Perfil de un intelectual criollo

castro leivaLuis Castro Leiva es conocido entre los no iniciados por su discurso de orden en el Congreso el 23 de enero de 1998, al cumplirse cuarenta años del derrocamiento de la dictadura de Pérez Jiménez. Claro que hay algo más guardado en esa figura: hombre de diseño liberal, enemigo de las hipocresías, todo lo que hacía estaba traspasado de filosofía moral. Ha dejado huella en la intelectualidad caraqueña, si existe tal cosa

Sebastián de la Nuez

Alrededor de los textos escritos por Luis Castro Leiva, o que versan sobre su pensamiento, pululan ideas como obsesiones recurrentes, edificando abstracciones, encadenando teorías de autores distantes en el tiempo y en el espacio. Una mente inquieta, una personalidad hiperkinética: eso era Castro Leiva.

Algunas de esas ideas: Unión −así mismo, con mayúscula− como “un bien inestimable” que a la postre significa el cese de los partidos; el mito fundacional de la república, estéticas patéticas, la revolución como “forma” que tiene la historia de hacerse a través de “sucesos”; la relación entre República, revolución y terror, el 23 de Enero, el paradigma de la razón política ilustrada, la teología bolivariana. Conceptos a veces escurridizos en el mar  enrevesado de sus textos donde abundan autores ilustrados e ilustres −franceses, alemanes, ingleses, norteamericanos; algún latino; griegos− que constituyeron el numen que estimulaba su perenne reflexión.

También le gustaba reír, no todo era enhebrar las corrientes del pensamiento en la historia de las ideas políticas. Uno de sus amigos, Juan Carlos Rey, recuerda con precisión sus capacidades histriónicas.

Este perfil dibuja al hombre de a pie y al pensador lo deja aparcado donde debe estar, en los dos grandes volúmenes editados por la Fundación Polar. Hay además libros de Castro Leiva merodeando en bibliotecas y librerías, más extractos y papers en internet. Hay folletos –en uno se recoge su famoso discurso en el Congreso de enero del 98− y artículos sueltos: lectura para quien desee indagar con fervor en su pensamiento. Se necesita mucho fervor, por cierto, para escarbarlo y asimilarlo. Su amigo, el historiador Manuel Caballero, alguna vez dijo que Castro Leiva escribía en arameo.

¿Quién fue Luis Castro Leiva, nacido en Caracas en 1943 y fallecido en Chicago en 1999, de padre militar y madre chilena? Esencialmente una excelente persona con una inteligencia desmesurada y voraz. “Un espíritu especial”, dice el sociólogo Leonardo Vivas. Su biografía anda en la gran red y en la contratapa o solapa de algunos volúmenes pero aquí caben un par de datos: nació el 23 de febrero de 1943, pasó gran parte de su infancia y adolescencia entre Washington, Santiago de Chile y Caracas; recibió el título de abogado en la Universidad Central de Venezuela en 1966, se inició como profesor de Filosofía del Derecho en 1969 e hizo un doctorado en Filosofía en París a las órdenes del profesor Michel Villey, a quien consideraba su maestro.

En abril se cumplieron quince años de su fallecimiento, ocurrido en Chicago por causas naturales cuando asistía como profesor invitado a su universidad. Uno, quien escribe, también recuerda destellos de la presencia de Castro Leiva, fragmentos de conversaciones entre amigos en alguna reunión en La Colina Creativa; una vez comentó como al desgaire que lo habían llamado los adecos para escuchar sus opiniones o para que les diera una charla. Específicamente, en tal ocasión quien lo llamó fue Canache Mata.

Tenía la simpatía y la admiración de adecos y copeyanos; en buena medida también de la izquierda ilustrada. Uno de sus mejores amigos, Rafael Tomás Caldera, escribió una semblanza precisa sobre él que puede leerse en internet. Rafael Tomás es el hijo en la penumbra del expresidente Caldera y, sin embargo, el de más alto vuelo intelectual de la camada Caldera Pietri. Compartieron mucho tiempo el oficio de pensar, de estudiar y de dar clases.

