¿Sabe usted quién es Francisco Pimentel? Sufrió la represalia de una dictadura férrea, practicó la poesía y el humorismo. Ahora vuelve por sus fueros para dar esta entrevista imaginaria
Rubén Cumare
Sentado en un banquito asfaltado del patio de recreo en el colegio que lleva su nombre hizo una señal para avisar de su presencia cuando vio que el entrevistador se aproximaba. Aquel individuo de piel blanca, orejas de elefante y ojos oscuros se levantó para dar la mano y saludar, no sin antes regalar una sonrisa a su interlocutor. Los rayos del sol aún no fustigaban con tanta intensidad, eran las dos de la tarde y el Grupo Escolar Francisco Pimentel estaba casi vacío. Una corbata negra, camisa blanca dentro del saco y un pañuelo delicadamente doblado en su bolsillo izquierdo era la imagen de Jobo, como le decían sus amigos de la infancia.
Ya son unos cuantos años los que lleva encima. Nació en 1889. Sus aptitudes para la palabra tienen origen en sus padres, Francisco Pimentel Anderson y Margarita Agostino Carspers, escritor y periodista respectivamente. Reconocido humorista y poeta. Su primera aparición en un medio fue en 1913, cuando escribió en el ya extinto El Nuevo Diario; específicamente en la sección Pitorreos. Autor de varios poemas y siempre contrario al poder, pasó gran parte de su vida en la cárcel de la Rotunda. El seudónimo que utiliza para sus textos y sátiras es Job Pim.
—¿ Cómo nace su sobrenombre?
—Estudié la primaria en el ya desaparecido colegio Teresa Pérez Bonalde, donde mis compañeros me llamaban Jobo. Ese apodo también lo empezó a usar mi familia y así me quedé de ahí en adelante. Una vez que entré en El Nuevo Diario decidí que era tiempo de crear un seudónimo con el cual firmar mis escritos. Aprovechando mi viejo sobrenombre, usé su abreviatura Job en conjunto con las tres primeras letras de mi apellido Pim. Y de ahí salió mi alias conocido como Job Pim.
—Durante el régimen de Gómez pasó casi diez años estando en prisión, ¿cómo fue esa etapa?
—Pasé nueve años de mi vida detrás de los barrotes. Pensar que hace tanto tiempo estuve preso no muy lejos de aquí, en la cárcel de La Rotunda, donde actualmente está construida la Plaza La Concordia. Compuse algunas de mis obras durante el tiempo como reo; entre ellas La Boradora, Se está muriendo mi vecino y Capital muerto. En esas noches solo se oía sufrimiento, pero siempre me mantuve firme y luchador. Para que quede más claro, te describiré mi etapa como presidiario con un verso: en otro tiempo en ese hotel me dejé la dentadura, y no me dejé la piel porque la tengo muy dura.
Suelta una sonrisa una vez que recita aquella respuesta rimada. Al mejor estilo de un rapero. Respira profundamente y mira hacia la pared de manera pensativa. Antes de seguir con su respuesta, sacó el pañuelo blanco que llevaba en el bolsillo y se limpió el sudor de la frente. El ambiente estaba caluroso.
—Pero no todo lo que me dejó la prisión fue malo. Durante mi último período en el retén comencé a padecer un dolor de estómago que obligó a los funcionarios a trasladarme al Hospital Militar de Caracas. Allí conocí a otros presos políticos, entre ellos el señor Casimiro Vegas, padre de María Luisa Vegas y mi futuro suegro. Recuerdo que cuando salí libre después de que me encerraran por la muerte de “Don Juancho” [hermano de Juan Vicente Gómez], le pregunté al alcaide de la prisión por qué había estado preso tanto tiempo, no podía llegar a mi casa sin tener una razón.
—Actualmente, la situación de los presos políticos como Iván Simonovis, por ejemplo, es un tópico frecuente en la opinión pública. ¿Qué tan similar es este escenario con respecto al que se vivió durante la época gomecista?
—En aquellos años solo se hacía lo que Gómez decía. No había espacio para ningún tipo de opinión contraria a su régimen. El actual gobierno tiene ciertas similitudes con el mandato de aquel andino. Una de estas es que te encarcelan con argumentos que no son más que una falsa pantalla, cuando en realidad no hay una razón de peso para detenerte. Hago alusión nuevamente a la vez que me encerraron por la muerte del hermano de Gómez, yo no fui quien lo apuñaló. Pero igual me pusieron detrás de los barrotes y me colocaron aquellos pesados grilletes. Lo mismo pasa con Simonovis, no hay una razón clara de por qué está preso; simplemente es una víctima más de un grupo de malcriados.
Más allá de la seriedad del tema, Pimentel no pierde la sonrisa dibujada espontáneamente en su rostro. Siempre ha sido un hombre de un humor ostentoso. Pero no hace falta explicarlo porque su trato y habla con los demás es la mejor prueba de aquella actitud.
UNA VIDA LLENA DE VERSOS
—¿Cuándo descubrió que la poesía y el humor era lo suyo?
—Desde pequeño siempre me incliné por la literatura. En 1909 empecé a estudiar Derecho en la Universidad Central de Venezuela, pero llegué hasta el cuarto año. Las rígidas leyes no eran lo mío. No tenía cabida en ese mundo tan serio y por eso decidí retirarme de la universidad. Luego se abrió la oportunidad de escribir en El Nuevo Diario a eso de 1913. En conjunto con mi camarada Leo [Leoncio Martínez] fundamos la popular y ya desaparecida revista Pitorreos. Con respecto al humor, es una filosofía de vida. Yo voy por la vida siempre de un humor magnífico, pocas cosas me hacen fruncir el entrecejo y así he llegado a viejo con mis gustos, defectos y carácter pacífico. Me instruí mucho en las corrientes intelectuales del humorismo español.
—¿Cuál es su inspiración para componer poemas?
El gusto por lo que hago y la sencillez con la que veo el mundo. Es una manera de decir lo que llevo por dentro. No hay algo en específico que me impulse a versificar todo el tiempo. Puede ser mi difunta madre, los guardias que me cuidaban en La Rotunda o incluso una simple arepa.
La maestría de su expresión llevó a este poeta a ser reconocido como una de las más grandes figuras humorísticas venezolanas del siglo XX, según Luis Pastori. Asimismo, Pedro Pablo Barnola lo catalogó como el “más acabado representante” en cuanto a escritores de este género. El quehacer literario es su don y en conjunto con su acento popular lo convierten en un personaje histórico.
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