Esto es un artículo sobre la muerte de Philip Seymour Hoffman ocurrida hoy domingo 2 de febrero de 2014, un suceso que ha conmocionado a quienes, en el mundo entero, lo admiran y han seguido su trabajo
Sebastián de la Nuez
Estos actores inquietos, creativos, completos, no necesitan tanta gente alrededor. A ver si es posible que alguien los entienda: los abruma la algarabía, no saben cómo desasirse de la responsabilidad que todo ese ruido trae consigo. Por eso tratan de huir y al final lo logran, para tranquilidad propia y desgracia del resto. Las drogas, el alcohol, los récipes que se agencian acaban con sus vidas poco a poco, en cámara lenta; pero uno lo sabe de repente, una tarde de domingo, precisamente cuando quisieras recuperar tiempo para ponerte al día con las películas del año porque se acerca la entrega del Oscar, cita anual a la que el mundo se entrega sin ambages, sin dilaciones, sin atenuantes. Es un asunto mágico.
A la cita del Oscar nadie se sustrae. Es como la ilusión renovada por un mundo paralelo donde todas las aventuras son posibles. Claro, en la misma escenificación del premio hay un capítulo dedicado, siempre, a las desapariciones del año. La Academia no olvida que el cine es arte e industria, y en tanto tal puede que difunda fantasía, pero no deja de ser humano en su cotidianidad, a veces trágicamente humano. Este año, cuando se le rinda homenaje a los fallecidos, el recuerdo de Seymour Hoffman estará demasiado reciente y seguramente será algo devastador. No hace tanto recibió una estatuilla por Capote.
El universo entero se ha quedado sin River Phoenix, sin Heath Ledger y, ahora, sin Seymour Hoffman. Se ha quedado sin muchos más, pero ellos son la catedral dentro del sector cinematográfico de una forma de ser en el arte que se emparenta con la desgracia. Y por eso conectan con músicos de la era rock que dejaron el pellejo en cualquier cuarto de hotel, en una bañera o en la trastienda de un escenario, al borde de una inyectadora o de un pote de quaaludes. A fin de cuentas, estos tres tienen algo de Jim Morrison.
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Una periodista le preguntó una vez al poeta y músico Jim Morrison qué opinaba de su reputación como bebedor, y Morrison le contestó que había pasado por un difícil periodo con muchas presiones a las que no podía hacer frente. ¿No podían haber respondido algo idéntico quienes murieron por sobredosis más o menos en la misma época, aquel periodo en que, como decía un biógrafo de los Stones, se consideraba al LSD la única forma segura para distinguir el bien del mal?
Detrás de tantas habladurías, de las miles de palabras huecas que se derramarán en el vacío infinito de la internet –en gacetillas improvisadas en inglés y mal traducidas al español, en blogs de advenedizos y noveleros, en tuits de asomados en el balcón que da a ninguna parte−, las cosas son muy simples, tersas y, a veces, cruelmente inasibles:
Nada queda pendiente y no hay tiempo para decidir / Hemos avanzado en un río / en nuestro viaje a la luz de la luna.
Lo anterior es de una canción de The Doors llamada Moonlight Drive, en la que Morrison invita a su novia a irse nadando a la luna. «Trepemos la marea, amor, salgamos a nadar esta noche».
Hace unas semanas estaba viendo por enésima vez la versión cinematográfica de Capote. En una escena, el escritor visita a la esposa del sheriff porque allí, en el propio hogar del alguacil, se hallan recluidos los dos delincuentes de A sangre fría. Se acerca Capote-Seymour Hoffman a la celda de Perry Smith, quien se encuentra sentado en una silla, absorto en sí mismo. El acusado no repara en el visitante y Capote-Seymour Hoffman puede contemplar su perfil –literalmente hablando− a sus anchas. La contemplación dura varios segundos hasta que Perry, dándose cuenta de la presencia del escritor-actor, gira su cabeza y le pide unas aspirinas.
Esos silencios no se compran ni se venden en botica. Ese Capote-Seymou Hoffman observando calladamente al condenado (sabe que pronto pasará de acusado a eso) vale oro y no lleva el peso leve de las palabras, sino el genio de un gesto, de una postura, de una mirada.
