Un mediodía en el Banco Central

OLYMPUS DIGITAL CAMERA

Ha renacido su nombre en estos días a propósito de la compra del periódico El Universal por parte de una misteriosa empresa española, Epalisticia. Ese nombre, una vez a la sombra del banquero Gómez López, hace veinte años resonó en los oídos de los ahorristas venezolanos, por entonces escaldados y atemorizados. Se llamó entonces y se sigue llamando ahora –hay cosas que ni se cambian ni se lavan− Jesús Abreu Anselmi. Es el nuevo presidente de El Universal. El diario Tal Cual se preguntó hace pocos días quién es ese señor que ahora ocupa la dirección del periódico nacional más antiguo del país. Y se respondió: es ingeniero civil egresado de la Universidad Central de Venezuela (UCV), inscrito en el Colegio de Ingenieros del estado Lara. Es además hermano del fundador y director del Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela, José Antonio Abreu. Hay otros datos interesantes sobre el caballero que el lector podrá consultar en la red si lo desea.

Pero en suma: además de figurar como contratista de PDVSA, a través de una empresa, hasta 2007, Tal Cual reporta en un párrafo lapidario: “En 1994 estuvo involucrado en una irregularidad financiera mucho más grande: la mayor crisis bancaria en la historia de Venezuela. Abreu Anselmi fue directivo del Banco Latino (…)”.

He aquí una historia que el administrador de este blog guardó durante veinte años con vistas a un libro que jamás publicó. Es solo un capítulo, un episodio: el mediodía y la tarde de aquel día de enero de 1994 en que estalló la crisis financiera liderada por el Banco Latino. Mientras quizás un joven Abreu Anselmi se comía las uñas en alguna oficina de la avenida Urdaneta –nada lejos de la que ocupará de ahora en adelante, en 2014−, varios de sus compañeros de directiva en el Latino luchaban a brazo partido en una reunión, en Carmelitas, para no decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Sus esfuerzos por ocultarla eran ímprobos. Todo el relato de aquel día transcrito hoy, en este blog, está construido en base a testigos de primera mano.

 

 Sebastián de la Nuez

El 13 de enero de 1994 por la mañana, Oscar García Mendoza  —presidente, por sucesión familiar, del Banco Venezolano de Crédito— recibió una llamada de la presidenta del Banco Central de Venezuela, Ruth de Krivoy. En ese momento, Venezuela era un país dirigido transitoriamente por el historiador Ramón J. Velásquez, ya que Carlos Andrés Pérez (elegido en comicios de diciembre de 1988) había dimitido tras la sentencia de la Corte Suprema de Justicia, que había encontrado razones para seguirle juicio por malversación de la partida secreta.

Convocaba Krivoy a una reunión urgente a todos los presidentes de entidades financieras para las doce del mediodía. El asunto: la crisis del Banco Latino, esa sólida mole de la avenida Urdaneta y sus 200 sucursales regadas por todo el país que apenas un mes antes anunciaba en televisión sus “chequeras para zurdos”. Su presidente, Gustavo Gómez López, se caracterizaba por dos virtudes o defectos, según se mirara: su inclinación a mezclar las finanzas con la política y su arrojo en la improvisación de gestiones crediticias sin mayores garantías. El Banco Latino había quedado fuera de la cámara de compensación.

El acto de la compensación se realiza todos los días en el BCV, cuando concurren las entidades financieras con los cheques contra los demás bancos. Esa operación ocurre alrededor de las ocho y media de la mañana, todos los días. La compensación siempre le es informada al presidente de cada banco pues resuelve la pregunta sobre cuál es la disponibilidad de efectivo que tiene el banco ese día.

El Venezolano de Crédito era todo lo contrario al Latino. Funcionaba como una especie de caja fuerte. A raíz de la crisis financiera venezolana que se desataría ese año de 1994, el BVC habría de enfrentar una avalancha de ahorristas que acudiría a abrir cuentas en esta entidad cuyo principal mérito radicaba en haber crecido de forma mesurada. En la misma medida en que se hacían añicos el Latino y ocho instituciones más, el prestigio del Venezolano de Crédito repicaría de boca en boca. Era la antítesis del Latino en cuanto a cartera, solvencia y  dimensiones. Mientras el Latino cacareaba sus bondades a través de la prensa, la radio, la televisión y las vallas, el Banco Venezolano de Crédito operaba a la calladita, sin gastar un céntimo en publicidad. Fundado en 1934, hubo de esperar sesenta años para alcanzar la popularidad. A partir de febrero de 1994 se convertiría en un talismán contra la incertidumbre, lo más parecido a un colchón casero. La política de bajo perfil y la austeridad en sus inversiones lo convirtieron en paradigma de solidez y seriedad. Hacia la esquina de Padre Sierra, o hacia cualquiera de sus treinta sucursales en todo el país,  marcharon en tropel los ahorristas aventados de otras instituciones debilitadas por los nubarrones de la incertidumbre. Sólo dos bancos más –Del Caribe y Caracas– disfrutarían de una aureola semejante.

