Sebastián de la Nuez
Este domingo, el Centro de Arte Los Galpones reverberaba de sol y gente. Muchos señores con barba. Estaba la violencia caraqueña sintetizada en D’Museo, desde el punto de mira de una docena de artistas; la lucha libre en el Palacio de Deportes en los años cincuenta con fotos de Daniel González, uno de los fundadores de El Techo de la Ballena; la historia de la fotografía contada por el pintor Alí González (mayor información aquí); el crítico Perán Erminy oficiaba un conversatorio en una sala aledaña a la librería Kalathos, y la propia librería ya estaba atiborrada de libros y de gente; además, una tienda de objetos varios ─sobre todo para plantas y jardines─ anunciaba una liquidación total aunque estaba cerrada a cal y canto.
Los Galpones es eso: Caracas la de hoy, en liquidación por falta de uso. O por excesivo uso. Y también su antítesis, es decir, la Caracas de la que debería haber más cantidad en el futuro.
La gente que asiste antes andaba muy a su aire por la plaza Morelos, el Ateneo, el MACCSI, Parque Central y Los Caobos. En plaza Morelos vendían bisutería e incienso. ¿La polarización política es, también, polarización de los espacios de recreación cultural de la ciudad?
El hiperrealismo fetichista del chavismo priva como estética en la Morelos y varias millas a la redonda. Eso es ética y estética para los de la Coordinadora Simón Bolívar, por ejemplo. O sea, una apuesta para ver la ciudad a través del velo que tiñe hasta tus más íntimos pensamientos de rojo.
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Las galerías de Las Mercedes estaban cerradas o solitarias ayer domingo. Sin embargo, es encomiable el trabajo de Beatriz Gil y Valentina Atencio en la que antes se llamaba Artepuy, en esa calle que sube y se bifurca hacia Bello Monte y Colinas de Las Mercedes, cerquita de la emisora 92.9. Ahora se llama Beatriz Gil Galería y está exhibiendo hasta nuevo aviso una muestra que se llama “Punto de quiebre”, con 16 trabajos de otros tantos latinoamericanos. Es especialmente interesante el conjunto de fotografías del brasileño Joao Castilho, y la provocación de una venezolana, Deborah Castillo, que pone la cabeza de Bolívar decapitada delicadamente en el piso.
Por su parte, la galería Ascaso, a pocos metros de la anterior, exhibe en tres pisos y una terraza un apretado compendio de la plástica venezolana de las últimas décadas, incluyendo a Pancho Quilici, Cruz Diez, Rolando Peña, Alirio Palacios, Vásquez Brito y muchos otros cuyas obras trepan a las paredes o se dispersan con vida propia, aquí y allá, sobre las pulidas superficies.
La terraza es un párrafo aparte. Es una vitrina del color y de la forma, y además hay una vista preciosa de lo que queda de Las Mercedes. Quizás las piezas exhibidas corran desigual fortuna artística, pero eso es lo de menos. Es el propio sitio para compartir un viernes a las siete de la tarde. El señor Antonio Ascaso debería anexarle una barra.
Los catálogos de Alirio Palacios y Carlos Medina que ha editado Ascaso son preciosos. Medina hizo los lagrimones que se han dispuesto frente al CCCT, y que uno suele admirar despaciosamente, aburridamente, mientras se merienda la cola de regreso a casa.
Ojalá estas galerías sigan sosteniendo ese negocio, el negocio del arte, sobre sus hombros. Ojalá sigan siendo rentables. Que lo sean contra viento, marea y estética fascista imperante.
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