Con 70 años recién cumplidos Pedro Grases le pone orden a la historia de Venezuela. Ofrece una entrevista acerca de lo que no se ha escrito sobre su exilio y cuenta anécdotas
Andrea Carolina Viale Belisario
Es domingo por la mañana del 23 de septiembre de 1979 y en la quinta Villa Franca –avenida Mohedano de La Castellana– se espera el peregrinaje de los amigos de Pedro Grases. El septuagenario oriundo de Villa Franca de Penadés (Barcelona, España) aguarda por las visitas mientras se dedica a abrir los paquetes diarios de libros y revistas que le llegan por correo en su despacho-biblioteca personal, al mismo tiempo que disfruta de un habano y contempla las montañas que circundan a Caracas desde su ventana.
El humo empieza a opacar la vista del interior de su guarida, en la cual los estantes y mobiliarios guardan historias de tertulias y de Venezuela en 18 tomos, 180 obras propias y más de setenta mil libros. Sentado en la silla de cuero y madera típica de principios de siglo –que le regaló su inseparable amigo Enrique Planchart – se pone cómodo para iniciar la entrevista. Con humor y sinceridad, características definitorias del personaje, Grases responde a las preguntas “a calzón quitao”.
UN EXILIADO EN BUSCA DE PROFESIÓN
Para el año 1936, Pedro Grases tenía 27 años y estaba graduado en Derecho y Letras. Ya había iniciado una familia junto con Asunción Galofré. Tenía a su primer hijo, Pedrito y venía en camino José. En ese entonces, había sido profesor de literatura catalana y castellana en el Instituto de la Generalitat, fue encargado del curso de lengua árabe en la Universidad Autónoma de Barcelona y, era secretario del político Carlos Pi y Suñer, quien no seguía las creencias franquistas, lo cual causó el exilio.
−¿Cómo logró salir de España?
−Gracias a un amigo. Recibí cierta tarde una llamada en el año 1936, en la cual me decían: “Ya te puedes ir a la playa, el clima va a estar muy bien”. Lo que realmente significaba que me iban a fusilar y que debía salir del país lo más pronto posible junto con mi familia. Días después, me llegó una carta con una dirección en Francia y el nombre de una familia, la familia Montí. Ellos nos acogieron sin conocernos y nos salvaron de morir de hambre, ya que me dieron trabajo en el campo.
−¿Por qué viene a Venezuela una vez que se establece en Francia?
−Cuando observé que venía algo serio con Hitler hablamos con el tío de mi esposa, Ángel Galofré, quien nos mandó dos mil dólares para tomar el buque Simón Bolívar. En ese entonces éramos Asunción, Pedrito y José. Nos establecimos en Maracay.
−¿A qué se dedica cuando llega a Venezuela?
−A vender máquinas de escribir.
−¿Por qué no siguió siendo comerciante?
−Yo soy pésimo comerciante a pesar de que mi papá vendía ovejas en Villa Franca. El señor Blohm me dio una máquina de escribir para venderla, pero un amigo mío la necesitaba y yo se la tuve que regalar. Luego tuve que ir a preguntarle cuánto le debía y Blohm me respondió: “Yo se la regalo, pero usted dedíquese a otra cosa”. De ahí nació una buena amistad y la necesidad de conseguir un nuevo trabajo.
−¿Cómo llegó a colocar en orden la historia de Venezuela?
−En 1937, el profesor José Antonio Valledós me presentó a Rafael López, ministro de educación de López Contreras, quien me ofreció trabajo para dar clases de Castellano y Literatura en el Instituto Pedagógico. Así fue que conocí a Manuel Segundo Sánchez, quien me dijo: “Aquí en Venezuela, hay un campo virgen al alcance de su mano”, refiriéndose al rescate y la clasificación del material histórico-bibliográfico. Y como he tratado de actuar en todo momento con el fin de servir al país que me acogió en el momento más difícil de mi existencia, me dediqué a esta ardua y gratificante labor.