El resultado de todo eso sería que, de un promedio de treinta solicitudes de apertura de cuentas por día recibidas en sus oficinas, el Venezolano de Crédito pasaría a soportar el asedio repentino de mil personas deseosas de guardar allí sus ahorros. La gerencia, entonces, colocaría el listón lo más arriba posible: aumentaría el mínimo establecido para apertura de cuentas a dos millones de bolívares, con lo cual buena parte de la fervorosa clientela se vería forzada a emigrar.

 

El manejo del estallido

Según el economista Francisco Faraco, entre enero y marzo de 1994 se tomarían tres decisiones tan cruciales como equivocadas en el manejo del estallido de la crisis. Primero, intervenir y cerrar el Latino. Segundo, no intervenir y no cerrar a otros seis o siete bancos en estado tan crítico, o aún peor, que el Latino. Tercero, reabrir el Latino y levantar, mediante un decreto especial, todas las restricciones existentes en la normativa venezolana respecto al alcance del seguro de depósitos y límites para el otorgamiento de auxilios a entidades con problemas de solvencia.

A fines de noviembre de 1993, la campaña electoral venezolana se encontraba en plena recta final. Había un clima de gran incertidumbre en el país, la desconfianza del público en las entidades financieras locales se propagaba; grandes y pequeños ahorristas compraban dólares y los capitales salían rumbo a Miami, Nueva York o Panamá. Un primer grupo de bancos en apuros fue auxiliado por el BCV a fines de noviembre y principios de diciembre. Esas entidades presentaban papeles públicos –cero cupón, letras del Tesoro, bonos públicos– guardados en sus carteras, y el BCV giraba anticipos contra tales garantías. Entre ellos estaban, además del Latino, Maracaibo, La Guaira, Metropolitano, Ítalo, Barinas y Provincial.

Sólo el Latino se llevó unos 26 mil millones de bolívares. Entre todos, entre cincuenta y sesenta mil millones.  Lo extraordinario era la cantidad de bancos que estaban recurriendo a la fórmula.

El primero de diciembre de 1993 llega una comunicación de la presidencia del BCV al mandatario Velásquez. El gobierno central se entera de todo lo que está sucediendo pero no hace nada en concreto. En Miraflores se opta por dejar pasar las elecciones y, luego, las fechas navideñas, quizás con la esperanza de que las aguas vuelvan a su cauce por sí mismas. Un informe hecho público el 10 de abril de 1994, firmado por el propio Velásquez, da cuenta, sin embargo, de las “múltiples actuaciones realizadas por el presidente de la República” a partir del primero de diciembre de 1993, una vez que recibe una carta de la presidenta del Banco Central de Venezuela. “Es de remarcar”, se alega, “que a la presidencia de la República no le correspondía decidir sobre la permanencia del Banco Latino en la Cámara de Compensación, ni tampoco acordar su intervención…”.

En ese periodo de diciembre y primeros días de enero todos aquellos bancos le repagan al BCV excepto el Latino y así le amanece 1994, con el problema a cuestas. En los primeros días de enero comienzan las reuniones agitadas: las primeras con el objetivo de convencer a los otros bancos de que lo ayuden. En efecto se le otorgan créditos: participan el Consolidado y el Progreso, por ejemplo. Así, la gerencia va cubriendo las cámaras de compensación de aquellos días. Sin embargo el problema arrecia en vez de aminorar, y florece la idea de un entendimiento entre la banca y el Estado para salvarlo, siempre y cuando los accionistas del Latino consientan en participar de manera importante.

