Desde los rincones del tiempo y del espacio

Librería Liberarte, fotografiada a principios de 2015.

Librería Liberarte, fotografiada a principios de 2015.

Los puestos desordenados del puente de las Fuerzas Armadas o las librerías de ayer y hoy, efímeras o longevas, buscan conexión con el acto mismo de la lectura, esa aventura inmortal tras mundos diferentes que se emprende desde la intimidad de una habitación o en la soledad de un banco en el parque más cercano

 

Sebastián de la Nuez

Bajo el puente de las Fuerzas Armadas no alquilan libros, que se sepa, ni hay textos de Sacher-Masoch o no los había, al menos, el día en que pasé por allí; sin embargo puedes echar un vistazo a ediciones viejas de las revistas Hustler y Playboy, aunque hayan perdido el color de sus portadas. Las encuentras, si tienes suerte, al lado de La culpa es de la vaca y de Las siete leyes espirituales del éxito, de Deepak Chopra. En esta hilera de kioscos bajo el puente que viene del sur y hacia el Ávila apunta cruzando por encima de la avenida Urdaneta, el lugar común es la mescolanza, ese mestizaje del variopinto conocimiento humano exhibido allí panza arriba, al aire libre, desnudo. Es un batiburrillo de saldos, ofertas, remanentes de bibliotecas desguazadas. Hay libros pirateados, novedades a buen precio de dudosa procedencia, enciclopedias en desuso, textos escolares que ya no piden en los colegios, viejas ediciones pero no necesariamente manoseadas (aunque también las hay medio desvencijadas), títulos interesantes incluso con la dedicatoria que alguna vez escribieron, sin duda ilusionados, autores para lectores desaprensivos, desagradecidos, olvidadizos.

También se encuentran joyas azarosamente conservadas.

Cierto: hay rincones umbríos donde sentarse y desde allí ver el mundo a tu modo. Tales rincones adoptan diferentes formas: se puede estar arrinconado en medio de una avenida o debajo de un puente. O en el piso superior de Suma o de la Distribuidora Rivero Suárez entre anaqueles metálicos donde revisas a los 12 años la Colección Juvenil Cadete. Hay esquinas del tiempo y del espacio que son literarias; otras, geográficas, mentales, oníricas, fantásticas. A Omaira Chirinos de Piñero, evangélica y librera —dos cosas que pueden andar juntas sin pelearse, por lo visto—, la encontré absolutamente arrinconada dentro de su kiosco bajo el puente de las Fuerzas Armadas  un sábado por la tarde. Como si el resto del universo no fuera con ella. Leía algo de religión, Nuestro pan diario. De vez en cuando pasaba alguien que le preguntaba por la nueva ley de los consejos comunales o cosa semejante; no, no tengo eso, búsquelo por allá más arriba, en el kiosco X.

Omaira y su esposo Oscar levantaron una familia de siete hijos con este negocio. Oscar falleció hace once años y ella se quedó con este puesto, el número 57 (hay casi cien a lo largo de la sombra del puente) pero los Piñero son más, se han ramificado y convertido en una tradición. En los kioscos 85 y 64 atienden Daniel y Peniel, hijos de Omaira y Oscar. También hay un sobrino Piñero en el 67. A Peniel suelen echarle broma por su nombre.

Omaira se considera librera porque se documenta. No ha leído a Umberto Eco pero sí se interesa por las historias vampirescas. Ha disfrutado El señor de los anillos, El amor en los tiempos del cólera, El túnel y Humor y amor de Aquiles Nazoa. Recuerda que a su esposo le gustaba leer al poeta Nazoa y le recitaba algunos de sus versos. Lo que no le gusta a Omaira es Paulo Coelho porque inventa mucho, y a ella le gustan las historias verídicas. Tampoco J.J. Benítez. Omaira ríe cuando se refiere a los clientes que buscan una y otra vez El caballo de Troya porque, en sus propias palabras, «se impregnan del libro». Ya van por el 9, dice, y se cuaja de la risa. Vive en el barrio Kennedy, saliendo hacia Los Teques. Alguien la interrumpe ofreciéndole productos de limpieza.

