El cineasta venezolano, responsable de varios festivales de renombre internacional como Río de la Plata, Cartagena y Lille, habla de su vida, narra su propia película
Jesús Abreu
Todos los cineastas tienen una película en su cabeza. Imaginan cuál será el plano que iniciará el relato que quieren contar y que tienen en mente antes de llevarlo a cabo. Atahualpa Lichy ha tenido varias películas en su cabeza y muchas historias, pero la más nítida, la que tiene los planos más simples y adecuados, casi perfectos, son las imágenes de su propia vida: las imágenes de su pasado.
El primer fotograma que Lichy tiene fijo en su cabeza lo muestra siendo un niño, en una de las calles de la Caracas de los años 40. “Yo soy de la Pastora, nací en la Pastora y me siento muy orgulloso de eso. Era otra Venezuela, las casas no tenían rejas y no se cerraban las puertas de las casas. Todavía tengo mis amigos de cuando tenía tres años. Recuerdo que nos íbamos caminando hasta los Caobos para las misas de aguinaldos, a las cinco de la mañana”, rememora.
Pero esa secuencia que inicia con la imagen del pequeño Atahualpa, cuyo nombre completo es Jean Pierre Atahualpa Lichy, y que transcurre en las calles de la Pastora, da paso a otro plano que muestra a su padre como un personaje principal de la historia biográfica del cineasta. Lichy es hijo de inmigrantes franceses que llegaron a Venezuela en la década de los años 30. Su padre, René Lichy, hombre trashumante, fue uno de los fundadores del liceo Fermín Toro, en Caracas. Era entomólogo, le apasionaba el estudio de las mariposas, era ecologista— algo con lo que Atahualpa bromea y dice que no estaba de moda y que hasta cierto punto era desconocido para el momento— y también era un amante del arte, pues como buen francés nacido en el siglo XIX le gustaba la pintura y, de hecho, pintaba. Ese collage de perfiles, personificado en la figura de su padre, fue un modelo crucial que marcaría el trazo definitivo en la obra de vida del joven Atahualpa y sería algo que, como él mismo lo expresaría, “condicionaría muchas cosas”; tanto así que algo de eso se puede percibir en dos de sus películas: la primera, Río Negro; la otra, El misterio de las lagunas. Y es que Atahualpa conoció muchas de las regiones de Venezuela de la mano de su padre. En un viaje al Amazonas le narraron la historia aciaga de Tomás Funes, imagen definitiva para la trama de Río Negro. De su paso por los Andes, el recuerdo de la niebla sobre las lagunas oscuras de los páramos andinos se quedaría instalado en su imaginación, El misterio de las lagunas es el testimonio audiovisual, la reconstrucción de aquella imagen primigenia.
EL RECUERDO DE RÍOALTO
Yo vi muchísimas películas, así que me formé como cinéfilo sin darme cuenta.
Atahualpa narra los años de su vida, continúa la película biográfica. Recuerda que una de las ventajas de haber tenido “una niñez feliz y tranquila”, como él mismo lo dice, era que sus padres y los padres de sus amigos les permitían ir, solos, a las salas de teatro devenidas en cine. “Yo iba al cine Ríoalto, en la Plaza Bolívar, cuatro o cinco veces por semana, algo que no era común”. Ahí vería, recuerda, muchos de los seriales norteamericanos de la época, lo que hoy llamamos novelas o series, que eran proyectadas por capítulos y que hacía que muchas personas acudieran varias veces a la semana. Pero Atahualpa no se muestra rotundo al hurgar en los origines de su pasión por el cine durante su niñez. “Yo no lo recuerdo, pero los padres de mis amigos me decían, cuando regresé de Francia —en uno de tantos viajes— que yo siempre había dicho que yo iba a hacer cine. Algo me debía gustar del cine”.
