historia. Pero si estaba ahí, hasta fingiendo la propia muerte entraría y no dudaría en sacar provecho de cualquier recurso a la mano para encontrar el rasgo humano y común que haría que sus lectores se comieran su texto con los ojos. 
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Los escritores que utilizan su técnica, conocen a todo el mundo. Tienen que mostrarse abiertos a cualquier confidencia de aquellos necesitados de compartir su vida. Eso los obliga a estar solos.  A saber que toda relación implica un juego de roles en el que hay que develar el rostro del otro mientras se mantiene la máscara propia para luego confrontarse con la verdad en el papel.
Si de algo protegen las normas éticas en periodismo, es de generar más confrontaciones de las que ya están implícitas en un encuentro en el que un individuo pretende arrebatarle a otro una información que casi siempre es comprometedora o que les obliga a hurgar entre recuerdos que preferirían enterrar. Hay que ser un solitario para que la pasión por la palabra te haga dejar a un lado esas normas y experimentar con las emociones de otros para poder escribir la historia perfecta. Capote tenia muchos amigos de fiesta, muchas conversaciones casuales en restaurantes, pero sabia que estaba solo: “Entretanto, aquí estoy en mi oscura demencia, absolutamente solo con mi baraja de naipes y, desde luego, con el látigo que Dios me dio.” (Música para Camaleones)
La soledad que se asume si se quiere hacer una labor como la de Capote, no implica en lo absoluto insensibilidad. Hay que tener todos los sentidos muy agudos para saber cuándo y cómo revelar algo íntimo con el fin de conseguir las respuestas deseadas en un entrevistado. A veces hay que mentir para parecer más cercano. Es necesario convertirse en un camaleón para identificarse con realidades ajenas y así encontrar esa historia que puede no parecer interesante en la agenda de medios, pero que es un tema importante para muchas personas que están al margen de las noticias más frecuentes en la prensa.
Había algo que diferenciaba a Capote del común denominador de periodistas; él no estaba protegido por esas reglas que logran mantener cierta cordialidad entre quien pregunta y su interlocutor luego de haberse publicado una entrevista reveladora. No protegía a nadie y se sometía al odio de sus entrevistados. Sabía que el atrevimiento de publicar sus secretos más oscuros le costaría amistades, relaciones que requerían trabajo y un poco de auto-revelación. Marilyn Monroe no querría volver a hablarle luego de retratarla como una rubia insegura  y de cabeza ligera a la que le gustaba jugar desnuda en su casa.  No pudo decirle cara a cara qué pensaba de ella, pero sí fue capaz de publicarlo vox populi por medio de una entrevista titulada Una hermosa criatura. Capote ya habría tanteado la idea de perder la amistad de la actriz antes de hacer público su trabajo.