Se ha dicho que la gente, de tanto convivir con sus mascotas, termina pareciéndose a ellas incluso físicamente. Eso también puede ser cierto respecto a los automóviles que los caraqueños conservan a través de las décadas. El Museo del Transporte, frente al Parque del Este, ofrece un viaje a los tesoros perdidos
Sebastián de la Nuez
El Museo del Transporte –¿es de la Gobernación de Miranda? ¿Es del elefante cultural del Estado chavista? ¿Es una fundación privada?− un domingo por la mañana se llena de Studebakers que caminan y Cadillas con aletas que parlotean; Mustang, Buick, Morris: puede tongonearse por allí cualquier marca, y sus conductores se bajan y caminan con cara de Mustang, Buick o Morris. Hay asiduos que buscan juguetes de latón made in China, otros simplemente van a olisquear naftalina entre objetos polvorientos.
El visitante puede encontrar una ánfora que alguien sacó del desván de su abuelita, o una colección bastante completa de carritos Matchbox. O muñecos de la guerra de las galaxias, que por supuesto no pueden todavía entrar en la categoría reliquia.
O un ejemplar de la revista Elite de 1959, con una entrevista exclusiva al golpista Castro León en Trafalgar Square.
Es una raza Studebaker la que se reúne allí, frente al Parque del Este. Los conductores llegan y estacionan sus antigúedades frente a los salones del Museo propiamente dicho. Allí dentro pernoctan los antepasados o tíos que hace tiempo dejaron de rodar por las calles de la ciudad, otra ciudad. Carros, carrozas o calesas del siglo XIX, así como preciosas sillas de montar. Los automotores en exhibición permanente −limusinas presidenciales, marchanticas Efe, furgones, camiones de los bomberos− podrían haber sido exhibidos con mejor tino, con mayor gusto y cuidado. No es así. Hay un Cadillac negro presidencial con los cauchos pinchados. Hay algo de hacinamiento en los salones.
La exposición podrá tener mayor información disponible al público, el sitio mismo podría estar mejor cuidado, las fotos en un formayo mayor para visualizarlas fácilmente; todo se perdona porque hay tesoros. Por ejemplo, un fantástico De Soto azul aguamarina de 1943 que quita el hipo. En todo caso, los vigilantes y empleados en general son amables. Si está de su mano, te dan información complementaria.
Como Jorge Bello, que da pormenores sobre varios autos presidenciales y señala con entusiasmo casi infantil el que utilizó Cantinflas al menos en dos de sus viajes al país. Es un elegante Rolls Royce de 1955, “gentilmente cedido en comodato por el presidente de la República”, según reza el cartelito colocado al lado. Fue obsequio de un misterioso personaje a Miraflores en tiempos de dictadura; en el quinquenio de Betancourt fue utilizado en viajes al interior.
Jorge Bello Domínguez es ese caballero de overol verde en la foto. Trabaja allí desde hace un montón de años. Bello es de origen catalán, está ronco por alguna gripe y hace que el visitante le tome el pulso al vidrio trasero de un Packard del 52 también presidencial. El vidrio es una gruesa lámina. A todas luces no fue el que usó Betancourt al momento en que Trujillo le envió su presente en 1960, paseo Los Próceres.
El Museo del Transporte no se ha detenido en el tiempo ni ha puesto marcha atrás como si fuera un partido político retrógrado y obtuso. No. En todo caso, muestra un tiempo paralelo. El tiempo en que las personas son más consecuentes con su entorno, con sus hobbies, con sus querencias. Con su memoria.