Esta es una crónica sobre el Festival de la Lectura de Chacao que se celebra en la muy epicéntrica plaza Altamira, al este de Caracas, al sur del Monte Ávila, al norte de un gentío ilusionado. Hasta este domingo 9 de mayo
Un montón de gente hormigueando por la plaza Altamira durante más de una semana. La fotógrafa Lisbeth Salas no saca su ojo profesional del visor, disparando desde todos los ángulos posibles. El Festival de la Lectura de Chacao es Lisbeth Salas disparando, y también miles de personas pululando en el anfiteatro, en el toldo frente al obelisco o en la parte norte de la plaza, donde hace días ha estado Leonardo Padrón recitando sus poemas-viñetas de la Caracas que mira desde el tráfago y el tráfico.
Las hormigas no parecen ansiosas de comprar; andan más bien animadas de solazarse en plural. ¿Solazarse?
Eso de solazarse no es un verbo muy común en Caracas. Solazarse es dejarse llevar por la corriente, por el retablo de caras jóvenes y no tan jóvenes que escuchan, muchas de ellas en estado de franco arrobamiento, a Eduardo Sánchez Rugeles, nuevo icono de las letras venezolanas, cuando vocea una parte de Liubliana −su última novela− aunque no se le entienda claramente sobre la música en vivo del propio genio de la MAU, el guitarrista Álvaro Paiva.
Eso es el Festival de la Lectura de Chacao: música y letras. Paiva es autor del soundtrack de la novela. Pues sabrán, señores, que ahora las novelas pueden perfectamente traer su propio soundtrack.
En sucesión bellamente apocalíptica ha estado en el mismo lugar que ahora ocupa Rugeles y su combo un montón de otros músicos, escritores, perifoneadores o espontáneos asidos a un ecléctico micrófono. O aplaudes o te vas a tomar algo al cafetín, donde no tienen punto: ojalá se avispen para el año próximo.
Música, performances y palabras: de eso está hecho este Festival de la Lectura dedicado a la crítica, escritora y pedagoga María Fernanda Palacios. En esta plaza se ha envasado al vacío un espíritu de convivencia sin fronteras estúpidas. Un fotógrafo de Caracas CCS, defensor convencido de esto que algunos llaman Gobierno, curucuteaba en los sellos medio imperialistas Alfa y Alfaguara, bastante dicharachero y ufano (por cierto que Alfaguara falló al no traer el último ensayo de Vargas Llosa). Más abajo, la carpa de Monteávila y Biblioteca Ayacucho más El Perro y la Rana: algunos buenos títulos a magníficos precios. Entren que caben cien.
Más arriba, más libros. Nuevos y sobre todo viejos, pero libros a fin de cuentas. Incluyendo una buena colección de Tintín y Milú tal como uno la conoció de niño, incluso el viaje a la Luna y el misterio de las joyas de la tetona soprano Castafiore. También anda Mafalda saltarina entre un kiosco y otro. Algún librero dice que las ventas no están tan buenas como en Filven –hace poco más de un mes, en los alrededores del Teatro Teresa Carreño− pero de todos modos no hay quejas. Resulta que la gente, al final de la jornada, sí compra y seguramente lee, así sea Conny Méndez.
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