Ángeles Mastretta y sus pájaros

angeles_mastretta (1)Mastretta es ahora un carro deportivo en México —el Mastretta MXT, que ha diseñado un hermano de la escritora mexicana—, el nombre de algún músico y el de la primera mujer en ganar el Premio Rómulo Gallegos (1997), quien fue a España en mayo de 2013 con su hermana Verónica a presentar La emoción de las cosas (Seix Barral, 2012). Esta reseña fue realizada a partir de esa visita

 

Lorena Briedis / Madrid

Ángeles Mastretta nació en Puebla (1949), vive en México DF y se la encuentra navegando siempre en su Puerto libre, el lugar donde conversa con sus blogueros «dueños de cuanto viaje, cuanta pena, sin duda, cuanta dicha cabe en un puerto».

Mastretta siempre sube las escaleras de su casa cantando. Si sucede que algún día las sube sin cantar, sus hijos la interrogan en asalto con «qué te pasa mamá, algo gravísimo te tiene que estar pasando».

Ángeles Mastretta vino a Madrid a cantar. Al menos eso parece. Estamos hoy en Casa de América y anima al público a que le pida textos como canciones. Estamos mañana frente a la fuente de Neptuno y la veo subir tarareando de dos en dos y de tres en tres las escaleras del Hotel Palace, desde donde le ha gustado mirar la ciudad siempre que viene. Ha sido así desde mediados de los años ochenta cuando triunfó en España con Arráncame la vida, el primero de sus boleros. Porque podría decirse que Ángeles Mastretta es una escritora contralto que escribe mejor cuando canta —o porque canta— con esa voz acantilada de las mujeres de la radio. Esa voz golosa que, en la pura letra o en vivo, está más cerca de María Callas que de Jane Austen. Esa voz a la que rigen la luna, el agua y los volcanes de su Puebla mítica y a la que «le echa sentimiento» como las buenas boleristas porque quiere llegar al corazón antes que nada, porque solo conmover importa, dice.

«Yo de pronto equiparo escribir a cantar. Entonces es algo que te pasa. Sobre todo, el primer impulso cuando escribes es algo que te pasa. Después, es algo que tienes que hacer que te pase bien», empieza a contarnos Mastretta la tarde del 22 de mayo con los ojos grandes de sus mujeres y las manos de campesina italiana, refinadas con manicura, alguna sortija regia y buenas formas. «Siempre cuando me preguntaban “y tú qué hubieras querido ser”, yo siempre les decía: cantante. Si no hubiera sido escritora, hubiera sido cantante».

Es probable que Ángeles Mastretta viniera a Madrid con la intención de cantar, sin poder hacer otra cosa que cantar tristeando. Eso, al menos, fue lo que hizo la tarde de hoy en Casa de América y lo que hará mañana en el Hotel Palace. Tristear que es «como caminar al revés, como tener las rodillas mirándose una a la otra, como no encontrar el tono de una canción». No llegó con la voz tórrida de aquellos títulos novelescos o radiofónicos como Mal de amores o Ninguna eternidad como la mía, temas de vitrola, de piano bar. Esta vez, llegó desvelada, desmalezada, como dice, a contar un secreto, que quizá sea como cantar bajito o jipiando. Un secreto con aureola que el periodista Javier Moro preludió. «La maravilla y el milagro que consigue este libro —Ángeles, la llama— es que uno se identifique con él, es que uno realmente vibre y se emocione. Es un libro que es capaz de transmitirnos un sentido profundo de lo cotidiano, el milagro de esas pequeñas cosas. Tu libro debería llamarse El dios de las pequeñas cosas».

Uno se cree / que las mató el tiempo / y la ausencia.

Mastretta no ha venido a cantar boleros, hemos dicho, sino a que se escuche esa otra música tenue, la del «ángel que nos da cuerda por dentro».

