Este texto es enviado por una periodista venezolana residente actualmente en Madrid y que vivió muy de cerca los acontecimientos en los que el movimiento estudiantil venezolano estuvo inmerso en 2006 y 2007
Lorena Briedis
Es 2006. La madrugada del 5 abril. Mientras me preparo para ir a la UCAB sobre las 5.30 de la mañana, improviso rápidamente un bol de cereales y enciendo la televisión. Vuelvo a ver las imágenes de los tres cuerpos de los hermanos Faddoul. Dejo la cuchara en el tazón y lo aparto. Allí están: uno al lado del otro, boca abajo, hombro con hombro, 12, 13 y 17 años, clasificados por tamaño, Bryan y Kevin, los mayores, con la franela color beige, Jason, el menor, más tuerto, como quien se queda dormido sobre el brazo, con una camisa gris que fue azul, los tres con la misma franela de hacía 41 días con el sello del Colegio Nuestra Señora del Valle, de donde fueron arrancados y arrojados a otro valle, los tres rostros iguales vueltos contra el polvo, como pidiendo perdón, gimiendo sin expresión sobre la tierra seca de los Valles del Tuy, arracimados como los hermanos que nacen juntos, recién paridos a la muerte por un mismo grito. Y allí, descamisado, sin virgen ni sello, como aferrado todavía al volante, sentado en el asiento del piloto o en posición fetal, Miguel Rivas, su chofer, abultado junto a los niños pero dándoles la espalda como era siempre, llevándolos a algún lado con media cara descubierta y la otra media borrada. Las cuatro cabezas unidas y desunidas en la fosa del desbarrancadero de Yare, la de los tres hermanos y su chofer, cada una con su bala, con su tiro de gracia en la nuca.
Apago la televisión y tiro a la basura el engrudo de cereales con la leche viscosa. Agarro las llaves del carro y, de camino al estacionamiento, llamo a Ángel, compañero de clase y amigo:
—Ángel, vamos a cerrar la universidad. Mataron a los Faddoul.
Aquello no fue una idea. Fue algo más orgánico, como un aflojamiento de tripas. Tres meses antes habían asesinado en Caricuao a Leonardo González, Erick Montenegro y Edgar Quintero, tres compañeros de la Universidad Santa María, en la sonada masacre de Kennedy. Aquello no respondía a ningún artilugio, estaba limpio de toda militancia: la evidencia era que los jóvenes universitarios nos habíamos retirado de la política nacional desde los 60. Aquello era solo la espantosa sensación de estar a punto de llorarse encima.
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El movimiento estudiantil venezolano despertó a la vida nacional por esa imagen pervertida de muerte, la imagen homicida de tres niños, la de los tres hermanos Faddoul, con su prosódico antecedente en el asesinato de Erick, Edgar y Leonardo. Ese retorcimiento primario, esa conmoción nos conmovió, nos movió hacia el otro y supo recomponerse y erguirse políticamente. La universidad reconstruía su tejido social y volvía a sentir. Los jóvenes universitarios volvimos a la política nacional después de cuarenta años por una voz afilada sobre la yugular que decía: «Nos están matando». La sociedad venezolana, en un fariseo intercambio de monedas, en esa devaluación irrefrenable de la vida, se había vuelto escalofriantemente fratricida. Caracas se convirtió en la necrópolis de América, muy por encima de San Pablo o del DF. Los jóvenes venezolanos moríamos lo mismo en el barrio que en la urbanización, en el liceo que en el colegio, antes de llegar a la casa o de subir al rancho. De repente, empezamos a morirnos prematuramente y prematuramente teníamos miedo de morirnos. En este cruce de balas juradas, la tozudez y la sordera del gobierno de Hugo Chávez representaba un cuadro goyesco: el de Saturno devorándose a sus propios hijos.
