El actor principal que va al rodaje en camionetica

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Dimas González, artista de teatro y cine, ha pasado más de cuatro de sus seis décadas recién cumplidas entre las tablas y la cámara. Su filmografía y repertorio teatral suman más de 60 papeles. Ha recibido varios premios dentro y fuera de Venezuela. Sin embargo, el nombre de Dimas González no es muy conocido entre el público y le son ajenos los lujos y privilegios de una estrella. “No sé lo que es ser una celebridad”, dice, sin dejar de sonreír

 

Alejandro Armas

 “Trabajo”.

Dimas González repite este trisílabo más veces que las obras de Adam Smith y Karl Marx juntas. Lo pone por las nubes tanto como desprecia otro que empieza por la misma letra: “talento”.  Puede resultar curioso que un actor desdeñe esta última cualidad, tan asociada positivamente por muchos al mundo histriónico. Igual pasa si alguien que lleva más de cuatro décadas dedicado a este oficio se autodefina como “no talentoso”, sin que se le quiebre la voz o baje la cabeza. Él proclama que todo lo que ha conseguido en esos años se lo debe exclusivamente a su trabajo.

Si esto es cierto, González tuvo que haber sudado la gota gorda en su trayectoria sobre las tablas y frente a la cámara. Dos premios de la Asociación Nacional de Autores Cinematográficos (ANAC) al Mejor Actor (por los cortometrajes El Tumbe, de 1996, y Una voz íntima para un concierto hueco, de 2004), un Premio Nacional de Cine al Mejor Actor Protagónico (por la película Bloques, 2008) y un Premio al Mejor Actor del Festival de Cine de Milán (por El pasajero, 2009). Estos y otros galardones que ha recibido los exhibe en una pared de su desordenado estudio. Ha aparecido en 45 producciones audiovisuales, entre cine y televisión, así como en más de 20 montajes teatrales. En ellos trabajó con Héctor Manrique, Ibsen Martínez, Román Chalbaud y Luis Alberto Lamata. También ha tenido sus coqueteos con la dirección y la dramaturgia.

Acaba de cumplir 60 años. No le queda tanto cabello como antes, pero lo compensa con una gran barba entre gris y blanca. Viste casi siempre sin formalidades y sale poco de casa, desde donde ofrece lecciones a actores jóvenes y dirige el grupo Teatro Itinerante de Venezuela, que fundó en 1988.

Itinerante. Así es como describe su infancia y adolescencia. Su padre trabajaba en el entonces ministerio de Transporte y Comunicaciones, en una posición que exigía mudarse constantemente de un rincón del país a otro. Creció sobre todo en su tierra natal, el estado Lara, en el seno de una familia de músicos tradicionales, cuyos pasos quería seguir. Pero confiesa que él resultó ser la excepción a la regla por la cual “todo larense nace con un cuatro bajo el brazo”. Era torpe con los instrumentos y no lo dejaban participar. También le gustaba el béisbol, pero perdió mucha de la potencia de un brazo por una lesión, lo que frustró sus ambiciones de pelotero.

Una vez, a los 17 años, tuvo una pelea con su padre y salió de la casa para caminar por las calles de Barquisimeto. Se detuvo frente a un lugar en el que vio a dos hombres que se iban a pelear con los puños. Luego supo que ese sitio era el Taller de Estudios Teatrales de Lara, y que la supuesta riña era parte del ensayo de una obra. Tanto lo impresionó ese primer encuentro con el mundo actoral que dejó el bachillerato (lo acabaría después) para recorrer exclusivamente aquel camino. Se inició en ese taller barquisimetano y luego pasó a Caracas para estudiar en la Escuela Nacional de Teatro, el Laboratorio Teatral Anna Julia Rojas y la Escuela Gonzalo J. Camacho. Entre sus maestros aparecen varios nombres destacados asociados a las artes escénicas nacionales, como Enrique Porte, Gilberto Pinto y Levy Rossell. Pero como la actuación es teoría y práctica, esos estudios los realizó al mismo tiempo que lanzaba su carrera profesional.