Estos kioscos se registran dentro de alguna asociación (hay varias); si no, no pueden participar en las ferias. Calcula que en un día malo, en este kiosco, puede sacar dos mil bolívares, pero en un buen día puede hacer 10 mil. Antes ponía un anuncio en el periódico diciendo COMPRO LIBROS NUEVOS Y USADOS, y la llamaban. Ahorita no lo hace, solo espera que vengan a ofrecerle… Omaira recuerda que fue un hombre llamado Jesús Vargas quien comenzó la venta de libros en la calle durante la dictadura de Pérez Jiménez, por los lados del Capitolio. Él fue quien le enseñó a Piñero a ser librero. Piñero aprendió de Vargas el oficio.

Un rótulo en uno de los muros internos del puente recoge versos del Chino Valera Mora:

Aun en medio de las más terribles tormentas siempre he optado por defender la dignidad de la poesía / volverla a sus orígenes (…)

Abajo, el logotipo del Gobierno Bolivariano de Venezuela refrenda —o se apropia— la palabra y el nombre del poeta. Logotipo, verso y placa recuerdan a los viandantes la bondad de ese ente superior y omnímodo que ha puesto la cultura tan cerca de la plebe, organizando y facilitando un noble oficio y contribuyendo a abaratar, de este modo, la vida de los ciudadanos en busca de autor. La placa alude al comandante presidente y honra a los libreros y libreras… etcétera. Data de 2011, cuando la autoridad local instaló los kioscos, cada uno igualito al otro, por los cuales nadie pagó. Tampoco pagan la luz. Valor añadido: ciertos kioscos sirven de cama para los sin techo que deambulan por la zona. Por la mañana, a eso de las nueve o diez, cuando llegan a abrir sus puestos, los libreros del puente observan el amanecer de latoneros e indigentes mientras se bajan parsimoniosamente de sus lechos. La verdad es que no huele a orines en los alrededores, a pesar de todo.

A cambio de los kioscos, la autoridad caraqueña obligó a los libreros a exhibir la mercancía dentro de ellos y nada más que dentro, no afuera, desparramada sobre las mesas o en estanterías improvisadas. Cosa que nadie ha cumplido. Un kiosquero llegado del Táchira se queja pues ha cumplido la norma a regañadientes (y en verdad no al pie de la letra: tiene su mesón de libros al lado, a 30 bolívares, no se pierda esa golilla). Alega que antes la gente podía buscar y rebuscar pues las estanterías y las mesas se disponían a cielo abierto pero ahora los clientes temen meterse en los kioscos, estrechos e incómodos: sienten cierto compromiso al hacerlo. Hay que animarlos a pasar y revisar pero prefieren ver por encimita. Este señor que ahora se autodenomina librero antes vendía café por la calle. En cierta ocasión, siendo Antonio Ledezma alcalde, prohibió las ventas ambulantes. Así las cosas, algunos amigos instalados allí, bajo el puente, le hicieron sitio. Le buscaron su cajoncito y lo ayudaron con los primeros libros.

♣♣♣

Naturalmente, la escogencia de qué cosa está arrinconada y qué no, geográfica o psicológicamente hablando, resulta a la postre una rotunda arbitrariedad. Uno puede decir que la librería Santos Luzardo duró lo que duró en 1957 y quedó varada en una esquina de la historia, arrinconada incluso en la memoria del venezolano de la época. Sobre todo si observas la trayectoria de José Agustín Catalá al celebrarse los cien años de su nacimiento: el hombre fue, antes y después de ese episodio en que ejerció el oficio, mucho más que un librero.

En efecto fue efímero propietario de una librería. Se le ocurrió como parapeto frente a la dictadura al salir de la cárcel de Ciudad Bolívar, donde lo habían encerrado por sedicioso y adeco. Ya en la calle, el régimen seguía sin fiarse de él ni un milímetro. En sus Apuntes de memoria cuenta que en aquella época, para un hombre que había sido perseguido, encarcelado y torturado durante los anteriores ocho años, resultaba prácticamente imposible conseguir trabajo. Sin embargo, un empresario progresista le dio empleo como vendedor en  Prodieta. «Poco tiempo duró el feliz enganche», dice en su libro: no quiso continuar pues uno de los socios de la empresa, supo, amenazaba a su benefactor, Alejandro Hernández, con retirarle el apoyo financiero si no prescindía de los servicios de aquel enemigo del régimen.

Así fue como instaló en el Bloque 6 de El Silencio una librería. Habría de clausurarla al cabo de un mes. Los de la Seguridad Nacional le recordaron que su libertad había sido condicionada a no relacionarse de ninguna forma con los libros (había sido el autor intelectual y financiero del Libro negro con su listado de presos, torturados, exiliados y muertos por la dictadura). Le aconsejaron los SN marcharse al interior. En este caso, ya se sabe lo que significaba un consejo. El editor lo que se había propuesto era, simplemente, estar en el Bloque 6 a la vista como para que cualquiera pudiese constatar que mantenía sus manos fuera de conspiraciones; allí estaría, todos los días a la vista de quien quisiera aparecerse, fuese policía o cliente.