Y en ese punto se cruzan los recuerdos y las imágenes de las calles de París y de Caracas. Y finaliza aquella búsqueda sin que Lichy lo diga, porque aparecen, claras y nítidas, las vivencias de la Cinemateca Francesa. Es como si el relato de su vida siguiera una máxima de los guionistas de cine: don´t say it, show it. Se fue a Francia a estudiar Geología, dejó atrás el liceo Fermín Toro, donde estudió. Pero no sabía que cerca de la institución en donde tenía pensado estudiar placas tectónicas y terrenos escarpados; estaba ubicada nada más y nada menos que la Cinemateca Francesa.
“Siempre me interesó la historia del cine y leía acerca de las películas, pero claro, como aquí no había muchos libros de cine y el cine era como una utopía. En Francia compraba muchos libros y veía los títulos de las películas en los libros. Cuando llego a la Cinemateca Francesa veo que no hay títulos en libros, sino películas que se proyectan, y esos mismos títulos, todos extraordinarios, y, evidentemente, ahí sí me metía y veía cuatro y cinco películas diarias”. Lichy se olvidaría de la Geología y empezaría a frecuentar la Cinemateca con rigor religioso.
LOS HIJOS DE LA CINEMATECA
Siempre he estado ligado al cine, de una u otra forma, incluso sin saberlo. Mientras más películas ves, más te enamoras del cine.
Y vaya que sí lo ha estado. Aquellos años de la Cinemateca en París, aquellas tardes y noches de películas y visitas impostergables a la popular filmoteca francesa le llamarían la atención a un personaje digo de un primer plano en este relato biográfico de Lichy: Henri Langlois, el creador del concepto de la Cinemateca. “La cinemateca estaba dirigida por Henri Langlois, un hombre mítico. Como él me veía todo el tiempo en la Cinemateca, me invitó a trabajar con él. Así que empecé a trabajar viendo películas en la sala de cine, para tratar de restaurar películas que no estaban completas. Por ejemplo, tenía que restaurar una película que tenía tres copias, una copia— que era de Checoslovaquia— comenzaba donde terminaba la copia que venía de Italia, y así comencé. Luego me dieron guiones y trabajaba con los guiones originales; así que mi camino hacia el cine en ese momento fue hacia la historia del cine”.
Pero Atahualpa también recuerda que aquella Cinemateca tenía vida propia y que era una visita obligatoria para muchos directores y cinéfilos que iban a aprender y a compartir. Era, en sus propias palabras, “un horno de ideas”. Por aquellos años, Margot Benacerraf escribiría: “Allí estábamos los que hacíamos cola en las puertas de la Cinemateca Francesa mientras esperábamos pacientemente que Frédéric Rossif cortara los billetes de entrada y veíamos pasar en un incesante ir y venir la imponente y apresurada figura de Henri Langlois (…) allí estábamos Truffaut, Resnais y yo. Allí estábamos, con nuestros primeros largos, Los hijos de la Cinemateca y yo misma”.
Allí estaba, también, Atahualpa Lichy, el otro hijo de la Cinemateca.
DEL CINECLUB A LA DIRECCIÓN
Mientras Atahualpa Lichy narra su propia trama, la que lo ubica ligado al destino indefectible del cine, menciona, con la pronunciación de un francés natural, a François Truffaut, Alain Resnais, Jean-Luc Godard, Claude Chabrol y otros. Como Benacerraf, Lichy los conoció cuando llevaban sus primeros cortos a la Cinemateca Francesa o cuando simplemente se encontraban en la misma sala durante la proyección de una película.
Me empezó a interesar durante esos años el cine joven, el cine que no se veía en las salas, precisamente con Truffaut, Chabrol y los demás de aquel grupo de la ola nueva. Y me interesé en los cineclubs, en especial el más viejo, que era el cineclub de la Sorbona; y ahí presentamos los cortos de Chabrol, de Truffaut y de muchos otros. Entonces, para mí era familiar el mundo del cine, todo lo que lo rodeaba y quizá estar con toda esa gente me hizo ver como algo natural el hecho de hacer cine. Creo que ese fue el camino, después de muchos caminos, de cómo llegué a la realización. Yo no estudié cine, yo no fui a una escuela de cine, mi estudio fue ver películas y ver gente de cine y ver a esa gente de cine filmar.
