El ejército de terracota

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Era uno de los últimos días de diciembre de 2013 y la exposición de los guerreros de terracota concitaba, en la plaza Colón de Madrid, la atención de centenares de visitantes. La muestra del sacrificio y el empuje creador del hombre continúa hasta el 2 / 3 / 2014, para quien tenga oportunidad de ir a verla

Sebastián de la Nuez

Hay una lección sobre los devaneos que produce el poder en los vestigios de la tumba del primer emperador de China.

A finales de este diciembre de 2013 hubo unos días de buen sol en Madrid, pero también cayó esa garúa fina e impertinente que no solo moja sino que empapa. Cerca de la calle Serrano, pero también de Cibeles -en Madrid todo queda cerca si sabes manejarte en el metro-, se halla la plaza Colón y en ella el Centro Cultural de la Villa; dentro, un par de salas teatrales a las cuales se les ha puesto el nombre Fernando Fernán Gómez −célebre actor y director de cine y teatro fallecido en 2007− más un amplio espacio múltiple para exhibiciones. En este último ámbito se ha montado una muestra de la antigua China que es, al mismo tiempo, una gran epopeya de la mitomanía y un tesoro con más de 2 mil años a cuestas. Es la prueba fehaciente del ingenio artístico del hombre y de cierta ambición sin límites que afiebra a los poderosos.

Esta obra, calificada desde hace algún tiempo como la octava maravilla del mundo, fue concebida por un poderoso sin escrúpulos, el Primer Emperador −llamado Qin Shi Huang− quien se dispuso a  dirigir un imperio que habría de durar diez mil años luego de unificar la China de los Reinos Combatientes. Buscó inútilmente el elixir de la vida y resultaría a lo postre un loco envanecido, vistas las cosas a dos mil 200 años de distancia. Sin embargo, lo que hizo una legión de artesanos esclavizados en su honor para que muriera contento todavía para los pelos.

Es una tumba que permaneció oculta hasta 1974. En ese año unos granjeros chinos tropezaron, buscando agua bajo tierra, con un tesoro inconcebible. Desenterraron cabezas, brazos y piernas de cerámica; fragmentos de ballestas y puntas de flechas. Temieron represalias de los dioses por importunar con sus excavaciones la paz de aquella tierra, y por ello dieron aviso a las autoridades; estas, agradecidas al atisbar aquel descubrimiento sin precedentes, dieron el equivalente a tres euros a cada uno de los seis granjeros. Tres euros.

Era un sátrapa el protagonista de esta historia y quiso hacerse un portentoso mausoleo. Encargó la fabricación de miles de guerreros de terracota para que lo acompañaran en su lecho de muerte por toda la eternidad; todos a tamaño natural, de una altura que oscila entre 1,60 y casi dos metros, ninguno igual a otro; incluso quizás sean más de 8 mil, pues hoy en día, luego de  cuarenta años tras haberse descubierto el emplazamiento de la tumba, el trabajo de excavación continúa. Se dice que la labor queda para los hijos y nietos de los actuales arqueólogos.

Muchas de esas figuras vienen acompañadas de su caballo. Todas con sus petos, sus trajes, sus cabellos moldeados cuidadosamente al estilo de la época en esa región cuya historia, para el mundo occidental, sigue siendo hoy un gran signo de interrogación.

Todas esas figuras fueron labradas poco a poco por artesanos sobre quienes pendía una cuchilla. Era un tipo que solía cometer atrocidades, este Primer Emperador de la China unificada. Si no quedaba alguna pieza a entera satisfacción del emperador divino, el escultor podía terminar con la cabeza cortada.

Hay, además, vasijas y enseres diversos en la exposición de la plaza Colón. Un disco de jade que simboliza la trayectoria del sol entre las estrellas, un precioso dragón con cuerpo de tigre, una herramienta en forma de bumerán para moldear la arcilla. En recinto aparte, debidamente iluminado y apoyo de una cinta sonora que va explicando detalles, se reproduce la excavación de Xlan (localidad donde fue descubierto el mausoleo) con parte del ejército de arcilla evocando lo que pudo ser una formación de combate.

Las figuras eran barnizadas extrayendo el líquido, probablemente, de decenas de miles de árboles, dando así color variopinto a las figuras; claro que hoy en día los colores se diluyeron y todas las figuras muestran el mismo aspecto terroso o arenoso. Pero los magníficos detalles del moldeado permanecen intactos.

Qin Shi Huang unificó a los reinos combatientes 200 años antes de Cristo y a partir de él China es lo que hoy se conoce por tal. Fue un sanguinario, un narciso, un gigante del despotismo. Quemó todo lo que pudo hallar de Confucio, ordenó asesinar a eruditos por el mero hecho de serlo, buscó a partir de las creencias taoístas el elixir de la eterna juventud en un puñado de islas imaginarias. Y aprendió a ganar batallas. Las ganaba, se especula, porque hizo leales a los artesanos y a los campesinos, o quizás porque sus armas eran de hierro. Lo cierto es que las ganaba en una región del mundo que vivía de batalla en batalla.

El último viaje del emperador, cuenta la historiografía recogida en el folleto de la exposición  “Terracota Army”, comienza once años después de la unificación del imperio, cuando Qin Shi enferma a los 50 años pero nadie quiere tratarlo pues temen médicos o curanderos la ejecución si fallan en sus tratamientos. Muere en el mes de julio, se dice, 210 años a.C. Muere dejando a su alrededor este ejército de terracota que se irá decolorando siglo tras siglo aunque habrá de conservar esa fuerza inaudita que todavía hoy puede palparse en cada efigie recuperada.

La exposición es una muestra del vanidoso desespero humano tras el mito de la inmortalidad. El imperio de Qin Shi Huang se desvaneció junto con él, que no duró diez mil años sino cincuenta y piquito. Al final todo se difumina excepto el genio de los artistas semiesclavizados. Pero no existen imperios de diez mil años ni cuerpo que lo resista. Pensarse inmortal como los dioses es una vana ilusión del engreído, del inflado de poder.

La contemplación de estos guerreros, un tesoro considerado patrimonio de la humanidad por la Unesco, produce emoción por el trabajo creador y horror ante los tiranos empeñados en perpetuarse.

En la exposición, los niños encuentran un sitio para ensayar sus propias figuras alrededor de una mesa en un “taller de barro”. Imitan al menos los rudimentos del arte que data de hace tantos siglos. También colorean con creyones lo que antes se hacía con barniz. Más allá, jóvenes se toman fotos al lado de las efigies.

Un ejército de arcilla que fue levantado por otro ejército de artesanos de carne y hueso. Hay una hazaña revivida, y también una atroz pesadilla que vuelve a tomar cuerpo: ¿cuántos de aquellos escultores dejaron en la misma tierra su propio pellejo exhausto?