Esta semana se produjeron dos fallecimientos relativos a Hollywood: Robin Williams y Lauren Bacall. En la lista que consagra a Chaplin y Jack Lemmon, la de aquellos que hacen reír y llorar, Williams tiene un sitio
On a morning from a Bogart movie / in a country where they turn back time
you go strolling through the crowd like Peter Lorre / contemplating a crime…
Al Stewart / The year of the cat
Sebastián de la Nuez
Ella era una musa, ese tipo de pelirroja a lo Rita Hayworth que quizás hiciera que los ojos de Peter Lorre se volvieran más acuosos de lo usual. Él, una imagen para la eternidad: el DJ Adrian Cronauer en Good morning, Vietnam remedando diferentes voces mientras coloca canciones de los Beach Boys y Louis Armstrong para animar a la infantería norteamericana en Saigón a través de una emisora de radio. Una sátira antibelicista que le hizo ganar a Robin Williams un Globo de Oro por su actuación.
Lauren y Robin han fallecido esta semana, recordándoles a sus consecuentes admiradores que las películas son solo esto: a fin de cuentas, nada más una representación de la vida. La eternidad conservada en celuloide o en cinta de video es, también, pura ilusión. A veces, una representación bastarda; otras, de exacerbado romanticismo: lectura deliciosamente risueña del universo. Quizás Williams pertenece a esta última categoría. Quizás se quede para siempre en esa estrella titilante a la que aludió su hija Zelma Rae en un tuit. Déjenme decirles, a riesgo de parecer ridículo, que supongo que sí, que hay una estrella en el cielo, como la imaginó Saint-Exupéry para El principito, dedicada exclusivamente a sonreírle al actor dondequiera se haya marchado. No es una estrella como otra cualquiera, y seguirá alumbrando con su “delay” de años luz.
La noticia sobre su muerte, la manera en que ocurrió particularmente, es una crónica roja demasiado brutal para uno terminar de creérsela. Woody Allen ha dicho a través de alguna película que la vida no imita al arte sino, en todo caso, a la mala televisión. Tiene razón, como siempre. Y he aquí un caso patético.
Las dos desapariciones son significativas, pero distintas. La de Williams, por inesperada y por ser él un icono plenamente vigente, ha provocado un alud sentimental en las redes. En el fondo, y también en la superficie, es palpable: la nostalgia de la gente se lanza al vuelo con sus alas tristes justo en el instante en que una buena película termina y comienzan a pasar lentamente los créditos. Ver en conjunto la trayectoria de Williams, recordar sus personajes, la pirotecnia de sus actuaciones, es saber que la felicidad es posible; que el mero hecho de plantearla, esbozarla y perseguirla con esperanza, aun sobre una tela o una pantalla de plasma, aun inducida por una ilusión, es un logro del ser humano, sanador.
De Robin Williams no se podrá decir como se dijo de Jack Lemmon: que cinematográficamente su vejez no tuvo desperdicio (verbigracia los memorables trabajos junto a Walther Matthau en las secuelas de La pareja dispareja), pues le birló al mundo ese último tramo profesional. Tiró la toalla antes de tiempo, llevándose el secreto consigo, cualquiera que este haya sido (su viuda acaba de hablar del mal de Parkinson, que los médicos acababan de diagnosticarle, como posible razón definitiva).
En cuanto a Lauren Bacall, es como si se hubiese quedado detenida en el tiempo hacia 1957. Durante décadas diríase que desapareció junto con su marido de aquella época, Humphrey Bogart, tan atada ha estado históricamente a él… Pues no. Lo sobrevivió toda una vida. Vivió para contar lo que es tener un hijo con un espécimen mitológico dado a la bebida y a la fumadera, un tipo con una personalidad arrolladora a quien una esquirla de metralla o de algo que le rozó los labios durante la Segunda Guerra Mundial lo puso a modular de esa manera harto particular. Siempre en un rictus. Una marca que le brindó estilo seductor sin pretenderlo; fue su sello y su atractivo.
Sin embargo, ella sí tuvo su lugar y no solo por su cabellera rojiza y esas piernas deslumbrantes que aparecen en la foto hogareña detrás del padre, del hijo y de los tres perros boxer echados en la alfombra. Tuvo el guáramo de marchar a Washington para protestar contra el Código Hays en tiempos de pacatería y doble moralidad. Hizo algunas películas buenas.
En el libro de Memorias del director John Huston se menciona a Betty Bogart (así se la conocía familiarmente aunque su nombre completo de nacimiento era Betty Joan Weinstein Perskeunas) al menos en ocho ocasiones; para Huston era eso, una parte de la familia, la mujer de su amigo. Huston, que trabajó con ella al menos una vez, la alude con cariño pero prefiere elogiar como actor a Lionel Barrymore antes que a ella. Y cuando la elogia, lo hace por ser buena cocinera. Al parecer, de no haber sido por sus comidas, el equipo de Huston la hubiese pasado mal filmando en lo más profundo de la selva ugandesa la legendaria La reina de África (1952), con Bogart y Katharine Hepburn.
Caben un par de apuntes adicionales: las tardes en que la Cinemateca Nacional de Caracas pasaba Tener y no tener, la película en la que trabajó Lauren Bacall por primera vez. Tenía 19 y se enamoró de su compañero de rodaje, que tenía 45. O Cayo Largo, un thriller en el que Bogart y Edward G. Robinson se lucen junto a ella. Era la Cinemateca donde uno revisitó las películas de Chaplin, que de alguna manera es la referencia fundamental de todo actor de comedia que pueda llamarse tal. Pedro Manuel Villora −en La Gran Enciclopedia del Cine de Terenci Moix−, entre otros, ha hablado de la risa trágica al reseñar a Chaplin. Dice Villora que el llanto escondido bajo la aparatosa notoriedad de la alegría no es solo una herramienta de Chaplin sino “una condición del siglo”. Por cierto, se cumplen cien años en estos meses desde que Charlie Chaplin dejó de ser Charlie Chaplin para pasar a ser Charlot, el personaje. Los empresarios, al ver el éxito del hombrecito con el bombín en pantalla, pidieron más y más a la Keystone y allí empezó la meteórica ascensión al reino de los mitos.
Charlot y Williams son, desde luego, casos distintos. Pero en ambos hay poesía, gracia y mimo. Ambos representan un siglo lleno de avatares para la Humanidad; siglo de estridentes cambios, conquistas impensables hasta entonces; siglo de crisis, locura, injusticias, deseos de satisfacción. Charlot lo representó icónicamente, desde el silencio a la contención verbal de Candilejas. Villora lo lleva hasta la representación total, diciendo:
Es difícil hablar del tiempo que vivimos, porque comporta incidir en la propia frustración. Por eso es más fácil hablar del tiempo de Charlot, porque Charlot, que es otro, somos todos.
En estos momentos, a mediados de 2014, también Robin Williams somos todos. Y uno, desde lo lejos, no tiene sino lo que cuentan los historiógrafos, las agencias, los faranduleros. Uno no es capaz de discernir las motivaciones internas de una personalidad que ha sido y será siempre, desde ahora en adelante, un representante genuino de la risa trágica. Uno no sabe en realidad, como le diría el profesor Sean a Will Hunting, a qué huele la Capilla Sixtina. Uno se limita a ser espectador, lo que te da pleno derecho a llorar sin que un maldito paparazzi te esté espiando.
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