Neorrealismo con pasta carbonara

El Coliseo, imagen clásica de Roma: como se puede apreciar, en refacciones.

El Coliseo, imagen clásica de Roma: como se puede apreciar, en refacciones.

Es posible que sí, que todos los caminos conduzcan a Roma. Podría decirse también que todos los caminos espirituales conducen a La Piedad de Miguel Ángel. Las puertas de la percepción se abren en Roma, donde el pasado ha dejado una impronta vívida. Cierto: son verbosos los romanos. Prenden la lengua y no hay quien los pare. Y son, por naturaleza, amables. Así se atrae turismo: por las greñas de la Historia, por las maneras elegantes de gente común y silvestre ejerciendo la hospitalidad con desenfado

Sebastián de la Nuez

Roma es una ciudad dentro de un museo con un aeropuerto de taxistas atracadores —si te descuidas— al estilo Maiquetía.

O una ciudad dentro de un menú en el cual jamás ha de faltar el risotto con pera y queso, el antipasto, la pasta carbonara y una palabra tan preciosa como fragola adornando un postre.

Roma ofrece evocaciones al por mayor, solo hay que saber administrarlas. Incluso en alguna conversación con italianos que alguna vez fueron venezolanos salió a colación la Cicciolina, la Hécate porno de los setenta que hizo las delicias de miles de adolescentes alrededor del mundo. Hoy es una acomodada ama de casa que alguna vez incursionó en la política.

Pero en estos días Roma es, sobre todo, un imán para los asiáticos armados hasta los dientes con cámaras de última generación; es un conjunto multisápido de reliquias que te traen de vuelta Ben Hur, Quo Vadis y Barrabás. En Roma te compras un helado de puro coco o mango aun cuando no te encuentres con una mata de mango o un cocotero en diez mil millas a la redonda. Como cualquier crónica de viajes, esta no puede dejar de señalar un sitio en especial donde zamparse la mejor brusqueta del universo entero por cinco eurillos: en el irish pub Shamrock, en una calle medio perdida detrás del Coliseo, Via Capo d’Africa. No habrá perdiz que se le compare. Un consejo de oro: buscar con preferencia restaurantes en las callejuelas umbrosas, estrechas, algo retiradas de los hitos que atraen al turismo. Otro: las tiendas de ropa de buena marca y costo accesible están en Via Nazionale —Desigual, Jack Jones, etcétera— aunque por lo general todo es más caro que en Madrid.

En la Nazionale hay, además de tiendas, algo interesante por estos días: la muestra más completa de uno de los fotógrafos que dan la hora a nivel mundial. Se trata del norteamericano David LaChapelle en el Palacio de las Exposiciones. Es un grupo de fotografías intervenidas dispuesto en varias salas bajo el título Después del diluvio que da cuenta de su trayectoria. LaChapelle ha sido un reputadísimo fotógrafo de modas y rompió moldes en la revista Vogue, pero ahora su trabajo ha alcanzado una dimensión casi mítica. Retoca una y otra vez sus cuadros, en ocasiones escenas religiosas donde un ángel, por poner un caso, puede sostener un móvil o un iPad. Construye retablos mezclando un acerado esteticismo y una llamarada irónica ante los vicios de la modernidad. Su descripción en la Wikipedia habla de “imágenes grotescamente glamurosas” pero no es así siempre pues su refinamiento punzante produce un choque. Es la consagración de las antinomias. Eso singulariza su propuesta o lectura a veces satánica. Sus modelos impolutos se creen el papel que él les asigna. Sin duda ha sido influenciado por el arte romano; de allí que no sea por casualidad que esta muestra se presente en este lugar de privilegio. La ciudad parece rendirle culto y él le rinde, a su vez, culto a la ciudad.

 

 

Es imposible resumir en unas líneas las impresiones que a un turista primerizo le puede causar Roma. A cada quien lo debe salpicar su propia Roma. Depende del disco duro personal e intransferible. En algún rincón, donde menos lo esperes, salta la liebre: una piedra, un arco, una columna, una ventana con su dintel a dos aguas o una voluta de mármol pueden disparar algo en tu interior a lo cual no aciertas ponerle nombre. Quizás tenga los contornos de una tarde en un colegio caraqueño cuando estudiabas —o al menos te empeñabas en ello— Educación Artística. Justo antes de Formación Social, Moral y Cívica, ¿te acuerdas? Segundo año de bachillerato. Columnas de estilo jónico, dórico, corintio.

Las calles del agosto  romano, bastante recalentadas a 38 grados a la sombra, son puertas y ventanas dando paso a un símbolo, una manera de hablar, un libro de juventud, una película, un personaje de fábula o un Alfa Romeo según cada mirada. (Aunque puede que los japoneses no tengan mirada propia sino obturador; no sé qué les pueda quedar de tanta impresión modelada por una pantalla de cristal líquido).

Había una fila de motonetas Vespa en perfecto orden —idénticas todas, del mismo color— aparcadas frente a un edificio público, detrás de la basílica Santa María Maggiore. Vespas y madres de culto universal se dan la mano: no es ningún descubrimiento sino una simple constatación.

