Desde joven se rodeó de artistas y escritores, sobre los que ha reflexionado por décadas entre la alabanza y la crítica. Aunque recorrió medio mundo, hoy el último ganador del Premio Nacional de Literatura, Fernando Paz Castillo, añora la tranquilidad de su terruño campestre juvenil. “En mis versos quiero conectarme con Dios antes de morir”, dijo el poeta
Alejandro Armas
«¿Esperar? No, yo ya no puedo. Esperar es para los jóvenes, que tienen toda la vida por delante. Estoy viejo. Cada segundo que espero por algo o alguien es claudicar una porción del poco tiempo que me queda. A estas alturas, creo que tengo derecho a preocuparme solo por la espera de la muerte, y de nadie más.»
Eso pensaba Fernando Paz Castillo mientras apretaba con temblorosa ira la empuñadura de su bastón. Ni siquiera lo angustiaba la espera de más reconocimiento. Acababa de ganar el Premio Nacional de Literatura y sentía que su satisfacción en ese ámbito era plena.
Pero Paz Castillo, el poeta, estaba esperando en ese momento. Esperaba a alguien que lo llamó a su despacho en la Academia Venezolana de la Lengua, el día anterior, para conversar con él. De baja estatura, con cabello entrecano que llegaba casi hasta los hombros, enfundado en un flux azul un poco ajado, aguardaba sentado en uno de los jardines centrales del Palacio de las Academias, en el corazón de Caracas, bajo las sombras de la estatua de José María Vargas y de un chaguaramo.
Cuando finalmente llegó la persona que le había pedido esos minutos de su día, se irguió y no devolvió el saludo, ni permitió una excusa para el retraso. Levantó el bastón. “Sabía que se trataría de un jovencito, de esos que no aprecian el valor del tiempo porque les sobra. Esta madera es de calidad, bien dura. ¿Ves? Debería darte en la cabeza con esto”, amenazó. Ante una expresión de desconcierto, respondió que era capaz. “No hace mucho, justo al lado, en la Biblioteca Nacional, un muchachito me pidió a la entrada mi carnet. ¡Un carnet, a mí! Si no me contiene el vigilante le hubiera caído a bastonazos”, contó.
Resoplaba, pero al cabo de unos segundos de silencio, volvió a sentarse e invitó a hacer lo mismo junto a él. Pidió disculpas y dijo que se exasperó. Agregó que aquella otra vez el joven no tenía la culpa, pues era nuevo y no sabía que Paz Castillo prácticamente vivía ahí, hacía años que todos lo conocían y nadie le pedía identificación. De todos modos, no entendía cómo alguien que trabajara en un ambiente literario no supiese quién era él. Cuando tenía 19 años, menos aún que los jóvenes que ahora lo desesperan, había sido miembro fundador del Círculo de Bellas Artes en 1912. Ahí se codeó con personalidades tan disímiles como Manuel Díaz Rodríguez, un admirador de Juan Vicente Gómez, y Rómulo Gallegos, joven impulsor de la democracia.
Del primero exaltó su llamado a “hacer la patria por estas tierras”, mientras que Gallegos le dedicó la novela La trepadora (1925), en cuyo prólogo le atribuye a Paz Castillo haber concebido la idea central una mañana que compartieron en los Altos Mirandinos.
El poeta adora esos parajes, que recuerda surcados por “sendas de oro y rosa bajo el sol postrero”, entre pequeñas aldeas como Los Teques, donde residió por un tiempo. En su obra no son escasas las loas a la vida en esos montes, que según él no tendría nada que envidiar a lo descrito por Virgilio en sus Bucólicas. Sobre todo sus primeros poemas, publicados en 1931 bajo el título de La voz de los cuatro vientos, están llenos de esa fiebre por lo idílico, por bosques donde jóvenes campesinas criollas toman el lugar de las ninfas, no hay laureles pero abundan los bucares, y las casitas blancas de los cafetales sustituyen las chozas de los pastores griegos.