Castro Leiva ingresó al Instituto de Estudios Avanzados como profesor titular durante la presidencia de Luis Herrera Campíns. Lo dirigía por entonces el científico Raimundo Villegas, quien había sido ministro de Ciencia y Tecnología de LHC. Al ser elegido Lusinchi en 1983 hubo una gran presión por parte de los científicos de AD para que se suprimiera la fundación del IDEA, pues lo consideraban un feudo familiar y partidista de los Villegas y del partido Copei.

En realidad, Villegas había sido el presidente-fundador que hizo realidad el proyecto con el apoyo de su esposa Gloria y el de sus hermanos Jorge y Leopoldo. En primera instancia surgió como alternativa al IVIC y produjo ciertos celos. Rafael Palacios Bustamante, en un artículo de Aporrea, habla de sus unidades de Neurobiología Molecular y Neurobiología Celular, desde donde se desarrollaron “experimentos pioneros en el país y de impacto en las investigaciones de ese campo a nivel internacional”.

En todo caso, una vez asumió Lusinchi el poder, su secretario de la Presidencia, Carmelo Lauría, buscó un entendimiento para que continuara funcionando la institución, evitando así que fuera cerrada. La fórmula fue nombrar a Castro Leiva como director pues, aun no siendo adeco, gozaba dentro del partido de gobierno del respeto y aprecio de muchos. La condición: debía cesar el dominio familiar que los Villegas y sus amigos ejercían allí. Tanto la esposa de Villegas como sus dos hermanos eran profesores titulares con carácter vitalicio y derecho a voto en el consejo de profesores. De hecho, podían decidir cualquier nuevo nombramiento. Como director del IDEA, Castro Leiva desarrolló una estrategia para cambiar la correlación de fuerzas y consiguió negociar con los Villegas para que aceptaran el ingreso de tres nuevos profesores. Esos tres profesores titulares propuestos fueron Ernesto Mayz Vallenilla, Carlos Cruz Díez y Juan Carlos Rey. Ninguno adeco. Sin embargo se consideró una solución satisfactoria.

¿Cómo era Castro Leiva en el IDEA, o más bien, enfrente del IDEA? Arturo Serrano, hoy profesor e investigador en la UCAB, buscaba expandir sus horizontes como estudiante de Filosofía hacia 1995 y por intermedio de Luis Ugalde logró entrevistarse con Castro Leiva en la quinta Las Cumbres. Al terminar la charla el hombre le ofrecería trabajo como asistente. Las Cumbres queda en una urbanización frente al instituto, una especie de lugar de retiro donde unos pocos profesores daban sus clases a un puñado de privilegiados estudiantes, lejos del mundanal ruido. Cuenta Serrano:

Era una casa para los profesores en silencio absoluto. Estaban Mayz Vallenilla, un experto en minerales de quien no recuerdo el nombre, Cruz Díez y Luis Castro. Bueno, a Cruz Díez nunca lo vi, no iba mucho por allí.

A Serrano lo impresionó Castro Leiva desde el primer momento. Su imagen la tiene fresca, vívida: era un hombre muy peculiar, espontáneo, con esa espontaneidad de la gente genial, cosa que se traducía en una personalidad arrolladora. Desordenado pero a la vez queriendo saber dónde estaba todo. Disperso dentro de lo concentrado en su trabajo académico. De repente le hablaba en inglés o le sacaba un libro, le leía un párrafo, guardaba el libro y sacaba otro…

Al día siguiente de aquel primer encuentro en Las Cumbres ya estaba trabajando con él y fue así durante dos años.

Mi trabajo era básicamente ponerle orden a la locura. Por ejemplo me decía que buscara una cita de algún romano sobre la virtud, o quería saber dónde estaba algún libro.

O lo invitaba a incorporarse al casino, palabra que Castro Leiva había sacado de la jerga militar. En su casino particular, que no era más que una reunión de acólitos que se ponían a tomar café, estaban Ibsen Martínez, Rafael Arraiz Lucca, Fernando Falcón, Eliécer Otaiza y el propio Arturo. “O sea, era la locura absoluta. Nadie se parecía a nadie”. No eran profesores, alguno cobraba por un contrato con la Unesco. Otaiza era, en todo caso, un oyente; pero estaba todo el día metido allí. Pertenecían todos, o estaban adscritos, o al menos giraban en torno a la Unidad de Historia de las Ideas.

