Este jueves 17 de septiembre se bautiza —en el Gabinete Literario, lugar emblemático frente a la plaza de Cairasco de Las Palmas de Gran Canaria— la reedición de La isla, un texto de Antonio de la Nuez Caballero que salió a la luz por primera vez en 1979. Ahora que el escritor canario hubiese cumplido cien años, un grupo de intelectuales agrupados bajo la Nueva Asociación Canaria para la Edición reedita el libro en donde la ciudad-isla, el surrealismo como leit motiv, un amplio anecdotario costumbrista y las pasiones del autor se dan la mano. Se transcribe aquí un extracto: su retrato muy personal de Agustín Millares Carlo (1893-1980), paleógrafo, filólogo latinista, bibliógrafo y académico canario quien entregó gran parte de su esfuerzo vital, entre los años 1959 y 1974, a Maracaibo y su universidad. De la Nuez fue su amigo por muchos años
Antonio de la Nuez C.
Muchas siglas. Muchas ciudades. Mucha paleografía, adverbios y manuscritos. Proyectos y demoras. Y don Agustín Millares Carlo con su humor, con su inacabable humano humor de siempre, entre optimista y asustado, entre inocente y veraz, entre el cielo y la tierra, por Granada, Madrid, París, México, Maracaibo… allá junto a Santa Rosa del Agua, la Plaza Baralt, la Universidad, Hercolino Adrianza, Carlos Sánchez, Carmen y Rafael Bolívar.
¿Presentiría como premonición entre estudiosa y estética, entre ron y petróleo, que alguna vez don Agustín se asentaría tan fuertemente en la tierra del sol amada? La tierra del general Morales y del Lago, la tierra de Primo de Rivera y sus ensayos de cultivo del algodón, la tierra donde conocí el icaco, el magüey y los Puertos de Altagracia en la noche de seda mientras pequeñas barcas iban en busca de la lisa del Lago, con compases de cabria y cabrestantes, con golpes de máquina de los ferrys que trasladaban a las gentes, sudorosas, entre las dos orillas y sus cocoteros y sus barrios de palafitos; entre ese Cumboto de mi inolvidable Ramón Díaz Sánchez y las primeras colaboraciones, ya perdidas en la noche de los tiempos, en aquellos periódicos del Zulia. También allí dirigí una revista. Pero todos esos recuerdos, incluida «la Vuelta de la Doña» por las noches y los cafés en Bambi, eran tiempos «preagustinianos», como si dijéramos tiempos precolombinos.
Don Agustín fue después, para mí, más bien el de los viajes relámpago a Caracas. El de las taguaras por Sabana Grande, como aquella del sótano alemán —donde paladeamos una vez el chucrut— y las tardes en la terraza de las Méndez, en San Bernardino. Vinieron después los cielos pasando su paño de mariposas amarillas en la tarde violácea de la Universidad, y los cafés en cualquier bar de El Silencio.
Cuando escribo —otra vez desde el Monte— en estos días, recuerdo que fue aquí, junto a este paisaje negro y verde, de parras, geranios y araucarias, donde conocí a don Agustín, dedicado en los veranos a las verdes, rosadas, marrones, azules dentadas y sin dentar, matadas y sin matar, estampillas de correos; sellos donde todavía eran reinas la reina Victoria e Isabel II, y aparecía el águila germánica con toda su prepotencia de bicho derrocado recientemente.
¿Pero se puede llamar realmente recuerdo a lo que es aún presente? Aquí está don Agustín Millares como siempre. Unas veces en San Bernardo, otras en Triana, las más en el Museo Canario, su lugar preferido de trabajos. Pero, sobre todo, en este pálido invierno del Centro, donde en los atardeceres se proyecta Villa Rosa con las araucarias, ya partidas por los temporales, como una sombra negra sobre el fondo rojo del ocaso, y donde ahora, en vez de paseos de geranios y viñas, las luces verdes del alumbrado público ponen una nueva tonalidad sobre las blancas paredes de las casas y la lejanía del mar, donde ya empieza a rielar la luna. El destino es algo que no tiene sentido o que tiene mucho más del que podemos abarcar los humanos. A veces ese don Agustín que rebosa de bancos de jardines públicos en Madrid, portadas de libros, documentos del Registro Central de Caracas, de letras procesales y góticas, de inmensas bibliotecas, zarzuelas y óperas, se convierte para mí en un símbolo, o se concreta en algo tan tangible como una figura humana que se alza por encima de muchas personas ya conocidas y olvidadas, o que tiene ese vago sentido de las cosas que no han logrado cuajar en algo definitivo.
No es tan fácil concretar en un ensayo la personalidad de don Agustín, porque sospecho que más que una persona sea «un continuo» de los que solo Einstein sería capaz de definir.
¿Cómo se le podría siquiera retratar?
Ni un pintor ni un fotógrafo serían capaces de ello y lo que se ha hecho en estos días y antes, en bustos de escayola de don Agustín, ha sido muy variado y bueno: no me refiero nunca a la calidad artística cuando quiero hablar de don Agustín como obra de arte.
Quizá lo único que podría retratar de veras a don Agustín sería una cinta cinematográfica que tuviese algo de Buñuel y algo de Dalí. El puntillismo no le vendría mal como pintura; y a un Van Gogh le sería posible lanzar sus llamas un poco hacia el espacio y otro poco hacia el vaso y a los papeles manuscritos sobre su mesa, sobre su fichero, sobre sus lomos y sobre sus discípulos, esas llamas vegetales de una forma que aún no ha pasado.
El destino le ha hecho padecer en las aulas, disfrutar de la compañía de los amigos. Las noches y las tardes son para él un reflejo de sus mañanas sin sombras.
Don Agustín tiene el poder de evocar solo con su presencia. Su libros pueden ser sobre Eguiara y Eguren, sobre Baralt, o sobre La Imprenta y el Periodismo en Venezuela (desde sus orígenes hasta mediados del siglo XIX), pero lo que evoca en mí son sus sempiternas aventuras sin cuento, como la de aquella tarde que quisimos ir a visitar, en La Bermeja, a los embajadores de España que entonces eran Matías Vega y Clara Rosa Sintes de Vega Guerra.
Ni yo, ni Antonio Ojeda, sabíamos por dónde se iba. Nos metimos cerro arriba entre verdes caminos que más bien evocaban al Sargento Felipe, a las guerras federales o cualquier sonada de cuando Caracas era aproximadamente solo la esquina de Gradillas mirando hacia los lados del mercado.
El carro iba dando tumbos y a pesar de ello llegamos severamente al inmenso y encáustico ambiente que deseábamos entre italianizante y colonial, entre canario y caraqueño, con sus tejas, sus tapices y su amplio impluvium a la manera helénica, pero donde cantaban las diminutas ranas importadas como insectívoras voraces.
Y tengo que terminar. Ha sido el mundo de esos años un mundo muy complejo para poder contarlo solo de una vez.
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