El testimonio de una Miss sobre el 27F

Este trabajo fue publicado en el suplemento Feriado (El Nacional) en febrero de 1991, al cumplirse dos años del Caracazo. Recogía un testimonio vívido de una testigo que estuvo en primera línea: Yajaira Vera, quien había sido Miss Venezuela y, al momento de los acontecimientos, trabajaba en el departamento Residencia de Cirugía en el Hospital Periférico de Coche, uno de los centros asistenciales que más se congestionó con los heridos que llegaban producto de las refriegas a tiros. Se había graduado como médico cirujano en la Universidad Central (1986), y dos años después fue elegida Miss Venezuela. Hubiera podido conseguir un puesto en la farándula local, como la mayoría de las misses, y ganar fama y buen dinero; prefirió, sin embargo, ejercer su profesión en un hospital público. Su recuento de lo que vivió en aquellos días a partir del lunes 27 de febrero de 1989 es la prueba fehaciente del infierno en que puede convertirse una ciudad cuando los amarres de la anomia se desatan. La respuesta brutal del Ejército contribuyó, en buena medida, a potenciar la letalidad de los sucesos

 

Sebastián de la Nuez

Ese día, 27 de febrero, tenía un ensayo en el teatro Teresa Carreño, porque el sábado siguiente estaba programado un desfile con las misses del año 89.  Salí del teatro como a las 4:00 de la tarde, pensando en ir a mi casa, recoger la bata y las cosas y marcharme al hospital.  Las guardias comienzan a las siete de la noche hasta las siete de la mañana del día siguiente.  Encontré tráfico por todas partes.  Me metí por la avenida Libertador: trancada, trancada que era algo impresionante.  Estaban quemando un autobús en Chacaíto.  No seguí hacia Chacao porque me dio miedo.  Me fui entonces por la Francisco Solano: había un camión Holsum completamente abierto, con los vidrios rotos, sin mercancía.  Di la vuelta por una placita de La Campiña y me dirigí hacia la avenida Los Mangos.  Aparte de eso estaba sin gasolina.  Pensé “bueno, voy a echar gasolina para irme al hospital”.  Me preguntaba qué pasaba, porque los que estábamos en la calle no sabíamos nada.  Me metí en la cola de La Florida, volteé para atrás y vi como a cincuenta hombres, de estos así con palos, que estaban disparando.  “Vamos atracar el CADA”,  decían.
Estaba echando gasolina y de pronto el bombero sacó la manguera y se fue.  Si dio tiempo a que me sirviera cincuenta bolívares, fue mucho.  Vi a ese gentío que venía disparando y me fui hacia la Cota Mil.  Llegué a mi casa como a las 8:00 de la noche más o menos.  Llegué y llamé al hospital, porque supuestamente debía haber entrado a las siete; me dijeron “doctora, véngase porque esto está totalmente congestionado”.
Como a las ocho y media o un cuarto para las nueve llegué al hospital, porque en la autovía ya no había tanto tráfico.  Y desde que llegué hasta aproximadamente las ocho y media de la mañana, no paramos en Emergencia.  El primer día fueron sobre todo heridas por vidrios, cortadas.  Unas leves, otras gravísimas.  Eran adolescentes e incluso niños.  Eso fue toda la noche, sin parar.  Los residentes de Pediatría, de Traumatología y de Medicina Interna, todos, nos vinimos hacia la parte de emergencia, y teníamos que suturar hasta en el piso porque no había camillas suficientes.  Un mismo par de guantes debíamos lavarlo y volverlo a usar porque ya no había material quirúrgico.  La sangre por las paredes, la gente gritando desesperada.  Y niños, niños de doce, once, nueve años que decían: “No, es que mi mamá me metió en el abastos por una ventana y cuando salí me corté.”  Me acuerdo de un caso que me dejó aterrada.  Hay que tener en cuenta que estábamos en el hospital incomunicados.  No servían los teléfonos. Le estaba suturando la mano a un hombre, y tenía al lado a otro con una herida en un antebrazo.  Uno le decía al otro: “Mono, yo me llevé una nevera.” Y el otro le contestaba: “Nooo, yo me llevé un ventilador y un televisor.  Allá los tengo en el rancho.”  Era una gracia para ellos haber hecho eso.  Por ejemplo, el que yo estaba atendiendo tenía lesión de tendón, de músculo, de todo.  Hice más o menos lo que pude. En estos casos uno sutura piel, músculo, y lo refiere a cirugía de la mano.  Posteriormente se le hace una operación, se le ligan los tendones.
