La emoción se ha marchado

KING

El bluesman negro B.B. King acaba de fallecer en su hogar de Las Vegas. La eclosión de la era pop, y sobre todo su cercanía a los nuevos ídolos de los sesenta como Eric Clapton, significaron un segundo aire en su carrera; pero ya él había recorrido una larga y exitosa carretera

 

Sebastián de la Nuez

Decía Henrique Lazo en su programa de radio A la cuenta de 3 que lo había visto en Londres en cierta ocasión, tocando, y que lo que le había impresionado era la limpieza con que tocaba. Es lógico.

El Rock Almanac de Rolling Stone comienza a citarlo en su página 7, correspondiente a 1954. Dice la reseña que el 19 de agosto de ese año estuvo junto a The Platters y Johnny Otis en un exitoso recital en el  Savoy Ballroom de Hollywood; enseguida advierte Rolling Stone, en su página siguiente dedicada  a octubre, que acaba de entrar nuevamente a la cartelera de los más vendidos con You upset me baby. Dice, además, que ese disco es su séptimo éxito R&B (rhytm´n´blues). Y que ya desde 1951 dos de sus canciones, Three o´clock bluesYou know I love you, habían llegado al número uno, la cima de la popularidad en las carteleras R&B. Estamos en un periodo tan antediluviano que la revista Billboard hacía una predicción por ese entonces: los discos en 78 rpm están condenados a la desaparición.

No, no es como dicen algunos, incluyendo Lazo: que el pobre B.B. King tuvo que esperar la llegada de Eric Clapton proveniente de Inglaterra (perdón, Maduro) para ser rescatado de la penumbra y colocarse los focos encima. King, simplemente, había brillado con luz propia desde los mismos comienzos de los cincuenta, cuando Elvis Presley paseaba su adrenalina blanca y sus canciones pegajosas –en 1954 That´s all right  y Blue moon of Kentucky− apoyado en sus caderas y en su arrasador encanto juvenil. Algo en contra de lo cual jamás intentó plantar batalla King, desde luego. Se dedicaba a tocar con total contención, dándolo todo en la expresión del sonido.

Hay cientos de videos de él en You Tube, y no es para menos: tocó y cantó todo lo que quiso y más. Tiene un sitio entre los grandes. Últimamente han caído varios negros geniales pertenecientes a la misma época; se han ido con viento fresco hacia ese limbo donde jamás terminas de grabar tu próximo disco. Se fue Ben E. King, autor del clásico Stand by me; se fue en 2014 Bobby Womack, autor de una de las canciones que versionaron los Stones en su disco 12×5, It´s all over now. También murió Salomon Burke –un poco más atrás, 2010−, otro de los grandes que nació a la luz pública en los años cincuenta y se mantuvo en la cresta durante seis décadas, por lo menos.

En internet hay artículos bien escritos sobre B.B. King que relatan su vida de pobre en Mississippi, la historia de la guitarra Lucille (por lo general una Gibson), su llegada al estrellato pop en plena era de la psicodelia, en el Fillmore, 1969; en fin, la  amistad con los Bush y todas esas canciones que es a la postre lo que ha de perdurar. En el festival organizado por Clapton cada cierto tiempo, Crossroads, se le puede ver feliz y gordo tocando cómodamente al lado de sus amigos Buddy Guy, Jimmy Vaughan y el propio Clapton. Lo que sigue asombrando, luego de verlo una y otra vez, es la perfecta felicidad del momento y esa confianza absoluta  en sí mismo: toca con una facilidad extrema una serie de notas que parecen subir una cuesta empinada sin ningún esfuerzo: Rock me baby.

Para quien esto escribe queda, por otra parte, el menú de un restaurant en Nueva York que presentaba cada noche –probablemente lo siga haciendo− ya bien entrado el siglo XXI un concierto con alguna estrella más o menos pasadita de lustros. Allí, en ese restaurant no en vano llamado B.B. King Blues Club & Grill, asistí a una degustación de jazz-rock a cargo de Jean-Luc Ponty, el violinista electrificado que una vez pasó por Venezuela y le compuso una pieza a Caracas; y, en otra ocasión, vi al padre putativo inglés de muchos músicos blancos a ambas orillas del Atlántico: un portento del blues con más de setenta años sobre los lomos y aún fresco,  John Mayall.

Ese sitio era o es acogedor, hay una sensación de intimidad en el recinto. Te sientas a una mesa, pides algo, y ahí están los músicos. Gente que por lo general ha hecho historia, como el dueño del lugar. Sí, hay algo de turismo vintage en la puesta en escena. Es inevitable: los gringos le sacan provecho a todo. Pero a fin de cuentas uno conserva el menú como un tesoro sonsacado de alguna pirámide de Egipto. Es un simple menú metido en el bolso cuando los camareros no estaban mirando. Habrán impreso decenas, centenares, miles. En realidad no sirve de nada sino para dejar establecido de una vez y para siempre que en el sitio neoyorquino de este negro genial podías comerte de entrada una cosa llamada “Chorizo & Aged Cheddar”, una verdadera catástrofe para quienes sufren de acidez estomacal, y de paso un exabrupto  idiomático. Y que también servían una copa de vino blanco o tinto por siete dólares. Sin embargo, se sabe: las cosas más sencillas pueden albergar un recuerdo, una nostalgia, un yo estuve allí que lo acerca a uno un poquito más al cielo donde moran los dioses.

Lo cierto es que B.B. King se ha ido, y uno recuerda The thrill is gone.