En ese marco se produce la reunión del 13 de enero a la cual asistió Oscar García Mendoza. Se reunieron representantes de los principales bancos venezolanos con Edwin Acosta Rubio, Alfredo Travieso, Ricardo Cisneros y Giácomo León, directivos del Latino. Por parte del sector público estaba, además de Ruth de Krivoy, el superintendente Roger Urbina.

Habló Krivoy y después Ricardo Cisneros. Cisneros dijo que “la cosa no está tan mal como se dice”; que ellos propondrían en directiva un aumento de capital. Luego intervinieron los presidentes de los bancos. Casi todos hablaron. La presidenta del BCV sacó un papel de una carpeta y lanzó su pequeño discurso. Aquel viernes 13 la cámara no cerraría, pues hacerlo significaba dejar fuera al Latino. Era un gesto de flexibilidad por parte del Banco Central, tomando en consideración la importancia del Latino y las consecuencias que podría acarrear su salida de la cámara. En fin, debía tomarse la gran decisión: quién aportaba cuánto para salvarlo. El Estado cubriría parte del hueco; pero los accionistas debían contribuir con veinte mil millones.

Cuando Krivoy anunció la cifra estipulada de manera audible, Gómez López, Travieso y Acosta Rubio no se inmutaron. Los otros bancos deberían suministrar otra suma significativa mediante la compra de cartera, mientras que Fogade —Fondo de Garantías de los Depositantes— aportaría un préstamo.

Según relataría a este redactor Omar Bello, vicepresidente del BCV a la sazón, los accionistas del Latino presentes adujeron que estaban “en disposición de proporcionar cierta cantidad, pero que no era suficiente” pues el Latino mantenía una estructura de capital muy fraccionada y no era fácil que una sola voz dijera algo como “aquí está el cheque”. Aquellos caballeros no se habían puesto de acuerdo entre ellos para ofrecer un monto exacto.

De modo que en la reunión no hubo consenso alguno. García Mendoza preguntó si el problema era de falta de liquidez o de solvencia. Porque si era lo segundo no había nada que hacer. La pregunta venía al caso: las situaciones de insolvencia indican un deterioro irreversible. El superintendente dijo que se había hecho una inspección durante el mes de mayo y que se halló un problema de cartera de ocho mil millones, de los cuales había ya reservas de más de dos mil millones. Así, el déficit apenas abarcaba, en teoría, seis mil millones de bolívares, cifra perfectamente manejable.

Krivoy propuso que aquellos interesados en buscar una fórmula de ayuda al Banco Latino podían quedarse a conversar. Algunos se levantaron para marcharse, otros se quedaron hablando pero nadie se comprometió en una ayuda concreta, sencillamente porque la gente del Latino no habló con claridad. En realidad, en los tres días que siguieron a la reunión se le pidieron a la junta del Latino los listados con los créditos. Quienes los analizaron, delegados del Provincial, encontraron que de setenta u ochenta mil millones de bolívares en créditos eran descontables, a duras penas, 90 o cien millones de bolívares. “El resto era algo que no se podía tocar ni con guantes”, asevera Omar Bello.

•••

El conocimiento acerca del déficit del Banco Latino resultó, pues, limitado para el momento de la reunión reseñada. Determinar las verdaderas dimensiones del déficit le llevaría a la junta interventora un trabajo de tres meses, poniendo en ello a los mejores auditores disponibles en el país. La exigencia de los veinte mil millones hecha por Krivoy en aquella circunstancia resultó a la postre francamente ridícula.

Al no producirse acuerdo alguno, el proceso pasó a depender de que el gobierno le pagara unos títulos al Latino por el orden de 15 mil millones de bolívares, del Centro Simón Bolívar, una entidad estatal dedicada a desarrollos inmobiliarios. Títulos que, en teoría, serían negociados con el BCV para recibir prestado, o con otros bancos.

La gestión para revalidar aquellos títulos llevaría días, y en cualquier caso nunca llegaron al BCV. Sobre este punto han surgido opiniones: hay quienes dicen que el gobierno –a instancias del recién elegido presidente Rafael Caldera– no realizó con diligencia los trámites para cancelarlos; otros, que sí hubo tal diligencia pero que el Banco Central optó por cerrar la ventanilla a las cuatro de la tarde del día siguiente.

En cualquier caso, no se podía mantener represado el sistema de compensación en Venezuela por culpa del Latino. Y en la hipótesis de que esos títulos se entregaran aquel día, la agonía habría reaparecido probablemente una semana más tarde, o poco después. El hueco era demasiado profundo.