Ante esa violenta imagen de horror y de duelo, dábamos un toque estrepitoso de diana, pedíamos que se nos respetara la vida. Instintivamente, el miedo a la muerte deflagró un fuego cívico y civilizatorio: la protesta. Porque protestar, como indica la etimología, era preguntarse: preguntarse ante la muerte, nada menos. En ese sentimiento fatalista, arraigó la protesta estudiantil que arrancó en 2006 y que fue haciendo acopio de otras defensas democráticas como la que cuajó el cierre de RCTV en 2007 y que, a diferencia de lo que quisieron achacarnos las diferentes facciones políticas de izquierdas y de derechas, no pedía la caída de un gobierno, sino su rectificación. Podría decirse que el movimiento estudiantil requería y reclamaba con urgencia una sola caída: la caída de la incivilización venezolana.
Por esa época, empezaron con intensidad las protestas masivas, las manifestaciones callejeras, las asambleas universitarias, una ola escandalosa de dignidad y de creatividad social y política que modelaron las universidades y que perduró. Los jóvenes replicábamos la agenda política, diversificábamos el debate, hacíamos un contrapunto de luz y crítica, cuestionábamos la mecánica del poder, buscábamos con las manos en la tierra las raíces, hacíamos memoria. La lucha era imperfecta y desigual, pero vivíamos momentos enfáticamente históricos: nos resistíamos espiritualmente a morirnos.
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Es 13 de febrero de 2014. Estoy en Madrid. Vivo aquí desde el 2010, después de graduarme de periodista de la Universidad Católica. Son las 9.00 de la mañana. Todavía no ha amanecido en Caracas, la madrugada es propicia para limpiar bien los fusiles y recargarlos mientras que empiezo a ver en vivo, sin desayuno, a Bassil Da Costa, 24 años, todavía allí, en Parque Carabobo, con la cara atormentada por el balazo, el costillar desnudo, cargado en saco por sus compañeros, por otro muerto, como si la desgracia fuese contagiosa, transmisible: Robert Redman, 31 años, ahí mismo, boca arriba en medio de la calle junto a una alcantarilla, en el bulevar Arturo Uslar Pietri de Chacao: allí su donación requerida y desdeñada (nunca la sangre derramada es suficiente, no olvidemos eso). Kevin, Bryan, Jason, Erick, Edgar, Leonardo, Bassil y Robert (y los que mueren sin aureola, perdónennos por seguir amontonándolos sin nombre). El país no nos queda lejos, es la misma reacción orgánica de descorazonamiento, sin saber ya qué fue de aquel espíritu de 2006.
Bassil y Robert no son héroes. No nos libremos del dolor así, condecorándolos. El heroísmo —tengámoslo en viva voz— es un culto al asesinato. Siempre he querido confiar en que la política puede ser un arte creativo y en que la violencia siempre quedará desenmascarada como la antipolítica. La violenta frontalidad no falla el desfiladero, la oblicuidad sabrá bordearlo y retomar la senda. Desde 2006, la lucha estudiantil ha dado frutos políticos y democráticos, allí están las evidencias. Los sigue dando con la vivacidad renovada de la antorcha. La vocación pacifista y vitalista de este movimiento está vigente e insiste en desoír fanatismos, en reinventarnos con creatividad, imaginación e inteligencia, en resistirnos a entrar en esa lotería siniestra que estúpidamente nos premiará por entregar nuestra vida a nadie, a nada —ninguna causa nos honraría, creámoslo—, y desmerecer ese llamado ocioso y vergonzoso de la masacre, rechazar sus dementes trofeos. Son tiempos de fortalecer esa resistencia espiritual. Estas imágenes terribles de nuestros compañeros encarcelados, torturados y caídos no son una bandera, son un relicario.
Madrid, 23 de febrero de 2014, a ocho años del secuestro de los hermanos Faddoul.
Foto de Ángel Zambrano: una de tantas marchas protagonizada por el movimiento estudiantil en 2007.
Lore, te felicito por este excelente artìculo cargado de muchas vivencias y ademàs de la pasiòn con que acostumbras darle a tus enfoques. Làgrimas brotaron de mis ojos,muchos sentimientos encontrados, recuerdos o que soy muy sentimental.Pero quiero que sepas que te admiro por tu templanza, actitud crìtica sin caer en los excesos. Eres un gran ejemplo para los jòvenes que al igual que tù, han dejado su paìs en la bùsqueda de mejores oportunidades… pero nunca olvidando sus orìgenes. Que Dios te bendiga. Un gran abrazo.
Myriam