
Cecilia Domínguez en el museo del pintor Antonio Padrón (Gáldar, Gran Canaria) el 17 de septiembre de 2015.
Cecilia Domínguez Luis ganó el premio canario de literatura 2015, que se otorga no por una obra concreta sino por la trayectoria; jubilada de la universidad de La Laguna, miembro de la Academia Canaria de la Lengua, superó un cáncer y sigue trabajando: leyendo y escribiendo, asistiendo a foros y encuentros. Acaba de editar la novela El sepulcro vacío, que lamentablemente no se consigue en Venezuela
Sebastián de la Nuez
En su casa, de niña, la abuela le contaba cuentos por la noche, comenzando por La Caperucita Roja pero en versión original, en la cual la emprendedora jovencita es devorada sin más preámbulos por el lobo.
La familia materna de Cecilia (asentada en La Orotava, municipio al norte de la isla de Tenerife, en las Canarias) era de condición acomodada o al menos lo fue hasta que Franco tomó el poder y los hermanos de la abuela, todos varones con una sola excepción, fueron fusilados o encarcelados por la Falange. Hubo que vender fincas porque la abuela de Cecilia, Cecilia Illada Quintero, quedó sola para encarar el destino de la herencia familiar y no podía con todo aquello.
Pues bien. La Cecilia de 5 años andaba aterrorizada con el dichoso lobo comiéndose a la Caperucita de una forma tan cruda y definitiva, de modo que escribió una versión libre en la que aparecía la intrépida Caperucita con dos pistolas al cinto, dispuesta a enfrentarse a tiros con la fiera. Su propia versión borroneada a mano en un cuaderno de rayas. Así comenzó todo.
Ese mismo año se le ocurrió hacer un poema de Navidad, pero diciembre no le encajaba dentro del verso y lo cambió por octubre; o sea, según su poema, el Niño Jesús había nacido el 25 de octubre. Se lo llevó a su madre:
—Niña, pero el Niño Jesús no nació el 25 de octubre…
A lo que ella contestó:
—¿Me lo vas a decir a mí, que soy la escritora?
De alguna manera entendió que el escritor puede modificar el mundo, así como ella había modificado el nacimiento del Niño Jesús. En su casa había una gran afición a la lectura; recuerda que todas las tardes se reunía la familia para leer algo. Recuerda en especial el Quijote. De la misa, la mitad: no se enteraba bien de la historia pero no importaba, disfrutaba igual.
Domingo se llamaba su padre y era agente comercial. Su madre estudiaba bachillerato cuando estalló la guerra, pero como era de los rojos, no la dejaron seguir; de hecho, tampoco la dejaron seguir en el conservatorio. Estaba marcada como hija de republicanos que era. A unos tíos los fusilaron en los años cuarenta, en Santa Cruz, después de la guerra. Uno, maestro; el otro, fundador de la central obrera CGT en La Orotava. Ella habría de escribir Mientras maduran las naranjas sobre esa historia, libro agotado en varias ediciones. Quiso contar la saga sin ira y lo hizo a través de los ojos de una niña, los de una tía que todavía vive, más las cosas que la propia abuela le había narrado y que se le grabaron desde muy temprano. Cuando estalla la guerra, la madre de Cecilia tenía 10 años, y la tía, ocho.
La propia abuela le había dicho que debía contar aquella historia algún día. «Es una novela que está ahí, no sé si es buena o mala, pero le tengo un particular cariño porque es la historia de mi familia».