Esa noche no tomé ni agua, no fui al baño.  No salimos del pabellón.  Éramos doce médicos.  Hubo muchos desmayados, sobre todo los heridos en la cabeza.  De repente teníamos dos o tres pacientes en una misma camilla con solución (intravenosa).

 

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Cirugía Menor es un solo cubículo, con dos camillas fijas.  Se trajeron camillas con ruedas, se colocaron el cuarto de Reanimación Cardiovascular; ahí también se suturó.  Se suturó en los cubículos de Medicina Interna donde se hospitaliza a los pacientes entre una y 24 horas, abajo en Emergencia.  Se suturó en Traumatología.  El pasillo principal estaba lleno de camillas, y los demás tenían que conformarse con el piso.  Allí hacían cola, sentados, esperando su turno.  Después de que uno se acuerda de las cosas… Había una enfermera que parecía Rambo, el pecho lleno de adhesivos con inyectadoras.  Como los bolsillos no son suficientes, en casos de mucha emergencia ellas se ponen el material así para no tener que ir hasta el gavetero a cada momento.
En la mañana me fui como a las nueve y media o diez, después de una junta.  Estaba manchada de sangre y excrementos.  Cuando hay trastornos en la cabeza, fractura de cráneo, hay relajación de esfínteres.
El martes no regresé al hospital porque no me tocaba.  Hubo consenso entre los médicos para hacer guardia un día sí y uno no.  Reforzábamos los otros equipos de guardia, porque con uno sólo no nos dábamos abasto.  Así quedamos en 16 médicos por equipo.  En ese hospital había en total unos cincuenta residentes, y adjuntos (los que tienen mayor experiencia, que operan), unos treinta.  No hubo ningún médico, al menos que yo lo viera, que llorara o se desmayara.  Creo que no teníamos tiempo de concientizar los hechos.  Era trabajar y trabajar, sacar y sacar heridos.  Teníamos la adrenalina todo el tiempo a tope.  No nos acordábamos ni de comer.
Miércoles, mañana y tarde
El miércoles fue para mí el peor día.  La situación cambió: no eran ya heridas por cortaduras, sino por arma de fuego.  Llegué a las 7:00 de la mañana y ya estaba el tiroteo armado en Coche.  A pesar del peligro, la gente hacía cola frente al mercado para comprar comida.  Toda la zona estaba protegida por guardias nacionales.
Si vuelve a ocurrir una guerra así, que ojalá no ocurra, no creo que ni los médicos jóvenes ni los veteranos vuelvan a ver lo que vieron durante esa jornada.  Había que hacer medicina de guerra, decidir entre dos personas: de repente llegaba uno con una herida de arma de fuego en el cerebro, con signos de descerebración, y optar por otro herido en el tórax.  Uno tiene, como médico, que decidir cuál va a ver primero.  O también puede haber dos o tres heridos en una pierna, y uno con herida en el abdomen.  Se atiende primero al del abdomen, porque no se sabe qué puede estar pasando allí: si se llevó la aorta, si hay vísceras lesionadas.
De modo que abajo estábamos un grupo de médicos que recibíamos a los pacientes, los dividíamos y canalizábamos: los quirúrgicos, los que debían ser hospitalizados y aquellos a quienes debía colocárseles tubo de tórax.  En este último caso no se les sube a pabellón, sino que haces una placa, lo auscultas y le colocas el tubo que se introduce entre el quinto y sexto espacio intercostal con línea media axilar.  Por ahí sale la sangre acumulada en el pulmón.  Eso va a una trampa de agua para que el aire de afuera, por la presión negativa, no entre.  Y se espera, se observa.  Tuvimos que improvisar con botellas de suero fisiológico y con las sondas que suelen utilizarse para que la persona orine.  Así improvisamos las trampas de agua.  Podías encontrar a tres personas en una camilla con su botella agarrada y su tubito colgando, en unas condiciones inhumanas.  Pero no podíamos hacer otra cosa.  Debe ser doloroso tener una herida en el tórax y no poder respirar; has perdido sangre, te sientes débil, quieres que te atiendan y quizás estás viendo a otra persona, por allí cerca, con las vísceras fuera.