No lo dice en sus memorias pero en alguna entrevista posterior sí: los funcionarios de la Seguridad Nacional agregaron que aquello cerraría en realidad no por las publicaciones contrarias al régimen que pudiera vender o repartir o porque el trato con el gobierno hubiese sido tal o cual (o no solamente por ello) sino que por la zona pasaba todos los días el automóvil presidencial con su preciosa carga rechoncha dentro, y aquel local tan cercano a la avenida les lucía, a los SN, como demasiado estratégico. Preferimos, sabe usted, evitar tentaciones.

La librería Santos Luzardo quedó en un rincón histórico. Catalá marchó a Maracay, donde se hizo cargo de una bomba de gasolina. Podrían establecerse algunas similitudes entre los oficios de bombero y librero, pero es mejor dejar las cosas de ese tamaño.

Hay otras librerías arrinconadas no por la historia sino por su condición urbana o metafísica. Liberarte se encuentra en un pasillo extremo del centro comercial Los Chaguaramos, muy cerca de los postgrados de la Universidad Central de Venezuela pero muy lejos del centro de la ciudad o del eje librero plaza Venezuela-Chacaíto. Ha estado tan arrinconada en los últimos años que podría cerrar en cualquier momento, si no lo ha hecho ya al momento de publicarse esta historia.

Sobrevivió un buen tiempo en su precariedad. Sobrevivió a su propia librera, Carolina Villegas Santana, quien a veces parece el epítome de todas las desolaciones del mundo. Eso sí, puso su corazón en esta habitación vestida de librería o, mejor, sala de estar con biblioteca alrededor. Es, o era, el local número 16 dentro de un centro comercial desangelado, hosco. Subiendo al edificio aledaño encuentras los cursos de postgrado en Humanidades de la UCV, lo cual explica que aquí emergieran algunas librerías: Montserrat —atendida por la pareja Tomás y Olvido Criado— y Divulgación, donde fumaba y reinaba el portugués Sergio Alves Moreira. Cuando Liberarte abrió ya la primera había cerrado.

Liberarte ha vivido sus últimos tiempos arrinconada por los acontecimientos del país y de su entorno inmediato. A cuatro metros hay una discoteca de donde a veces salen energúmenos borrachos después de medianoche. En una de esas se arrojaron contra sus vidrios y los partieron, como si el escaparate o su contenido tuvieran la culpa de su borrachera o de su estupidez. Los encargados de la discoteca, bajo amenaza de demanda, accedieron a cubrir los daños.

A Carolina no le gusta salir en fotos; es psicóloga, feminista y sentimental. Tiene un novio de idas y vueltas que trabaja de promotor social. Y ella, para decirlo de una vez, anda bordeando la quiebra. No sabe qué hacer para inyectarle nueva vida a la librería. Sufre de crisis. De papel, de lectores, de ilusiones, de país.

Como indica el nombre del local, hay obras de artes plásticas colgando del techo o de las paredes. Ha tenido el apoyo de gente como el pintor Onofre Frías y el fotógrafo Alexis Pérez Luna. No son más de 50 o 60 metros cuadrados o cosa semejante: una habitación o, en todo caso, un apartamento tipo estudio hecho librería con todo y su par de sofás, mesa de centro, adornitos aquí y allá. Es confortable, el tipo de sitio donde inevitablemente piensas en sacarte los zapatos y echarte a leer en algún lado.

Tiene una barra. Te puedes sentar en un taburete y disfrutar de algún poemario o recorrer los anaqueles a placer. Nada de Derecho, medicina, ingeniería o computación. Poca autoayuda, solo la necesaria para echar el anzuelo a las señoras que se dirigen raudas hacia la peluquería más cercana. Las librerías también se definen por lo que no tienen. Hay ciencias sociales, literatura, comunicación y psicología.

Carolina forma parte de una casta de psicólogos, comenzando por su madre, Elena Santana, profesora jubilada de la Central. Ella fue la intermediaria y la socia de una pareja argentino-venezolana que puso el dinero en 2003 para Liberarte. Antes había en el local 16 una marquetería propiedad de un grupo liderado por Pedro Calzadilla padre, editor de la revista Trópicos. Al parecer estaban un poco hartos y lo ofrecieron en traspaso a buen precio, a condición de que allí se siguieran vendiendo las ediciones de Trópicos.