Últimamente su poesía se ha encaminado hacia otra dirección, con vuelos metafísicos y místicos. Están llenos de religiosidad. Él dice que en ellos trata de dialogar con Dios, con quien quiere conectarse antes de morir. Así queda patente en versos recientes como El muro (1964), que algunos han descrito como una obra “monacal”.
El ex diplomático
Volvió a levantarse y dio unos pasos hacia la Academia de Ciencias Políticas. “Por ahí han pasado muchos hombres que se dedicaron a representar al país en el extranjero. Deberían hacerme su miembro de número también. ¡A ver si ahí hasta el último empleado me conoce y no se repite el incidente del carnet!”, bromeó Paz Castillo, el ex diplomático.
Tuvo que despedirse de Venezuela en 1936, cuando pasó al servicio exterior, y no volvió sino esporádicamente por más de veinte años. En ese transcurso desempeñó varios cargos diplomáticos en España, Francia, Argentina, Brasil, el Reino Unido, México, Bélgica, Italia y Canadá. Como su querido Díaz Rodríguez, recorrió media Europa.
Fue la vieja metrópoli la que le dejó recuerdos más marcados. Estaba ahí como cónsul en Barcelona cuando estalló la Guerra Civil en 1936. Atestiguar el derramamiento de sangre entre compatriotas inspiró algunos de sus versos más amargos, los que aparecieron en 1945 en el poemario Entre sombras y luces. Algo parecido le pasó en 1940, cuando presenció los bombardeos de la Luftwaffe (la fuerza aérea de Hitler) sobre Londres, y cuando volvió a Europa tras la guerra y la encontró devastada.
Siguió ejerciendo su carrera diplomática incluso después de los golpes de Estado de 1945 y 1948. Ni siquiera la abandonó cuando su amigo Gallegos fue derrocado. “Nunca trabajé para Pérez Jiménez, ni para ningún régimen militar. Trabajé para la patria, que es muy diferente. Díaz Rodríguez me enseñó eso”, dijo.
El crítico literario
“No soy complaciente. A los que me acusan de serlo los reto. ¡Demuéstrenlo! Si elogié La trepadora es porque de verdad me gustó. Me pareció que entonces Rómulo mostró una calidad de la que sus textos anteriores carecen. No tiene nada que ver con nuestra amistad, ni con el hecho de que, tal vez exageradamente, me señale como autor de la esencia de la trama”, dijo Paz Castillo, el crítico literario.
A esas personas las exhortaría a escudriñar mejor entre sus artículos en la prensa, entre sus ensayos en revistas, entre los tres volúmenes de Reflexiones de atardecer, y así encontrar abundantes pasajes nada halagadores de sus contemporáneos. Sabe que mientras habla se está preparando una antología de sus poemas, prologada por Eugenio Montejo. A él lo identifica como un amigo y aprecia el grueso de su obra. Pero asegura que eso no lo ha salvado de alguna crítica. Tampoco a Gallegos.
Yo no entiendo lo que hace seis años estaban haciendo esos muchachos que se reunían en la calle Villaflor de Sabana Grande. Tú sabes, esos que se hacían llamar El Techo de la Ballena. Tenían una actitud provocadora y no la ocultaban. ¿Por qué tanta agresividad?
Eso dijo mientras blandía en el aire el bastón, como si tuviera frente a él a Carlos Contramaestrre.
Reconoce que no rechaza todo lo que sale de esos círculos. De ellos se había encontrado recientemente con algunas cosas que le agradaron. Cree que hay que tener fe en las próximas generaciones de escritores y artistas venezolanos, pues la suya pronto desaparecerá y alguien tiene que seguir trazando la ruta de una genuina cultura nacional.
Se paró de nuevo, pidió disculpas con cortesía y dijo no disponer de más tiempo para responder preguntas, al menos por ese día. Su tiempo era precioso. No era mucho pero le alcanzaba para preparar unos cuantos versos más. Aunque hacía tiempo había dejado la carrera diplomática y otras ocupaciones, seguía siendo hombre de letras. Seguía siendo Paz Castillo, el poeta.
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