 

OBSESIONES DE UN VILLANO

“Siempre hago el papel de malo. Soy uno de los villanos del cine nacional”, dice González. Uno de sus roles más resaltantes lo desempeñó en el largometraje Florentino y el Diablo (2000), y sobre este mito llanero también escribió una pieza teatral. Su última aparición en la gran pantalla fue en Las caras del Diablo, 2 (2014). “Mi mamá siempre me decía que diera lo mejor de mí. El cine me enseñó a dar lo peor”, bromea.

Tal vez eso se deba a lo que él considera como sus obsesiones, que inclinan la balanza de sus preferencias cuando elige a cuáles audiciones de papeles presentarse. Algunas de esas obsesiones tienen tintes que pueden parecer oscuros. Está la soledad, por ejemplo, a la que atribuye una sensación de paz para reflexionar sobre sí mismo, sus miserias y grandezas. La identifica como su “mejor amiga” desde que era niño. Entonces la buscaba en los cementerios, donde a veces lo encontraban dormido entre las tumbas. Y es que también le fascina la muerte, pero como noción que le da valor a cada instante de la vida.

No le parece que su carácter solitario lo convierta en un antisocial. Proclama que igualmente lo obsesiona el amor, pero ese que halla en las cosas sencillas de su cotidianidad, como disfrutar de un libro, una canción, una pintura o la conversación con un amigo.

 

SIN FAMA NI FORTUNA

¿Cuál es el estilo de vida de un actor venezolano de larga trayectoria, con múltiples reconocimientos? Muy probablemente la respuesta inmediata a esta pregunta sea que dicha persona vive rodeada de lujos, comodidades y privilegios. Un Porsche o un Jaguar, restaurantes finos de Altamira, apartamento en Lomas del Mirador y al menos una propiedad en Miami. Todos conocen sus caras y no pueden ni ir al supermercado sin quedar sumergidos bajo una oleada de adulaciones, peticiones de autógrafos o imitaciones bienintencionadas de algún parlamento de su último papel. ¡Así viven todos!

“Yo no. No sé lo que es ser una celebridad”, dice entre risas González. Es difícil saber si la fama y la fortuna le huyen, o si es él quien huye de ellas. La primera le parece intrusiva, algo que no puede permitirse un hombre que prefiera la soledad calmada. Asegura que no comparte la idea de que un actor deba estar elevado con respecto al público, ni que su estatus de famoso le impida interactuar con los demás como lo haría cualquier otro.

Incluso, lamenta que cada vez más venezolanos vivan una suerte de encierro, que no gocen de la calle como se podía hacer en su juventud. Él evita la ostentación para protegerse de la inseguridad. Hace tiempo vendió su carro. Prefiere atravesar el caos caraqueño en cualquier forma de transporte público. Con respecto a sus aposentos, habita un apartamento pequeño, en un edificio para nada exclusivo, en Los Caobos.

González asegura que no le preocupa la adquisición de bienes materiales, más allá de lo que necesite para su trabajo y su desarrollo profesional. Cree que ese desapego a lo material se debe en parte a una experiencia de hace quince años. Vivía en La Guaira a finales de 1999. Cuando estallaron las primeras lluvias de lo que se conoce como la “tragedia de Vargas”, casualmente él había subido a Caracas, donde quedó incomunicado de lo que pasaba en el litoral. Cuando regresó, se encontró con que lo había perdido todo, menos la ropa que llevaba puesta. Pero su principal angustia fueron su esposa e hijo, de quienes no supo nada por diez días, aunque finalmente los encontró sanos y salvos. Las dificultades de la recuperación económica lo hicieron aprender a valorar lo que tiene, aunque no sea mucho.

Piensa más en el presente que en el pasado o el futuro. Eso al menos vale para sus goces, pero no para el tan mentado trabajo. No se conforma con sus méritos y siempre que le preguntan cuál ha sido su papel más importante, responde que ninguno que haya hecho, sino el que tiene pendiente. Cree que cuando alguien ya ha conseguido todo lo que quería y no se empeña en nada, eso es como estar muerto. Algunos filósofos de la antigua Grecia pudieran haber coincidido con él, puesto que identificaban el alma, o ánima, con el dinamismo, la capacidad de moverse por cuenta propia. En tal sentido, Dimas González podría bien acabar sus días sobre un escenario, y solo entonces aceptará que le bajen el telón.