Vocación golpista

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Un libro recién aparecido, Temporada de golpes, revive las asonadas militar-civiles de 1962 y revisa las coordenadas históricas que los hicieron posibles. «Capitán, esto no es una asonada tradicional, es un movimiento revolucionario» fue una de las frases registradas. Cincuenta y tres años después, ¿dónde hemos escuchado eso antes, cerquita, y hasta cuándo lo escucharemos?

 

 

Sebastián de la Nuez

Jamás se ha vuelto a hablar de suspensión de las garantías. No le ha hecho falta a los gobiernos chavistas. Las garantías están suspendidas de facto en este país desde diciembre de 1999, si no antes. Leyendo Temporada de golpes, de Edgardo Mondolfi, te acuerdas de la época en que Betancourt suspendió las garantías. Y entiendes, de paso, que esta casta militarista que gobierna al país hoy, tan proclive a esnifar del erario público, goza de raigambre, escuela y tradición.

Mondolfi ha realizado el mejor reportaje posible sobre las asonadas que pasaron a la Historia como el Porteñazo y el Carupanazo. Lo ha hilvanado todo con profusión de datos, referencias, acotaciones, anécdotas, testimonios y declaraciones. Es un libro que le adeuda bastante, por cierto, al profesor Agustín Blanco Muñoz.

Entre el Carupanazo, que fue el 4 de mayo de 1962, y el Porteñazo, que fue el 2 de junio del mismo año, no pasó ni un mes. Este martes se cumplen 53 años del Porteñazo, culminación —por ahora— del periodo en que Venezuela vivió entre dos golpes consecutivos. Cincuenta y tres años. Mondolfi dibuja un retablo de personajes y situaciones que hablan muy mal de la capacidad conspirativa de los militares venezolanos.

Para empezar, se suponía que el Carupanazo y el Porteñazo formaban parte de una misma jornada, de un mismo golpe. Pero las cosas no les salían bien. Tampoco en el Guairazo les habían salido bien. Mondolfi lo describe como uno de los conatos más oscuros dentro de la seguidilla insurreccional: “(…) dos o tres centenares de miembros de la Juventud Comunista —la mayoría de ellos liceístas aún— se presentaron alrededor del cuartel de la infantería de marina de La Guaira, donde les habían anunciado un alzamiento, para reclamar armas y avanzar sobre Caracas”. Víctor Hugo Morales, quien tenía a su cargo la jefatura de aquel cuartel, dijo haber sido el primer sorprendido por aquella muchachada. Años más tarde la calificaría como una acción absolutamente aventurera, “y ha podido ocasionar una verdadera masacre”.

En eso días cundió la famosa frase de Betancourt, “dispare primero y averigüe después”.

Los izquierdistas más radicales y los militares golpistas coincidían en la chapuza, en el aventurerismo. No es que fueran dos grupos que se acercaron cada uno desde su ámbito; es que había fichas del PCV y del MIR en la Armada, en la Guardia Nacional, en el Ejército. O sea, más que coincidencias en un proyecto, infiltración.

El Barcelonazo (26 de junio de 1961) había durado apenas seis horas pero ocasionó 18 muertes. Después esperarían que el Carupanazo fuera aquella chispa utopista incendiando la pradera, pero apenas fue un fosforito. Esos dirigentes de izquierda arrejuntados con militares fueron unos equivocados por vocación. El típico arrejuntado era Guillermo García Ponce, quien hasta sus últimos días se empeñó en errar —el diario VEA es todo una muestra de un error histórico: cada una de sus páginas, cada uno de sus artículos— y seguramente murió en paz con su error en el pecho de puro no darse cuenta. Juan Bautista Fuenmayor lo dijo y Mondolfi lo recoge: los izquierdistas parecían niños jugando a la guerra. La dirigencia actuó de manera improvisada, con despreocupación e impaciencia. Metieron la pata una y otra vez, y eso significó vidas.

En las antípodas, Gustavo Machado y el propio Fuenmayor fueron cuidadosos en poner distancia con lo militar.

En cuanto al Porteñazo, se inició en una guarnición en la que nadie estaba con los insurgentes. Debían comenzar por sorprender a los propios oficiales que la custodiaban.

Mondolfi apunta algo esencial: esa temporada de golpes  era el comienzo de una dinámica que habría de caracterizar la época, de insurrecciones protagonizadas al alimón por civiles y militares, una fórmula que permanecería latente durante muchos años hasta que en 1992 resurgió con otros nombres e idénticas intenciones.

El libro brinda una visión o semblanza del sempiterno golpista Jesús María Castro León, un generalote corto de estatura pero gigante en afanes de poder. No le podían nombrar la palabra golpe porque se ponía a salivar en abundancia. Era sobrino-nieto de Cipriano Castro, un purista en todo rigor pues exigió, siendo ministro de Defensa de la Junta presidida por Wolfgang Larrazábal, eliminar de un tajo a los partidos Acción Democrática y PCV.

Mondolfi sabe detenerse y profundizar en el cómo y el por qué. Al final quedan las lapidarias palabras de Fuenmayor que reproduce, referidas a que la izquierda se quedó sin el chivo y sin el mecate,  o sin el santo y la limosna: ni baza en el estamento militar ni masas seguidoras. Dice el propio Mondolfi:

La izquierda se quedó sin el capital militar y también sin el capital político que había supuesto la movilización y el auge de masas.

Luego comenta la frase más emblemática de la autocrítica que siguió a aquella ristra de fracasos en los diferentes partidos (PCV, MIR y sectores radicales de URD): echamos todo por la borda.

Un episodio de mi particular interés es el de la fotografía que le dio la vuelta al mundo y ganó el premio Pulitzer: en una calle de Puerto Cabello, el cabo Andrés de Jesús Garcés, herido de muerte, se aferra a los brazos del sacerdote Luis María Padilla. ¿Cuántas fotografías semejantes han debido merecer un Pulitzer, de las tomadas en Venezuela durante los meses de febrero a mayo del 2014?