En su casa, naturalmente, había una biblioteca, pero fue esquilmada por el bando nacional: una vez entraron allí y se llevaron un montón de libros que luego quemaron. Era una casa en La Orotava con su biblioteca llena de promesas a punto de ser descubiertas, incluso con algún ejemplar de medicina que le revelaría cosas impensables a una niña tan pequeña. Debe acotarse que aprendió a leer a los 3 años. Su tío —uno de los asesinados por el régimen— había hecho una especie de rompecabezas con miles de letras acompañadas de colores y pajaritos y cosas así. La abuela tiraba aquello en el suelo y le decía a la niña de dos años que formara palabras. Luego, un día, la mocosa vio un libro sobre la mesa del comedor y dijo «ah, Cumbres borrascosas…». La madre la escuchó y de inmediato la inscribió en un colegio. Lo leería, según recuerda, poco después, a los seis años, aun cuando no se enteró mucho. A los 8 años, su padre volvió de un viaje a Sevilla y le trajo, a ella, las rimas de Bécquer, y a su hermano, un barco de piratas. Pues ella hubiese querido también el barco de piratas. Se enfadó pero leyó, de todos modos, las rimas… Tampoco entendía nada pero le gustó la musiquita. Y cuando llegó a la parte por una sonrisa un mundo / por un beso / yo no sé qué te diera por un beso, ya estaba enamorada de Bécquer.
Fue una lectora bastante compulsiva. Lo que cayera en sus manos lo leía, le daba igual.
—Pero lo que me da curiosidad es cómo se abre camino, como escritora, en la época franquista.
—Era una época que me entusiasmaba porque ibas en contra de lo establecido…
∞
Su abuela, Cecilia como ella, fue su cómplice. Cecilia iba a librerías donde sabía que podía conseguir libros prohibidos en España. Iba a la trastienda y le preguntaba al librero qué había traído de nuevo. Conseguía cosas de García Lorca o Miguel Hernández.
«El problema era que yo estaba educada en un colegio de monjas, porque en ese momento no había otra posibilidad: o era la escuela pública donde te enseñaban las cuatro reglas y a los doce años ¡fuera, a trabajar! o era el colegio privado… Y, claro, mi familia quería que estudiara bachillerato. Entonces vivía en una especie de esquizofrenia: era la escuela nacional católica con todas sus consecuencias y, encima, las monjas sabían cómo era mi familia. Me tenían allí queriéndome convencer de las bondades del franquismo, pero luego llegaba a mi casa… Al final no me quedaba con nada, quería formarme mi propio criterio.»
Se orientó por sus lecturas, así desarrolló un espíritu crítico que le permitió distinguir cuándo la estaban engañando y cuándo le estaban diciendo la verdad. Desde luego, tuvo problemas en el colegio. Cuando a los 6 ya comenzaron a prepararla para la Primera Comunión, un cura hablaba a las niñas de Adán y Eva. Cecilia levantó la mano, el cura todo contento porque pensó que le iban a hacer una pregunta piadosa. Le preguntó que si Adán y Eva eran padres de toda la humanidad, y ante la respuesta positiva, la niña Cecilia quiso saber el color de su piel.
—Niña, de qué color van a ser. Blancos.
—¿Sí? Entonces explíqueme de dónde salieron los negros.
El cura, por respuesta, le dijo que era una niña de poca fe.
Se fue haciendo de cierta fama y, estando en bachillerato, llegó un profesor de latín proveniente de Las Palmas que le dijo «¿tú eres el bicho raro, no?»
No le gustaban las mismas cosas que a sus compañeras, dadas más bien a leer novelas de Corín Tellado. Se llevaba mejor con los varones. En el franquismo, la educación de ellos era mucho más rica. Había chicos que estaban leyendo lo mismo que ella o gustaban de las películas que a ella le gustaban. Sin embargo, guardaban con ella cierta distancia. Les infundía temor. Eso lo averiguó con el tiempo. En la adolescencia, esa distancia la marcó y acomplejó, ya que los muchachos no se atrevían a cortejarla.
—Eso era el precio que tenía que pagar por ser el bicho raro —dice ahora.
En tiempos de Franco publicó poemas en periódicos. Su primer libro no fue editado sino en 1977. Su único hermano, Domingo Domínguez Luis, estuvo más cerca que ella del PCE, desde los 14 años. Cecilia estudió en Madrid a finales de los sesenta y en alguna ocasión vio de cerca al líder Santiago Carrillo.