A uno le duelen sobre todo las mujeres y los niños, que seguramente estaban en sus ranchos y les entró una bala que atravesó la pared y los hirió o los mató; como también hubo quien de verdad estaba robando o no respetó el toque de queda.
No solo por parte de los civiles; también hubo víctimas militares.  Recuerdo el caso del teniente, o mayor o coronel, a quien ascendieron post mortem.  Nosotros lo recibimos.  Nos llegaron varios guardias con él en las manos: “Sálvenlo, sálvenlo¨.  Lloraban.  Pero cuando lo recibimos ya estaba muerto.  No se había puesto chaleco antibalas.  El tiro lo tenía metido en todo el corazón.  Eso fue una tragedia porque en esos momentos él tenía puestas unas granadas en el cinturón.  Cuando lo colocamos en la camilla las granadas se cayeron.  Esos momentos los recuerdo como en cámara lenta: las dos granadas rodaron por todo el piso de Emergencia.  La gente no sabe; la gente ve unas granadas e inmediatamente piensa: “Van a explotar”.  Todo el mundo corre, los pacientes gritan por el pasillo.  Mi esposo, entonces era mi novio, que sabe de armas, las agarra y se las da al guardia nacional, que sale con ellas en la mano.
Después llegó un señor con un nené cargado.  Una bala perdida: la mamá venía aguantándole las vísceras.  Era el intestino delgado.  Te digo que fueron cosas crueles.  No lo dejamos ni un minuto abajo en Emergencia.  Lo subimos corriendo a pabellón, que gracias a Dios en ese momento estaba desocupado, porque allí las colas eran de ocho y diez camillas.  Se le hizo al nené lo que había que hacérsele.  Lo dejaron después en terapia intensiva y como a los dos o tres días se le refirió al Hospital de Niños.  Por lo que supe, se salvó.  Tenía como tres añitos.
Miércoles noche
Y así.  Señoras con sus hijos e hijas, con una pierna o un brazo desgarrados, que había que amputar porque no había nada que salvar.  Heridas que los médicos no vamos a volver a ver si no vivimos otra guerra, porque para mí eso fue una guerra.  Una guerra civil.  Me acuerdo de que el ministro de la Defensa, Italo Del Valle Alliegro, hablaba con calma y nosotros allí preguntándonos: “Pero bueno, ¿y entonces?”
Había francotiradores por toda la zona y disparaban hacia el hospital.  Las enfermeras tuvieron que bajar los colchones y los heridos hospitalizados.  Las salas de hospitalización tienen grandes ventanales y temíamos que una bala perdida se introdujera.  Del pabellón del quinto piso salíamos gateando hacia el pasillo.  Todas las luces, por la noche, estaban apagadas, excepto las de pabellón y Emergencia.  Los médicos también sacamos los colchones a un pasillo en el primer piso, pero no dormimos aquella noche del miércoles.  Nos mirábamos las cartas y nos preguntábamos “¿esto es verdad o es un sueño o qué estamos viviendo?
Me senté un momento al lado de mi novio.  Eran como las 3:00 de la mañana y estábamos esperando a que limpiaran el pabellón para poder continuar con las operaciones.  Veíamos a los agentes de la Guardia Nacional subiendo y bajando de la azotea; creo que los pobres estaban más aterrados que nosotros.  Muchos de ellos tenían cara de niño.  Me imagino que eran muchachos que estaban haciendo por esos días el servicio militar.  Fumaban y temblaban.  Desde la azotea disparaban a los francotiradores, que a su vez disparaban desde los bloques contra el mercado y contra el propio hospital.  Unos locos, yo no sé.  Después los agarraron.