Unidades, no departamentos: eso era lo que había en el IDEA. Como es de suponer, eso está tomado hoy por el chavismo con el filósofo de la farándula Miguel Pérez Pirela –ancla del programa televisivo Cayendo y corriendo− al frente.

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Leonardo Vivas habla en su texto (verlo aquí) sobre su condición de historiador de las ideas políticas. Quizás en tal condición vio la película del chavismo clara desde un principio.Vivas afirma que, habiendo desnudado la crisis primigenia de las repúblicas iniciales, le fue más fácil y coherente interpretar la crisis de régimen de la democracia venezolana post ajuste económico (refiriéndose al paquetazo de Carlos Andrés Pérez en su segundo periodo).

Era como si mantuviera en el puño una bola de cristal. Esa bola encerraba la historia patria y sus devaneos, señalándole con crudeza el futuro inmediato.  Era 1998 y se preguntó a pleno pulmón en el Congreso, ante el país pues el evento se transmitía por televisión, qué habría de celebrarse aquel 23 de enero. “Mi dolor es grande: celebramos el olvido”, dijo. Algunas líneas más tarde, otra pregunta, esta vez sobre la política, incluso como sinónimo de democracia ganada a sangre y fuego en el 58:

¿Será demasiada perversidad imaginar que nuestra desmemoria sea la causa que nos explique por qué hemos llegado a despreciarla tanto?

En el tiempo de la antipolítica que le abrió las puertas a Chávez, Castro Leiva le pedía a los legisladores que descubrieran para los ciudadanos que todavía la política era (es) una práctica humana “y que su responsabilidad se juega moralmente en sus decisiones”. Quizás no fuera escuchado con la suficiente atención. Juan Carlos Rey habla con afecto sobre aquel filósofo joven que lo sorprendió.

Debo conceder que fue la persona más inteligente que conocí en mi vida para la edad que tenía.

La amistad comenzó en la UCV a principio de los setenta. Al regresar Luis de su doctorado en Francia, Rey era profesor en el Instituto de Estudios Políticos; se le acercó muy interesado en trabar conversación, como quien se acerca a un hermano mayor. La primera reacción del politólogo fue más bien ignorarlo. No sabía quién era, y de natural Rey no es una persona dada a abrirse ante extraños o poco conocidos. En fin, era un muchacho con ciertas inquietudes y ya, más bien humilde. Castro Leiva sabía que Rey tenía formación marxista y hegeliana, y le buscaba conversación sobre estos pensadores. Rey, con la intención de quitárselo de encima –así, de esa manera, recuerda el episodio el propio profesor− pues más bien lo fastidiaba con su parloteo, le dijo “léete este libro y después hablamos”.

El libro era Razón y revolución de Herbert Marcuse. El mismo autor de El hombre unidimensional. Un libro duro, difícil de asimilar. Pues bien: a los pocos días lo buscó y le dijo que ya se lo había leído. No solo eso; lo había entendido perfectamente. Además, a partir de la lectura,  le hizo preguntas pertinentes. Rey quedó asombrado.

Se prendió la mecha de una amistad intelectual. “Era una persona divertidísima, con un carácter histriónico”, recuerda Rey. Tan divertido como disparatado. Tal es el calificativo usado por el politólogo. De hecho, una vez lo encontró caminando por la autopista del Este. Se había marchado  de la universidad a pie porque no tenía dinero en los bolsillos. En otra ocasión, al terminar la jornada académica, lo invitó a unos tragos en alguna parte; estuvieron departiendo durante dos horas o más y luego lo invitó –Castro Leiva a Rey− a seguir la juerga en casa. Al llegar, encontraron a su esposa y a sus suegros vestidos elegantemente. “Te esperábamos desde hace dos horas, para ir a comer con mis padres tal como quedamos”, le lanzó con acritud  la hermana del médico Francisco Kerdel Vegas, su mujer a la sazón. “Una mujer finísima”, según la descripción de JCR. Tuvieron dos hijos. Al divorciarse, peleó por la custodia de los muchachos y la logró.

