Controladora y talentosa

Vivió en Italia, Tokio, Nueva York y Washington. Decidió volver a las tablas de su país. Alabada en Estados Unidos por sus actuaciones, no se ve a sí misma como una reina. Diana Volpe se siente doblemente venezolana y el teatro, más que un trabajo, es su vicio

 

 

 

Cristina Corona

Así como la mejor acción de las pasarelas se ve antes del desfile, la mejor acción de una obra se ve en el camerino. Se siente absolutamente cómoda donde otros temblarían de nervios. Su carácter florece al primer respiro, y sin siquiera titubear saca a relucir la poca preparación del entrevistador. “¿Cómo va a estudiar a un actor si no conoce su obra?”, pregunta. Aprendiendo de la artista la periodista encuentra la única respuesta que satisface a la diva: “Ese es el reto”.
Posee un cutis de veinteañera, su verdadera edad se le nota solo por las líneas de su cuello. Antes de cada show Diana Volpe se maquilla durante casi cuarenta minutos. Se coloca la base con el mejor de los instrumentos, una brocha. A las maquilladoras usuales no se les ocurriría utilizar una esponja para colorear el rostro. Dentro de una caja plateada de marca francesa guarda los utensilios necesarios.  Es la única de las actrices que no necesita peluca, es rubia natural. 
Diana Volpe caracteriza a Gaby en la obra Rubias platinadas del director Orlando Arocha, con quien repite en las tablas. En 2011 Diana interpretó a Blanche Dubois, una mujer madura con delirios de grandeza, refugiada en un mundo inventado. Blanche poco se parece a la artista. Rossana Hernández, productora de la obra de las rubias, comenta que Diana no es una mujer que se deje impresionar.
La primera en llegar al camerino es Diana, se nota muy cómoda en su ambiente. La consistencia y la seguridad que posee en el camerino las mantiene en el escenario.
Todo el que entra al camerino acude a saludarla con mucho cariño. Haydée Faverola, a quien conoció en 2004, habla seriamente: “Diana es una persona que sabe lo que significa trabajar con otro en escena, es una delicia trabajar con ella”. Mientras su colega declara, al otro lado una asistente le coloca las pestañas postizas a la rubia. Ella, muy segura de lo que ve en el espejo, pide que le remuevan la pestaña porque no se ve igual a la otra. Su asistente ríe y coloca el postizo de nuevo; esta vez sí quedó perfecto.
 
Fuera de las tablas
Desde muy temprana edad Diana organizaba obras de teatro en el vecindario. Ya era buena planificando. Recuerda su infancia muy triste, pero deja atrás las razones. A los siete años pisó la tierra de sus padres, ambos italianos. Descendiente de una línea de artistas se apegó rápidamente al teatro, de la televisión –aunque varias novelas realizó– no se enamoró. Saboreó el pensamiento occidental cuando vivió y estudió en los Estados Unidos durante diecisiete años; de hecho, afirma tener una cabeza “muy gringa”.
Fuera del escenario nunca ha fumado; dentro, el público ríe cuando la observa tan torpe en el dominio del cigarro. Su esposo Carlos se sienta del otro lado del teatro en cada obra. Con una marcada racionalidad afirma que se casó con el hombre más inteligente de Venezuela. Lo conoció hace más de veinticinco años cuando trabajaba en la cancillería. La actriz también se paseó por los escenarios del Instituto de Comercio Exterior y el Sistema Económico Latinoamericano cuando ejerció la maestría en Relaciones Internacionales.  
Hace siete años, cuando vivió en Tokio, no solo hizo teatro. Era la esposa del embajador y como primera dama se encargaba de organizar eventos. Participó en varios festivales y se llevó a El Cuarteto, a Huáscar Barradas y Vasallos del Sol a la ciudad nipona –“los japoneses alucinaban”. A diferencia de los orientales, a quienes describe como de mente abierta, encontró ignorancia hacia la cultura venezolana en EEUU. Los amigos que conserva de una larga carrera, viajes y mudanzas, son los que conoció en Tokio –“los japoneses, si se interesan, son perfectos” –.
Estudió teatro y danza en el país yanqui, pero de otras cosas se hizo autodidacta; aprendió francés por su cuenta y lo añadió a su currículo junto a los otros tres idiomas que domina: español, inglés e italiano. A pesar de ser multilingüe no tiene acento, su tono de voz y modulación es propia de los artistas de teatro, con esa pronunciación que no es ni de aquí, ni de allá.
 
El mejor escenario
De Rubias platinadas se roba la frase “eso no es normal” al recordar sus días de actuación en el Shakespeare Theatre de Washington. Allí tenía su propio camerino, una estilista y una maquilladora; todo el espacio, planificación y comodidades posibles. El teatro y las personas con las que trabaje definen la satisfacción que puede sentir.
De su estadía en el exterior recuerda con mucha satisfacción La muerte y la doncella, que realizó una noche en inglés y otra en español, y en Venezuela, a su manera de ver, su mayor logro fue la obra Cuarteto dirigida por Orlando Arocha. La artista habla poco de su vida privada pero nombra a su hijo Diego, quien no vive en el país y le da más razones para hablar de él. No tomó el camino de su madre porque, según ella, vio lo sacrificado que es.
La rubia vivió más de veinte años fuera del país y aún así decidió volver. “Yo siento que soy venezolana por nacimiento y por adopción. A los siete años me sacaron y decidí regresar de adulta, yo escogí volver a Venezuela, aquí no tenía nadie y decidí volver. Me siento doblemente venezolana”.
En cuanto a la situación del teatro en Venezuela, no se rinde. Comenta que a pesar del pensamiento generalizado de que en el país ha crecido mucho el teatro, está proliferando solo la producción comercial porque no hay financiamiento público y no existe una cultura de arte en el país.
Mientras otros actores deben matar “tigres” para sobrevivir, Diana se dedica completamente a ello. La directora y actriz no se rinde produciendo teatro fácil, tiene entre manos lo que ella llama El Proyecto Strindberg, dos obras del dramaturgo que se producen bajo el nombre de su compañía Hebu Teatro.
Produce, dirige, actúa, planifica. Rossana Hérnandez expresa que Diana llega al teatro y no solo está pensando en el personaje, sino también en cosas propias de la producción de las cuales un actor generalmente no se ocupa. La jefa de prensa del Centenario de Tennesse Williams, Marcy Rangel, comenta que la artista es una persona muy exigente. “Si no pautaba con César Miguel o con Buenas Noches a la primera, se molestaba”.  Diana Volpe es una mujer que se define a sí misma como racional. La actitud controladora de la cual habla es inherente a su personalidad, todos parecen conocer esa faceta de ella, pero lo que más recalca Hernández es lo accesible que es la artista en un mundo donde la mayoría de la gente prefiere ser complicada de alcanzar –”yo no veo a Diana diciendo: voy a ser simpática  para que todo el mundo me quiera” –. Ante los ojos de los mortales Diana es una reina, a ella parece no importarle; está más enfocada en su vicio: el teatro.