Al cabo de un año, la pareja capitalista dejó el negocio pues no resultó lo que esperaban desde el punto de vista económico. Se fueron volando a la Patagonia para nunca más volver. Pero la mamá de Carolina siguió. Empleó a la argentina Victoria Pereira a finales de 2004, con experiencia como librera e hija de libreros.

Victoria se muestra capaz y mantiene a flote el local durante una buena temporada. A todas estas, Carolina trabajaba en otras cosas, alejada. Son cinco hermanos. En cierta ocasión Carolina viaja a Paris para estar con una hermana y al regreso —se acuerda la fecha precisa: 23 de mayo de 2006— su mamá la llama de urgencia para que se vaya a la librería, donde Victoria ha planteado un problema que cambiará el curso de su vida: «Alfadil me quiere como editora. Me voy.»

Solo quedaría un asistente, un muchacho recogecajas. «Le pondré un candado a esto», había comentado desabridamente la profesora Elena, con 75 años de edad o quizás más. Pero antes le preguntó a la hija si estaba dispuesta a intentarlo.

Ella le contestó que cómo no.

Hasta el sol de hoy. Victoria la entrenó durante cinco días en los asuntos administrativos. Habría de pasar un periodo duro en lo emocional, pero la ocasión de reemprender el negocio familiar y darle su personalidad la entusiasmaba: se haría librera. No lo era de profesión pero si el amor a la lectura es una condición fundamental para serlo, ella cumplía con eso. Mejoró la cafetería, pagó deudas, inventó ofertas e incentivó círculos de lectura. Tuvo bien claro el público al cual apuntaba el negocio y se dispuso a sacarle partido al target. Atendería a los sesenta postgrados en el edificio contiguo. Sesenta, casi todos en el área de las ciencias sociales, punto fuerte de Liberarte. Los tres postgrados en literatura, el doctorado en análisis del discurso, psicología en varios niveles, historia, pedagogía para profesores: ¿qué más se puede desear? ¿Qué más se podría haber deseado?

Otra librería que se parece a Liberarte es EntreLibros, pero esta parece andar viento en popa. En todo caso, su condición para sumarse a esta categoría no guarda relación con lo económico. Si uno mira la urbanización Los Palos Grandes desde un punto cenital y compara con los negocios librescos que hacen vida gregaria y aun promiscua en Centro Plaza —no muy lejos, apenas a dos o tres cuadras—, se evidencia cierto arrinconamiento. Tengo conmigo mientras escribo el libro que le compré a Montserrat aquella mañana de viernes: Cuentos macabros traducidos por Julio Cortázar en edición de tapa dura con relieves; una encuadernación de lujo y dibujos de  Benjamín Lacombe más una biografía escrita por Charles Baudelaire. Una belleza. Por cierto que Poe decía que siempre buscaba libros con amplios márgenes.

Conforme pienso y le doy vueltas al asunto de aquella jornada junto a Montserrat… qué casualidad: la entrevista la hicimos en el piso alto, donde se encuentra la sección infantil. Al levantarme y pasear la mirada alrededor lo primero que destacó fue Cuentos macabros. Desde luego, EntreLibros es un rincón de la ciudad —del mundo— y podríamos decir que se encuentra en una esquina —como tal, marginal— sobre el mapa del conjunto de las librerías del sector. Pero no es ese el elemento clave. El elemento clave es El corazón delator. Leyéndolo, y leyendo otros relatos reunidos en ese libro que solo he encontrado y comprado en esta librería en particular, he vuelto a observar, como a través de una rendija, al asesino raspando con las patas de su silla las tablas del piso, conversando con voz cada vez más estentórea temas baladíes, simulando normalidad ante los gendarmes que lo han interrogado y que ahora conversan con él como si no pasara nada. Mientras, oculta desesperadamente la culpa que le sube por las sienes y le empalidece el rostro. Ese pobre individuo atormentado escucha cada vez más arriba, cada vez más lacerante, el grave y acompasado latir de un reloj envuelto en algodones: el corazón palpitante y delator de su víctima. ¡Ay pecado!, ¡ay locura!, ¡ay horror!

La fatalidad recuperada de Edgar Allan Poe en este rincón de Los Palos Grandes. La peripecia vital de la catalana Montserrat Sarri de Bertolotta. Ese grave y acompasado latir.