Rey y Castro Leiva coincidían, entre otras cosas, en una fobia: el grupo de los notables y su cháchara antipartido. Eran hombres públicos cuyas opiniones y ademanes apocalípticos contribuyeron en buena medida al clima de la antipolítica. Fue a principios de los 80. Cacareaban que los partidos políticos habían olvidado su compromiso con las mayorías y que se habían dedicado a usufructuar de una forma de gobierno al servicio propio y no de la gente. En eso consistía la partidocracia. Fue el principal motivo esgrimido para rechazar la existencia misma de los partidos políticos en Venezuela.

Quienes lideraron el discurso de la partidocracia y, por ende, antipartido, fueron los notables. Entre ellos, el escritor Arturo Uslar Pietri. Rey dice que jamás analizaron seriamente las fallas de funcionamiento del sistema de partidos; ignoraron los requisitos para su cabal desempeño dentro de una democracia representativa y optaron por la solución “más tosca y simplista”, esto es, proponer eliminarlos como intermediarios entre el elector y su representante. Querían romper la relación partido-ciudadano. Algunos de sus integrantes eran simplemente golpistas, como Manuel Quijada.

Arturo Serrano recuerda: “En esa época se hablaba de los notables, y él [Castro Leiva] decía que los venezolanos no eran ningunos menores de edad para decirles lo que tenían que hacer. Esa posición la escribió en Ese octubre nuestro de todos los días, donde despotricaba entre otros de Uslar Pietri.”

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Lo otro era el culto hueco, manipulador y populista, a Bolívar. Teodoro Petkoff recordaría una frase de Luis en alguna entrevista, al presentar el libro Los espejos de la conciencia. Aconsejaba Castro Leiva a los venezolanos, como primer deber, olvidar completamente el mensaje del Libertador, a tal punto sus categorías y conceptos habían quedado inoperantes para pensar las realidades nacionales.

Aunque no sea esta una recensión sobre el pensamiento de Castro Leiva –escapa a cualquier intento de un solo ensayo y necesitaría, para ser justos con su trabajo, una multiplicidad de interpretaciones enjundiosas− sino, nada más, un acercamiento a su persona, puede recomendarse Para leer a Castro Leiva (2005) que editó la Fundación Konrad Adenauer junto con la Universidad Católica  Andrés Bello. Para quienes estén interesados –serán los más pues fue su pieza oratoria estelar y es su texto más popular− en el discurso del 23 de enero de 1998 pueden leer allí una interpretación del profesor José Luis Da Silva. Recoge, por cierto, la referencia a Joseph Sieyes y su teoría del tercer Estado. Pero lo que vale la pena resaltar es el parafraseo que hace Castro Leiva del francés, adaptando las preguntas retóricas de Sieyes al caso Venezuela:

¿Qué es para nosotros la democracia? Todo. ¿Qué ha sido ella hasta el presente en el orden político de la nación llamada Venezuela? Casi nada, pero lo suficiente como para que haya dignidad en la tarea de hacerla mucho más que algo. ¿Qué exige ella de nosotros? Una mejor manera de ser ese todo que ya habría llegado a ser para nosotros.

Rafael Tomás Caldera escribe en su semblanza sobre Castro Leiva –reproducida en el mismo libro aunque publicada originalmente por el editor Catalá− que se comprende a Luis observando a la persona entera cuyo coraje sostiene el esfuerzo en la búsqueda. “Sin esa valentía, la agudeza del intelectual se hace cálculo, adulancia, restricción mental, actitudes que le resultaban en extremo repulsivas”.

No en balde la historiadora Carole Leal Curiel recomienda la lectura de esa semblanza, pues Caldera bien lo conoció y bien lo estimaba. Leal Curiel fue su compañera durante los últimos años aunque no es una persona a quien le guste hablar de Castro Leiva públicamente. Prefiere mantener sus sentimientos para sí.

