Van cien años de cine venezolano y Rodolfo Izaguirre lleva 81 pensando sobre él. Habla y escribe, se ríe y escribe, reflexiona y escribe. No hay duda: es un hombre que le tiene fe a lo imposible, es decir, un intelectual
Boris D. Saavedra R.
Era la Sorbona antes del Mayo Francés. Entra el ujier a la sala y da tres bastonazos en el piso. Se abre una cortina polvorienta y pasa un hombre viejo envuelto en una toga. El catedrático tiene un birrete y un libro enorme. Todos los espacios están llenos con esa atmósfera medieval. Pura solemnidad académica. El viejo de birrete abre su libro gigante, enseguida todos los jóvenes hacen lo propio con el mismo libro. Comienza la clase de Derecho Administrativo. Minutos después, en el auditorio empieza el desastre. Los estudiantes, de todas partes del mundo, hablan entre ellos, se lanzan taquitos. “No porque sea la Sorbona la cosa va a ser distinta. Muchacho es muchacho”. El catedrático se levanta y acusa al venezolano por el irrespeto al claustro francés.
El venezolano, con su más fina colección de palabras francesas, asistido por la irreverencia de la juventud, le dice al catedrático que solo está traduciendo a su idioma natal un poema de Robert Desnos. El catedrático arruga el ceño y dice: “¡Sortez immédiat!”. El joven, aturdido, pero seguro, levanta sus pertenencias y sale del salón, de la Sorbona y del Derecho Administrativo. Para siempre.
“Ese catedrático nunca tuvo idea del beneficio que me hizo. Me expulsó del salón, de la Sorbona y de toda relación académica”, dice Izaguirre desde su casa en Santa Eduvigis. El joven Rodolfo se enfrentó a su primera encrucijada en París. Luego del impasse le escribe a su familia explicando su situación. El escenario en la Venezuela de los cincuenta no pintaba bien para los jóvenes cabeza caliente. Sus padres, buscando que Rodolfo no regresara, le escriben: “Busque qué hacer”. La familia Izaguirre Blanco no quería verlo involucrado en la resistencia clandestina contra Pérez Jiménez.
Hice lo que tenía que hacer: ¡Nada!
PIENSO, LUEGO FILMO
Rodolfo Izaguirre Blanco no es un hombre de ideas sino de imágenes: piensa en fotogramas. Sus metáforas, aforismos y axiomas salen de los guiones que ha escuchado y los miles de kilómetros de celuloide que ha visto. El argentino Jorge Luis Borges escribió una vez: “Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído”. Rodolfo Izaguirre es lo que es por las horas de pantalla que ha quemado.
Su casa, la quinta Nancy, es una fortaleza de paredes forradas con enredaderas y trepadoras. Las puertas siempre están abiertas para los que quieran escuchar de la vida o del cine. Sinónimos. Lo primero que resalta en la burbuja de la familia Izaguirre Lobo es un póster –hecho a mano– de un metro ochenta de la película Drácula con Frank Langella. Durante su estadía en Europa, leyó en un diario que se promocionaba un club de caballeros fanáticos del conde Drácula. ¡Una maravilla del primer mundo! De inmediato, se inscribió.
«Eran un montón de viejos hablando de Drácula. Me aburrí y pensé que había perdido mi dinero”, dice Izaguirre. El lema del club vampiresco era Lo creo porque es imposible. “Ese es mi dogma de vida”, susurra Izaguirre con su voz cálida y ronca.
La casa es iluminada. No existe rincón con sombra. Domina el color crema y los muebles al mejor estilo de los sesenta. La quinta tiene dos plantas, jardín con helechos y un gato dorado –por supuesto, el dueño de todo. Todo el lugar es una alegoría a la transparencia. No hay nada que esconder.