ANTES Y DESPUÉS DE GRASES
Con mucha disciplina y paciencia en el seguimiento de sus investigaciones, Grases se encargó de clasificar, organizar y publicar documentos nacionales. El fruto de su trabajo de más de 40 años, resultó en compilaciones de escritos y biografías de grandes pensadores venezolanos del siglo XIX, especialmente de Andrés Bello. Es por este último personaje que Grases se gana el apodo de “el bellista de bellistas”.
−¿Cuánto tiempo le dedicaba a la investigación?
−Todas las tardes. Después de mi siesta en la semana y los fines de semana, luego de las tertulias sabatinas y de las visitas domingueras de mis amigos. Ese tiempo sentado escribiendo y leyendo tiene su unidad de medida llamada horas culo, algo patentado por mí.
−¿Ya que está jubilado, qué piensa hacer en su tiempo libre?
−Continuar con todas las investigaciones que no he podido culminar y poner en orden mis obras. También pienso dedicarle tiempo a mis nietos.
−¿Cómo hizo para adquirir tal cantidad de libros?
−Desde que estoy en la quinta Villa Franca, me he suscrito a revistas en Estados Unidos y Europa. Además, siempre me llegan libros como regalos de mis amigos. Diariamente, recibo por correo alrededor de nueve paquetes, los cuales busca mi hijo José en bicicleta.
−¿Ha podido leer todos los libros?
−Desde luego que no. Sin embargo, puedo conseguir cualquier libro que quiera en mi biblioteca. Me he encargado de ordenarla sistemáticamente.
−¿Qué lo llevó a coleccionar libros por más de cuarenta años?
−Tener a mano las respuestas a cualquier pregunta. Aunque es más que proveerse del instrumental para satisfacer las inquietudes individuales, te explico con una afirmación de Víctor Hugo: “Reunir una biblioteca es un acto de fe”.
−¿Es usted una persona religiosa?
−Me considero una persona conservadora, es decir, creo en la religión a pesar de que no soy practicante.
−¿Qué piensa hacer con su biblioteca personal?
−Esa biblioteca no es mía. Pertenece a Pedrito, José, María Asunción y Manuel. Es la herencia que les dejo. A raíz de que he tenido varias ofertas de universidades en el exterior por comprar mi colección, reuní a mis hijos para hablar sobre el tema. Ellos dijeron que es una biblioteca venezolana que debería quedarse en el país para ser utilizada en futuras investigaciones. Además hicieron hincapié en que la mayoría de los libros están dedicados por grandes amigos y no se le puede poner precio a eso. Acepté su decisión y hablando con Eugenio Mendoza, le ofrecí donar a las nuevas instalaciones de la Universidad Metropolitana los libros.
−¿Alguna vez se arrepintió de su decisión?
−Me dolió donar en especial la colección de revistas El Morrocoy Azul, porque me costó mucho tiempo completarla, tuve que comprar muchos de los números en Estados Unidos, América Latina y Europa. Entonces, una vez me llamaron de la biblioteca y me dijeron que un número se había perdido y que no sabían quién se la había llevado. Entonces me indigné y coloqué un papel que decía lo siguiente: “Dígame donde está la revista y deme la dirección para enviarle el resto de la colección”. A la semana siguiente, el hijo de Rafael Caldera llevó el número faltante, pero nunca me importó saber quién la tenía, solo quería que se mantuviera completa.
***
En los años siguientes Pedro Grases recibió, entre otros reconocimientos, varios títulos ad honorem de las universidades nacionales y extranjeras. Completó nuevas investigaciones. Se dedicó a recordar junto con sus amigos anécdotas entre risas de complicidad. Sintió profundamente la muerte de cada uno de sus amigos. Y fue en los últimos años de vida que dejó de fumar. En 2004, Grases murió a los 95 años de edad.
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