Lo militar lo atrapaba quizás porque su padre había sido representante conspicuo de esa carrera. Claro que desde el punto de vista político lo militar estaba en las antípodas de sus querencias; sin embargo mantenía vínculos estrechos con oficiales. Su padre había sido un comandante queridísimo por sus pares de los años cincuenta y sesenta, anota Juan Carlos Rey. Fue cercano al grupo de Medina Angarita y Delgado Chalbaud. Un caballero culto que había estudiado en Francia. “Luis adoraba a su padre. Pero al mismo tiempo tenía un conflicto con él debido a su condición militar”.

Tenía, pues, amigos en el estamento militar e igual era apreciado −se ha dicho ya− entre políticos de la llamada Cuarta República. Desde luego fue cercano al presidente Caldera, quizás por la misma amistad con su hijo. Serrano recuerda que lo llamaban a cada rato de Miraflores, en especial quien fungía como secretario de la Presidencia en el último periodo calderista, Fernando Egaña.

Una persona hecha de una especial madera, Luis Castro Leiva, representante del país que pudo haber sido Venezuela en el mejor de los casos al entrar al siglo XXI, un país moderno, liberal e inclusivo. Serrano habla de un individuo estresada con el cometido de hacer el bien, con qué quiere decir ser bueno… “Para él, eso era algo fundamental. En ese sentido era como una persona de otro siglo; el republicanismo le preocupaba. Esas cosas que parecen como del siglo XIX, y me parece que eso está en el discurso del 23 de enero”.

La madre era chilena y judía. Todos quienes le conocieron hablan del carácter fuerte de esa señora, de su influencia sobre Luis. También se dice que, cuando el padre fue debilitándose debido al cáncer que finalmente lo consumiría, era Luis quien lo atendía, no la madre, “que era muy desapegada”. Se acordaba Luis de cuando visitó López Contreras a su padre en su lecho de enfermo, y recordaba aquella visita como algo que en lo personal le desagradó.

Cuando Serrano fue su asistente pensaba que la relación entre madre e hijo era muy peculiar. Cuando llamaba la mamá y Arturo respondía al teléfono, el diálogo era:

−Doctor, lo llama su mamá.

−¿Suena enojada?

Aunque no sabe si lo preguntaba por echar broma.

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Hay dos tomos gruesos editados por Fundación Polar (en la foto, uno de ellos) que recopilan diversos ensayos sobre sus temas recurrentes, pero queda mucho material por ordenar y editar pues su producción intelectual es, como se sabe, prolija. Carole Leal Curiel dice que están previstos seis tomos con sus trabajos completos, siempre bajo su cuidado y el patrocinio de la Fundación Polar.

¿Qué más quedaría por decir?

Todos los días nadaba en la pileta de la Simón Bolívar y ese fue probablemente el enganche con Eliécer Otaiza. En la maleta de su carro siempre cargaba un traje de baño. “Era un hombre de ejercicio, no diría que de la salud”, dice Serrano. Nunca lo vio degustando alguna comida; no era, ni mucho menos, un gourmet. Podían pasar las horas y no se acordaba de almorzar o comía cualquier cosa.

Quizás aquí vale la pena dejar el perfil y nada más recordar un hecho tan curioso como paradójico: la arrasadora fascinación que ejerció su inteligencia sobre Eliécer Otaiza, reciente víctima de la violencia en Venezuela, y no lejos de la Universidad Simón Bolívar. El capitán que apoyó los golpes militares del año 92 lo admiró con sinceridad con todo y la distancia ideológica e intelectual que los separaba. A tal punto que le puso su nombre a la biblioteca de la Disip cuando él la dirigía, hacia 2001. Ironía del destino.

Dos cosas quedan, de todo esto, para pensarlas: esa idea de búsqueda intelectual valiente que esboza Caldera. ¡Puede y debe haber coraje en una búsqueda intelectual! Y saber que, después de todo, los políticos del stablishment, gente de la cual quería salir el país a como diera lugar, eran lo suficientemente abiertos como para llamar a ese individuo del IDEA y escucharlo quizás con la esperanza de que les encendiera alguna luz.

Caracas, junio 2014