La emoción de las cosas pretendía dar con cierta música de Stradella, el pueblo de su padre, un paese italiano distinguido por sus «célebres y viajeros acordeones». Mastretta fue allí a buscar la música de una novela que fantaseaba con rondar la penumbra del padre e interrogar el silencio de los cuatro años que estuvo combatiendo en la Segunda Guerra Mundial en Italia y de los que nunca habló. Ese era el personaje que quería contar como por pensar en alguien porque «hay que inventar personajes —dice— para tener en quién pensar». O a quien cantarle. Pero, al final, acabó buscando una música perdida, «la música que siempre me acompaña». La música de la infancia, de los viajes, del amor entre hermanas, la música de los muertos —como buena mexicana—, la de la esperanza, esa palabra que tanto defiende. De modo que la escritura fue retrayéndose, amodorrándose: ya no podía escribir ficción, llegar tan lejos. Apenas, quizá, canturrear. La madre murió en agosto de 2008: se le astilló una vieja guitarra, saltaron las cuerdas. «Me quedé huérfana a los cincuenta y nueve años. Se hace uno al ánimo. A veces creemos que desde el primer día pero, de repente, a propósito de una enredadera, se nos deshace el valor».

Eso era tristear: tararear tristezas. Así, tristeando, le entró el humor de este libro, una serie de estampas, un libro estampado, con motivos, ribeteado como los encajes que ella imaginaba de niña traídos desde Brujas hasta Puebla y en los que consigue entramar con puntada hábil la buena cursilería. Un libro de prosa extrovertida, de escritura benevolente, benigna, que se rinde a la alegría y defiende la inocencia, el lujo del candor, «eso que la gente tanto desprecia: la candidez». En él, se recupera muchas veces de la tristeza porque, al final, dice «la vida misma te alivia de haber vivido».

La emoción de las cosas es también un libro ocioso, fragmentario, conversacional que «habla evocando», que siempre vuelve sobre sí mismo, sobre las mismas historias que cuenta varias veces y de maneras diferentes como quien conversa, divaga o juega. Por eso deja en el libro constancia de una oración lúdica: «Quiero jugar a que no es mi cumpleaños, a que fue mi cumpleaños, a que mi madre me regaló un burro gris que rebuznaba al jalarle un resorte. Quiero jugar a que íbamos donde vendían las luces de bengala, jugar a que un globo de papel prendía por fin su luz llena de abejas, y se iba al cielo sin voltear atrás».

Un día también quiso jugar a ser cantante. Un martes de noviembre se puso un embozo con dibujos de Tonanzintla y se fue a cantar con un amigo: los había presentado el Gabo y, desde entonces, les gustaba hacer ruido hasta la madrugada y parrandear hasta que cantar era desafinar, pero a la petición que le había hecho el amigo de cantar juntos se había negado varias veces, aunque él siempre volvía a insistir. «Que si tendría o no huevos, que si ovarios, que si cuánto nos queremos, que si había terminado un libro nuevo ¿Qué entonces?». El lunes estuvo dando vueltas por toda la casa, dándose pelea con el dilema. «Si es juego, me dije, si ya no hay posibilidad de retozar todos los días, si aquí (…) una invitación a la alegría, ¿por qué le voy a tener miedo?». Así que se fue al ensayo con unos zapatos bajos y un suéter rojo a mover los hilos de la orquesta. Después, se subió a unos tacones, se emperejiló en un vestido de gala y salió al escenario. Ángeles Mastretta estaba frente al Auditorio Nacional de México cantando Arráncame la vida y Joaquín Sabina tenía ojos de niño y de diablo.

Son aquellas pequeñas cosas, / que nos dejó un tiempo de rosas / en un rincón, / en un papel / o en un cajón. 

Lo diré una vez más: Ángeles Mastretta no vino a Madrid a cantar boleros ni a cantar con Sabina. Ángeles Mastretta vino a tristear con otros pájaros: con Machado o con Serrat, quizá.

¡Ah!

Ya son tres pájaros de un tiro.