Las enfermeras se portaron muy bien, y es que ese es un hospital de guerra.  Quien trabaja ahí está acostumbrado a recibir todos los días casos por armas de fuego.  En una guardia, a veces tenía seis o siete intervenciones quirúrgicas en una sola noche.  Es el pan de cada día.  Pero aquella vez no fue un pan; fue toda una panadería.
Hubo una señora a quien le mataron a su hija, que llegó prácticamente descerebrada, con la masa encefálica afuera.  Y la señora preguntaba “¿por qué, si mi hija y yo estábamos en la casa?”  Creo que eso fue al peinar una zona, ellos lo llaman así.  Eso es pasar una metralleta, trrrrrrrrr.  Me imagino cuántos inocentes habrán caído así.
Habíamos puesto, pues, como ocho colchonetas en un pasillo intermedio del primer piso adonde no podían llegar las balas.  Y nos turnábamos.  Eran las cuatro de la mañana, pero abajo en Emergencia seguía la candela.  De repente, cuando había un tiroteo cerca de Emergencia, que se oía como dentro del hospital, nos escondíamos debajo de las camillas.  Había un gentío queriendo pasar al hospital a refugiarse.  Y los guardias forcejeaban, gritaban que sólo los heridos podían entrar, pero sus acompañantes no.  Y de verdad no cabía ni un alma.  Tú caminabas dando brincos entre las personas tiradas en el piso.
Las balas que usaba la Guardia Nacional causaban un daño desastroso.  Se llevaban tejido, hueso… todo.  Abrían un hueco enorme.  Sobre todo la onda expansiva y el orificio de salida.  El orificio de entrada siempre es más pequeño.  Los orificios por arma de fuego no se suturan porque son heridas muy, muy contaminadas.  Si hay mucho sangramiento se hace compresión, se examina para ver si hay un vaso principal o una arteria sangrante, se hace una buena limpieza quirúrgica; o se pasa a pabellón.  Todo depende de la magnitud de la lesión.  Pero si es un orificio pequeño, que agarró el músculo, se toma la placa, se comprueba si no hay lesión en el hueso, se limpia, se ordena el antiinflamatorio, el toxoide tetánico, el antibiótico local y se controla.  La bala queda adentro.  El tejido va cicatrizando. Hay que verificar que no hubo lesión arterial, porque en ese caso se requiere de un cirujano cardiovascular.  Si hay lesión ósea se le coloca una férula, se inmoviliza el miembro si hay fractura y se opera en un segundo tiempo.
Lo que se hizo durante los sucesos del 27 de febrero fue parapetar a los pacientes.  Y vamos con el otro, y con el otro.  La misma crisis hace que la gente colabore.  Cuando se acabaron las radiografías, palpaba; así me daba cuenta si el hueso estaba fracturado.  Si el paciente tenía la mano fría, sin pulso, sabía que la bala le había agarrado una arteria.  Uno por clínica sabe.  Hay un lema en medicina: salvar la vida, después salvar el órgano.  Primero hay que atender los signos vitales, reponer la pérdida de sangre, subir la tensión arterial.  Luego, lo demás.
Debo decir que me convertí en un pulpo gracias a las enfermeras.  Ellas ven al herido y ya saben lo que tienen que hacer, lo que tienen que traer.  No es necesario decirles nada.  Saben si buscar una sonda de tal grueso, una vena de tal calibre, un tubo de tórax, si es necesario rasurarlo porque va a subir a pabellón.
Sangre simple
En la madrugada había cola ante las puertas del mercado.  Venían ráfagas de balas y la gente se agachaba, pero nadie se movía de la cola, porque quien se alejaba perdía el puesto.  Como a las 8:30 de la mañana vino el grupo de médicos a relevarnos.  Pero no pudimos salir hasta el mediodía, por el tiroteo.