No duraría mucho tiempo estudiando en la capital del reino. Su padre —hombre productivo no solo por ser agente de comercio: también era contable en una cooperativa de plátanos y propietario de la cantina de un teatro—, sostén de la propia familia y de la de su mujer (vivían con cierta amplitud, de hecho tenían servicio doméstico), falleció un mal día y Cecilia tuvo que dejar de estudiar.
La situación se planteó de esta manera: o estudia el chico o estudia la chica.
Se escogió que estudiara el chico; ella, por lo tanto, debía encontrar pareja y casarse. Ese era el camino. Así lo planteaba la época y la familia pues, aun con su vena republicana e inclinaciones libertarias, no escapaba de ciertos parámetros muy al uso en la España mandada por una dictadura militar.
Se casó sin estar muy convencida.
—Fue un fracaso total. Fui una mujer maltratada.
∞
Se convirtió en un ama de casa con la autoestima por el suelo. El marido le decía que no servía para nada. Tuvieron tres hijas. Cuando ella se sintió apoyada o presionada precisamente por su ginecólogo, quien le decía que estaba dispuesto a denunciar al marido, ella dio el paso a pesar de que en ese tiempo el divorcio era una afrenta, y la separación, una marca. La ley favorecía al hombre en la patria potestad de los hijos. Cuando fueron a firmar la separación en un juzgado, el marido le dijo que renunciaría a la custodia de la prole si ella renunciaba a la paga, la de las niñas y la de ella. Debe tomarse en cuenta que Cecilia no había podido, siquiera, terminar sus estudios. De este modo el hombre la chantajeaba. No le quedaría otro remedio sino volver con él, al no tener cómo dar de comer a las tres hijas.
Sin embargo, firmó la separación. Se liberó. Dice que estuvo muchos años durmiendo cuatro horas, trabajando y estudiando al mismo tiempo. Hizo Filología en La Laguna. Sacó dos oposiciones y logró un puesto académico. Así sacó, ella sola, a las tres niñas adelante.
—La más chica tenía apenas quince días de nacida cuando me separé. Como decía mi abuela, burro cargado busca camino.
Dice Cecilia que la literatura la salvó en esa época; que había llegado a pensar incluso en el suicidio.
—A mí la poesía me salvaba más. Con ella te sacas todo lo que tienes ahí. La primera obra que publiqué, Porque somos de barro, es poesía.
Era de una editorial que ya no existe. Luego, en 1980, se convocó por primera vez el premio Pedro García Cabrera. Se presentó. Nadie la conocía y lo ganó. El premio tenía carácter nacional y ella apareció incluso en el prestigioso diario El País; eso le abrió una serie de puertas. La llamaron de diferentes editoriales. El propio García Cabrera, vecino de ella, la ayudó, así como Rafael Arozarena. Fueron sus maestros.
—¿Cómo compara lo que se hacía entonces en literatura, dentro de Canarias, y lo que se hace hoy, en 2015?
—A mí me tiene muy preocupada lo que se está haciendo ahora; se escribe mucho.
—Todo el mundo escribe pero nadie lee.
—Exacto. Eso se nota. Lo he dicho más de una vez. Si no tienes lecturas detrás, cuando escribes se te nota. Algunos de estos escritores han llegado a decirme que no leen porque no quieren contaminarse… Hombre, hay de todo; hay una serie de gente joven, universitarios, que escriben bien. Pero hay una profusión de escritores que me quedo espantada. Es decir, me parece bien, todo el mundo tiene derecho a escribir… Oye, ¿a publicar también? Pues también, pero mira, si publicas esto, tienes que aguantar las críticas que te vengan. Se publican verdaderas porquerías.
—Hay dinero para eso.
—Hay autoedición. La tecnología lo facilita mucho. Y si tienes dinero para autoeditarte, hazlo… pero que se corten árboles para eso, me parece un atentado contra la naturaleza. Mucha cantidad pero poca calidad.
A Cecilia le gustan los autores latinoamericanos y suele releer a Bolaño, Cortázar y Rulfo. Los escritores actuales españoles no le llaman mucho la atención aunque le gustan algunas cosas de Muñoz Molina, Javier Cercas y Manuel Rivas.