Julio Villanueva Chang, en la crónica titulada El cineasta invisible, escribiría acerca de Herzog que: “Desde su estética, para filmar una película es más útil saber robar un automóvil que psicoanalizar a Kurosawa. Hacer cine es para él un arte para iletrados, un trabajo físico más propio del levantamiento de pesas y la escalada de montañas, una cadena de penalidades”.
Pero Lichy, que parece germano por sus grandes manos, el cabello totalmente blanco y los ojos azules; no cree, como el director de Fitzcarraldo, que quien quiera hacer cine no necesite preparación. “Yo creo que la escuela de cine es algo bueno, puedes aprender más rápido algunas cosas. Puedo decir, después de treinta años en Europa, que si no tienes diploma, no te dan trabajo, a menos que tengas relaciones y contactos; entonces yo creo que sí es útil. Pero claro, no todas las escuelas son buenas. En mi caso no lo lamento, fue mi formación, y creo que tengo un conocimiento cinematográfico mucho más grande que la mayor parte de la gente que hace cine”.
LAS VIDAS PARALELAS DE LICHY
La película biográfica de Lichy, su vida, parece filmada con una cámara en constante movimiento, la cámara nunca está quieta, es como si Terrence Malick junto a Enmanuel Lubezki estuvieran a cargo de todo. Lichy sigue narrando su vida ligada al cine: hijo de la Cinemateca—invitado por el propio Langlois— compañero de los integrantes de la peña que formarían la Nouvelle vague, restaurador de las películas de la filmoteca francesa, discípulo de gente mítica — y cuando Lichy dice que hombres famosos le ensañaron una que otra cosa, se refiere a Orson Welles, por ejemplo— y militante de un movimiento precursor de cine fraguado durante el mayo francés, así como maestro. La cámara no se detiene. “Siempre he sido my activo, muy militante, desde que comencé a hacer cine. En mayo del 68 nosotros creamos la quincena de los directores en Cannes, que todavía existe y es muy importante, queríamos mostrar un cine diferente; también creamos la SRF (Sociedad de Realizadores de Film) y estando ahí creamos la Asociación de Directores de Cine Europeo que no es cualquier cosa: ahí estaban Wim Wenders, Herzog, Angelopoulos [Theo Angelopoulos, director y guionista de cine griego] y muchos otros, entonces he tenido una actividad muy fuerte y a mí me conocían por eso y por lo que había hecho, pues ya tenía años trabajando en la televisión francesa. Ya era casi docente sin dar clases, porque la gente me oía mucho y yo hablaba mucho de las películas, y yo creé un festival de cortos y documentales en el 69, para poder mostrar documentales que no se veían, cine militante de jóvenes, cine que no se veía, de México, irán, Venezuela, china. Y eso hacía que, cuando yo presentaba esas películas y hablaba de esos directores y de ese cine, la gente lo tomara como una clase. Siempre he tenido caminos paralelos en la realización, son como vidas paralelas en el cine”.
DETRÁS DE CÁMARAS
El cine nunca ha sido ajeno a la realidad, Lichy lo sabe. “Cuando yo doy talleres no hablo de política, porque quiero tocar a todo el mundo. Cuando hice El Misterio de las lagunas no me preocupó la política ni siquiera el público. Yo creo que es un error hacer una película pensando en el público, hay que arriesgarse a hacer cosas. Yo no trato de hacer películas políticas. Rio negro es una película política, es una película sobre la lucha por el poder, pero no la hice pensando en este momento, porque cuando la hice no existía la República Bolivariana. Para mí Río negro es un western amazónico, pero los western tienen reflexiones políticas, reflexiones sobre el poder”.
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