Vi morir, o que ya estaban muertas al llegar, más de cincuenta personas.  Muchas más.  No sé cómo quedaron luego las cifras oficiales, pero para mí fueron más de las que se anunciaron.  Tuve que tomarme un Lexotanil.  Después hubo muchísimos infectados, a la semana siguiente, porque se habían acabado la solución yodada, el Betadyne y el agua oxigenada.  Hubo varias amputaciones debido a infecciones muy fuertes.
Yo no sé si el pueblo venezolano es valiente, pero aquello fue una epidemia de salvajismo.  Todo el mundo decía que cuando los cerros bajaran no se sabría qué iba a pasar en Caracas.  Pues bien, bajaron, y no creo que ninguna persona normal haya podido imaginarse previamente lo que ocurrió en realidad.  Estamos rodeados de una franja de marginalidad con un gran potencial de agresividad, con ganas atrasadas de tener de todo porque lo que  te transmiten los medios de comunicación social es eso.

 

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Cuando llega un herido, no veo sino el cuerpo.  No me fijo en la cara, y no me interesa si se llama Pedro o Juan.  No sabes qué edad tiene.  Muchas personas volvieron después a controlarse y noté agradecimiento en ellas.  Pero también sucede que muchos piensan que un médico es José Gregorio Hernández, que tiene siempre el deber de dar y dar y dar sin recibir nada.  Sobre todo en los hospitales de las zonas marginales hay mucha agresividad.  Una de las razones por las cuales dije que no trabajaba más en un hospital haciendo guardias, al menos no si tengo que estar en Emergencia, es que de repente estás a las dos de la mañana de un sábado, cuando ya no hay sutura, ni rayos equis, ni probablemente agua, y te llega un herido de una fiesta.  Está un poquito paloteado y viene acompañado de su hermano que también está un poquito paloteado.  Y el hermano tiene un revólver que te lo pone enfrente mientras te dice: “Sálvame a mi hermano”. ¿Y qué vas a hacer tú?  A mí me pasó en varias oportunidades.  No hay vigilancia policial, llega alguien así y el portero dice: “Esa no es mi obligación”.  Y es verdad.  El vigilante vive en la zona. Si se pone en contra de la gente, son capaces de matarlo al salir.
Pienso que cambió algo en mí después de esa experiencia.  Y no sólo en mí; en mucha gente que vivió de cerca el problema. Tanto los médicos como los que quedaron sin familia, sin trabajo… Hay una marca, una huella, una cicatriz que ojalá se cierre por completo.  Uno siente después paranoia de estar en la calle.  Quizás uno domina mejor la emergencia, porque eso es como un postgrado en medicina de guerra.  A muchos cirujanos, cuando hay guerra, les gusta que los manden al frente porque están todo el día operando, y entonces hacen un máster en, digamos, amputación de miembro inferior por tal y tal cosa.  Y se equivocan y ni se nota porque hay tanto volumen de pacientes que lo que importa es la cantidad no la calidad; salvar y salvar.  Después se verá qué pasa.  Me acuerdo de que me quería salir del hospital.  Uno quiere hacer algo pero no puede porque no hay material.  Vives en un medio donde trabajas con las manos.  El frente de batalla es uno, viene el paciente y de dice “cúreme, sálveme”, y tú no puedes.
Siempre queda la duda.  Uno se pone a pensar en los diferentes pacientes que vio… Porque uno pierde el contacto, se queda sin saber si se habrá curado.  Y uno se pone a pensar: “Si yo hubiera tenido un poco más de experiencia.”  Porque yo… soy médico porque estudié siete años,  pero si de repente hubiera tenido tres años más de experiencia en cirugía, a lo mejor hubiera hecho las cosas mejor.  La experiencia hace la diferencia.  Es la duda que te queda, pero nadie nace aprendido.
En esos días no bajé a la morgue del hospital, porque no había momento ni tiempo de hacerlo, ni era mi intención bajar.  La primera vez que bajé (era bachiller, hacía pasantías cada seis días) me impresionó mucho porque había un bebé y una muchacha sicópata que se había caído desde un piso 11: tenía en la cara la marca del impacto.
Después uno se acostumbra.  Si hubiera bajado durante los sucesos del 27 de febrero me hubiera impresionado por el volumen y la hediondez, por más nada.