«Pero veo que en la literatura que se está haciendo en la península se cometen muchos errores de estructura, sintácticos… Aparecen, por ejemplo, el deísmo o el laísmo. Cuando estás leyendo una novela y dice la pegó… Es algo que no ves en la literatura hispanoamericana. Para mí la literatura hispanoamericana está salvando el español. Hay editoriales españolas que dicen que el libro hispanoamericano no se vende mucho en la península. Y yo digo, claro, es que la gente ve una palabra que no le suena y entonces ya se bloquea. No entiende. Son americanismos. Y eso no pasa tanto en Canarias, donde estamos mucho más acostumbrados a leer literatura hispanoamericana.»
De los españoles, en definitiva, se queda con el clásico San Juan de la Cruz. Pero ha releído a Pérez Galdós, que le parece un escritor impresionante (también a Balzac), para construir su última novela, El sepulcro vacío. Cecilia tarda más investigando para sus novelas que escribiéndolas. Puede que las tenga ya en la cabeza antes de empezar a escribir. El sepulcro vacío va de masonería en el siglo XIX dentro del contexto de las Canarias, así que estuvo haciendo averiguaciones durante casi dos años.
Sobre las lecturas del canario tiene un comentario: busca por lo general que la lectura no le complique la vida ni lo haga pensar demasiado. El otro día se montó en un tranvía y estaban todos los usuarios en silencio, absortos en Wassap. Pero esto no es un problema solo del canario, advierte.
«El problema es la casa. Un niño en cuya casa no hay un libro, donde sus padres no leen ni siquiera el periódico, es muy raro que después le guste la lectura. Hay que educar a los padres, para que vean la importancia de la lectura. El niño copia. Si el niño ve que en su tiempo libre los padres cogen un libro, le dará curiosidad.»
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Cecilia escribe primero a mano. A veces se le ocurre una idea durmiendo, y siempre tiene en su mesilla de noche una libreta y un lápiz. La imagen o la idea completa le puede sobrevenir, igualmente, en la calle, y por eso siempre lleva en su bolso la libreta y su respectivo lápiz. Allí, en esa idea más o menos espontánea, puede estar el resumen, el abstract, de su próxima novela. Y rumia en su cabeza la estructura, un esquema mental. Investiga, trabaja y redacta el texto; deja eso en remojo, «como los garbanzos», y más o menos a los quince días vuelve a él como lectora, dispuesta a destruir un montón de poemas o de páginas que no sirven para nada. «Ahí te distancias de la persona que escribe y vas hacia la persona que lee».
O sea, cuando escribe por primera vez, escribe de un tirón.
Cuando asume el personaje como hombre, es un hombre, y lo mismo si es una mujer o un perro. Por eso ha dicho siempre que no cree en la literatura feminista. Asumir el personaje con todo y género «es la única manera de hacértelo creíble… Si yo no me creo al personaje, no se lo creerá el lector», dice, y pone el ejemplo de El sepulcro vacío cuando se inmiscuyó en la piel de Matías, un jardinero bastante bruto. Le fue fácil; y no tanto cuando le tocó ser Isabel, la madre de Pablo, el protagonista, pues representa todo lo contrario de lo que ella, Cecilia, realmente es. El personaje es una mujer católica convencida casi hasta el fanatismo. Así, ¿cómo ponerse en sus zapatos para saber cómo reaccionaría ante las circunstancias? La investigación sobre la época le facilitó las cosas.
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De las poetas iberoamericanas, aparte de Alfonsina Storni y algunas cosas de Gabriela Mistral, le gustan mucho las contemporáneas venezolanas Edda Armas y Yolanda Pantin. Entre los caballeros, Rafael Cadenas. Estuvo hace unos años en Venezuela en un congreso de literatura que se realizó en Corp Banca, y se sorprendió por la cantidad de gente asistente y por el talento de unos muchachos crecidos en barrios humildes que conocían a Góngora y Quevedo.
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