Hay paredes con referencias a cierto conflicto más o menos público que a los turistas ni les roza. Pero los italianos comentan. Comentan dónde se come la mejor pasta y cuál es el monumento parecido a una gigantesca máquina de escribir al que le tienen cierta ojeriza (Mussolini ordenó hacerlo, y la verdad sea dicha, aunque lo construyera un fascista, es imponente y señorial); pero también comentan lo sucia que está la ciudad y lo corruptos que son los políticos. Esas paredes muestran afiches medio arrancados:

Mancanza de servici, trasporti e sanità; quartiere invivibile, sfratti, disoccupazione. ¿DI QUI È LA COLPA? ¡Il vero degrado sono politici e palazzinari ladri e corrotti!

Los afiches de protesta, los indios o turcos o lo que fueran discutiendo a lo largo de dos o tres cuadras a todo pulmón sin que la sangre llegue al Tevere (Tíber en español); los negros (uno de ellos dijo que era senegalés) muy papeados acosando al grupo de turistas con el argumento de que les parece gente muy bella, good human being en su inglés trajinado, a los cuales no se les debe dar cuerda porque te persiguen con su cháchara hasta que les sueltes un par de euros: he allí la masa para una nueva generación de directores que sigan el hilo de Vittorio De Sica. El neorrealismo no puede haber fallecido. Afiches contra la corrupción, timadores de turistas, cuentistas buscando sobrevivir en la Roma moderna y farandulera: todo ello se une a quienes he visto durmiendo en plena calle, sin un perro que les ladre, pues la Italia de Berlusconi produjo sus propios desahuciados… más el creciente problema de la inmigración ilegal con su industria lateral a cuestas, una red de traficantes de seres humanos que parece moverse a sus anchas en el Mediterráneo. Según la revista  Panorama, solo desde el primero de enero hasta el 7 de agosto de 2015 han ingresado a Italia unos cien mil inmigrantes procedentes del Africa subsahariana y de otros sitios. Se ha prendido una polémica a hachazos entre el Vaticano y un partido de extrema derecha llamado Lege Nord en torno al tratamiento de los inmigrantes, y es que no es lo mismo inmigrante ilegal que refugiado. Nadie lo tiene fácil. “Sobre los inmigrantes se gana. En votos”, dice el editorialista de la revista L’Espresso, dando a entender la demagogia con que se maneja el asunto (por cierto, en esa misma página la publicación asegura que el Papa Francisco es el líder más innovador de la Tierra).

En fin, es el tipo de situaciones que lleva directamente hacia salidas “alternativas” como Podemos en España. La gente se indigna y se ofusca; de allí a una desgraciada decisión ante las urnas electorales no hay más que un paso.

LA PIEDAD

De modo que Roma o la Italia entera es, por si quedaba alguna duda, una belleza con debilidades y enormes retos. En lo personal, La Piedad de Miguel Ángel expresa esa belleza desde el éxtasis religioso y resulta posible solo gracias a un don que los dioses puedan otorgar. En esa pieza yace el deseo del Hombre por trascender, por alcanzar de alguna manera la bondad infinita del Ser Creador. Esa escultura la hizo Miguel Ángel Buonarroti cuando contaba 24 años de edad, hacia 1499, mientras Colón pajareaba descubriendo América;  fue trasladada en 1749 a su ubicación actual en la Basílica de San Pedro. Allí la encuentras, primera capilla a la derecha, sobrevolando el entorno no porque la hayan elevado artificialmente: hay algo milagroso en su dramática perfección. Ese brazo de Cristo inerte… Mi amigo el profesor Francisco Pellegrino me llevó hasta ella. Dice que siempre que viene a Roma le dedica un tiempo no a la Basílica, demasiado recargada para su gusto —cierto: no hay ni un centímetro cuadrado libre de una orla, bucle, arabesco, angelito o figura pintada en mármol repulido—, sino a La Piedad. Se queda ante la balaustrada quieto, quietísimo. Todavía hay otra barrera después de la balaustrada, pues la cubre una caja de cristal: la obra fue agredida a martillazos por un loco, un geólogo australiano de origen húngaro, en 1972. Se queda allí hierático el profesor Pellegrino, contemplándola durante un cuarto de hora o veinte minutos. Luego da una vuelta por la Basílica, como por no dejar, y vuelve al mismo lugar, de nuevo absorto ante La Piedad. Es como si estuviera recargando unas pilas que uno no ve pues deben estar en lo más profundo de su alma.

Hubo en algún momento, además, un hecho que reivindicó a todos los asiáticos turistas: una joven madre de ojos sesgados aleccionaba a su hijo de unos 11 años sobre la obra. Aun en su fraseo impenetrable para uno, comunicaba un interés, una esperanza, un gesto eterno, tan eterno como la propia obra. Le comentaba cosas al niño sobre La Piedad y el niño asentía o preguntaba algo. Y la madre, uno podía intuirlo tan solo mirándola, le contaba una historia que tenía mucho que ver con ellos dos, madre e hijo, aun siendo ellos oriundos de una tierra tan lejana, pertenecientes ambos a otra cultura muy distinta. La tierra de la Sony, de Murakami y Mishima; la tierra, también, de esa herida abierta en la Humanidad que son Hiroshima y Nagasaki.

 

Al salir de la basílica de San Pedro, la gran explanada donde la gente se encuentra con el Papa.

Al salir de la Basílica de San Pedro, la gran explanada donde la gente se encuentra con el Papa.