Hace pocos días, así lucía la esquina de La Candelaria en donde Bassil Dacosta recibió un tiro mortal aquella tarde de febrero que luego se repitió cuarenta o cincuenta veces
Sebastián de la Nuez / Foto: Mariana Yépez
Una esquina cualquiera de La Candelaria, solo que tiene un par de placas adosadas y varios papeles pegados con tirro. Una esquina cualquiera, no muy diferente a otras de esta ciudad: sucia, despintada, ajada por la desidia. En ella hay tres nombres, tres hombres que murieron el 12 de febrero de este año tiroteados poco después de una caminata de miles de ciudadanos hacia las puertas cerradas de la Fiscalía General de la República.
Solo uno de los tres, a decir verdad, recibió el disparo fatal en esta esquina de Tracabordo. Los vecinos dicen que al principio se había improvisado un altar en memoria de Bassil Alejandro Dacosta Frías, pero que un día llegaron unos vándalos y arrasaron con lo puesto. La placa da cuenta de su corto periplo vital: 6 de junio de 1980 / 12 de febrero de 2014, y remata con una frase horadada en el mármol:
En el corazón de todos los vecinos de La Candelaria. Siempre te recordaremos, fuiste nuestro héroe.
¿De qué le sirvió, por cierto, ser el héroe de la parroquia?
Se acaban de cumplir siete meses desde esa trágica tarde. Es extraño. La gente suele pensar que los grandes hitos significan un antes y un después, que las cosas ya no serán igual después de… Al cabo de estos meses, el tiempo parece jugar en el inconsciente de alguna retorcida manera: uno puede confundir ese día con el 16 de agosto de 2004, cuando fue asesinada Maritza Ron en Altamira, o con el día en que aparecieron los cuerpos de los hermanos Faddoul. ¿Se trata de poner puntos y aparte en cada recodo del camino? En todo caso, ¿de qué camino se trata?
¿Cuándo será el próximo punto y aparte? El presidente Nicolás Maduro acaba de anunciar, ante la juventud del partido que lo respalda, que las fuerzas armadas están preparadas para enfrentar las protestas estudiantiles que seguramente vendrán tras el inicio de clases. Ya hubo un abreboca: “Más de veinte jóvenes detenidos y un número menor de lesionados dejó la arremetida de la Guardia Nacional Bolivariana contra manifestantes que se dirigían desde Bello Monte a la plaza Alfredo Sadel para conmemorar los siete meses de los hechos del 12F”, dice el periódico Tal Cual.
Era solo otra marcha pacífica. La GNB suele lanzar las bombas lacrimógenas primero y preguntar, luego, de qué tipo de manifestación se trata (si es que pregunta).
En su libro La máquina de impedir (Editorial Alfa, 2011), la politóloga Colette Capriles habla del fin de la historia al estilo criollo, de la ceguera voluntarista, del hombre nuevo que se supone ha de venir cuando termine de morir “lo antiguo”; pero lo que está muriendo, dice, no es lo que debería, no es lo que se declara muerto. Y más adelante se pregunta Capriles “qué hemos dejado que muera y qué hemos matado con nuestras propias manos”.
Por lo pronto puede verificarse algo: en esa esquina cualquiera de La Candelaria retratada en la foto, todo un país dejó que muriera un joven inocente; y su calificación de héroe no contribuye en nada a poner las cosas en su justa dimensión. ¿Héroe de qué? ¿De una batalla por la libertad? Era una simple manifestación civil.
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