En fin. Los cables, o sea, internet, dicen que Philip Seymour Hoffman, de 46 años, fue hallado muerto en su departamento de West Village de Manhattan. Añade la nota que se graduó en 1989 en la Escuela de Arte Dramático de Nueva York y al poco tiempo comenzó a dar sus primeros pasos como intérprete. Que su primer papel lo consiguió en televisión, en 1991, al hacer de un abogado defensor en la serie La ley y el orden. Y, al año siguiente, ya se encontraba trabajando en la pantalla grande.
En el cine independiente hizo, en sus comienzos, una maravillosa película titulada irónicamente Happiness (1998). Pasó por el Centro Plaza caraqueño y dejó un regusto áspero sobre la sociedad norteamericana. El film, digamos, fue despiadado al diseccionar ciertas tipologías de la sociedad puritana. Esa película tuvo el mérito, además, de revivir a Ben Gazzara.
Después, dice la nota en internet, tuvo memorables actuaciones en Along came Polly, como el villano Owen Davian en Misión Impossible 3, como el padre Brendan Flynn en La duda junto a Meryl Streep, en The Big Lebowski y en Synecdoche, New York (dirigida por Charlie Kaufman).
Era padre de tres hijos, que tuvo junto a su mujer la diseñadora Mimi O’Donnel. En la nota están sus premios detallados, pero esto es algo que se puede conseguir fácilmente en la gran red. Un inciso: Philip logra su Oscar a expensas de Heath Ledger, que también estaba nominado ese mismo año por su actuación como The Joker en la saga de Batman, El caballero oscuro.
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El cinismo y ese don de gentes para alternar hipócritamente en sociedad –mientras se burla del prójimo para sus adentros− es otro rasgo resaltante de Truman Capote que PSH capturó al detalle. Hay una escena en un cóctel, memorable en la película.
Capote (en la vida real, en el libro que da origen a la película y en la película misma) resbala moralmente durante la etapa del levantamiento de información para A sangre fría. En cierto momento, su amiga Nelle –Harper Lee, la autora de Matar a un ruiseñor− le pregunta si aprecia mucho a Perry, próximo a ser condenado. Y él le contesta con el mayor cinismo: «Bueno, es una mina de oro». En su celda de la penitenciaria, y tras superar la postración suicida de su huelga de hambre −Capote le ayuda en eso poniéndole en la boca cucharadas de compota−, Perry le pregunta por dónde va su libro, y si denunciará en él la molicie de sus defensores, y si le hará conocer sus sentimientos al mundo, los del reo, pero Capote le da largas y le dice que aún no ha escrito nada cuando en verdad lleva tres cuartas partes de la obra adelantada.
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A fin de cuentas, Truman Capote enseña a dar sentido y valor a las noticias de sucesos. En eso se especializa la crónica. Capote llevó esta máxima hasta sus últimas consecuencias, violentando en el camino el tácito pacto de sinceridad que le debía a Perry. No quiso obstáculos en la tarea de dar sentido trágico al destino de este par de inadaptados, e inundó de vibraciones socio-psicóticas, y aun ontológicas, aquel pueblo del sureste estadounidense dejado de la mano de Dios.
Es posible que ese sentido último de A sangre fría pueda extrapolarse a la vida y muerte de Philip Seymour Hoffman. Su protagonismo de hoy es propio de una página de sucesos, no de las portadas acostumbradas de la revista People, por ejemplo. Aun desde la prudente distancia de Nueva York, Philip también formó parte de ese mundillo alejado de la mano de Dios que es Hollywood, donde las vibraciones socio-psicóticas se condimentan con polvo blanco de la mejor calidad. Las presiones del mundo, para un actor exitoso, perseguido y codiciado por los más diversos especímenes humanos, deben ser tremendas. Es la algarabía que se forma a las puertas del estrellato. ¡Es tan, tan fácil en esos casos encontrar un sucedáneo de mullida tranquilidad, viajar con pastillas para desprenderse de ese ruido…!
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