Si de escribir se trataba, ni Capote estaba a salvo de su propia pluma. El texto perfecto estaba detrás de las buenas historias y quien las viviera era candidato a formar parte de su larga lista de trabajos o su corto círculo de amigos
Carla Valero Lizarzábal
Jugar con la ética podría quitarle el sueño a los buenos escritores. Hay que tener la sangre fría para escribir sobre un amigo que pronto va a morir. Bien fría para que te hayas hecho su amigo con la única intención de escribir sobre ello. Para someterse de esa manera a la falta de sueño y paz con uno mismo, hay que sentir pasión por las historias. El dinero o la fama no son estímulo suficiente para sufrir los tormentos de juzgarse por siempre como un traidor. Sólo funcionan las ganas de narrar con la propia pluma las historias más interesantes y despojarlas de los tabúes y secretos que mantienen muchos al escribir. El título de amigo no significaba que guardara secretos, todo buen material merecía ser escrito. Truman Capote aclaró ese problema ético con pocas palabras en el prefacio de Música para Camaleones: “Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”.
Desde sus ocho años descubrió el amor por las letras; entre cuatro y cinco horas diarias de perfeccionamiento y una mente prodigiosa le mostraron la diferencia entre escribir bien y hacer arte:
Mis tareas literarias me tenían enteramente ocupado: el aprendizaje en el altar de la técnica, de la destreza; las diabólicas complejidades de dividir los párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo. Por no mencionar el plan general de conjunto, el amplio y exigente arco que va del comienzo al medio y al fin. Hay que aprender tanto, y de tantas fuentes: no solo de los libros, sino de la música, de la pintura y hasta de la simple observación de todos los días.
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