INMERSO EN EL CINE
Se cumplen cien años del cine venezolano. Luego de una lucha de décadas, hay una ley de cine y una Villa del Cine. Parece un balance justo luego de tanta calentera y de la brega por la cultura en Venezuela. Sin embargo, los costos políticos son altos. La polarización ideológica eclipsa la creación. “Al cineasta hay que dejarlo quieto”, dice Rodolfo Izaguirre cuando le tocan la tecla que le duele.
Si a la imaginación se le coloca un velo ideológico, el arte deja de ser puro. Un crimen de lesa cultura. El crítico cinematográfico defiende su tesis –que es su vida– gesticulando histriónicamente cada argumento.
El cineasta tiene que ser libre. Acá estuvo un ministro de cultura y educación cubano en los setenta, un tipo brillante, pero aliado de la revolución. Se reunió con algunos escritores venezolanos en el Ateneo. Y él pregunta: ‘¿Ustedes escribirían que sus madres son unas putas?’. Y Adriano González León se para y dice: ‘Sí, porque para eso somos escritores’.
Lo cuenta Izaguirre. El arte no puede tener una rejilla ideológica. Izaguirre es un hombre libre de clase media. Un soñador con los pies en la tierra.
Él se compara con Jack Griffin –el hombre invisible de H. G. Wells– cuando se refiere al actual cine venezolano. “Nunca me han invitado a la Villa del Cine”, dice sin amargura. Aunque eso es poca cosa porque todos los jóvenes del cine nacional lo buscan, le preguntan y lo llaman maestro. Si para los esbirros de la cultura él es invisible, ellos también son invisibles para él. Lo que es del cura va para la iglesia.
Pero la culpa de que el cine vaya mal encaminado no es enteramente de las estructuras de poder. También los cineastas llevan su parte. Para Rodolfo Izaguirre la obviedad, el lugar común es un desafuero a la institución cinematográfica venezolana. “El realizador debe aprender a expresarse en su lenguaje. No hace falta mostrar a un hombre encorbatado, con maletín y decir mil veces que es el burgués. Con un solo cuadro es suficiente”, reclama Izaguirre. Es un crítico que no cree en ombliguismos. Es capaz de hacer el comentario desde las dos aceras.
Rodolfo Izaguirre vive en un autoexilio en su propio país. Construyó su casa para convertirla en una burbuja. A veces asoma la cabeza para ver el oprobio del que está pintada la calle, luego se esconde rápidamente y se sienta a escribir. Después de vivir en tres regímenes militares, dice que ha vivido. Está contento. Provoca la risa espontánea y la reflexión perfecta. “Soy un intelectual de clase media”, dice, se ríe y bebe su agua helada.
Rodolfo es un hombre justo. Si ve a un joven y a un viejo en plena pelea, le da la razón al joven sin pensar un instante. “Cuando yo era joven siempre tenía la razón, pero nadie me la daba”, dice el niño interior de Rodolfo Izaguirre. Travieso e irónico.
Izaguirre se lee en voz alta. Busca la música de sus escritos, es perfeccionista. Un crítico de sí mismo. Habla con pasión y sin compasión. “¿En qué película venezolana le gustaría vivir?”, le preguntó una vez Julio Miranda. “En ninguna”, contestó Izaguirre. Nadie debe querer vivir en una ciudad anegada de villanos, aunque la realidad siempre puede ser peor.
Belén Lobo ha sido su compañera por 48 años. Es su anexo, su alfa y omega. Entra en la sala con su elegancia de bailarina, recarga la copa de Rodolfo y se sienta frente a él. Lo mira y sonríe. Detrás de ese gesto hay una vida de anécdotas, un repositorio de experiencias, un catálogo de vida.
—Una palabra que describa a Rodolfo
—[Belén] Brillante.
—[Rodolfo] Gracias por lo que te toca.
Foto arriba: Belén Lodo y Rodolfo Izaguirre en la sala de la quinta Nancy.
Foto en blanco y negro: Robert Desnos.
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