Aplaude, Diosdado

diosdado y maduro

Una lectura sobre un instante capturado por las cámaras de televisión, protagonizado por Diosdado Cabello y Nicolás Maduro. Sobre esa trama se desliza en este artículo una teoría sobre los elementos de la realidad paralela, una estrategia más efectiva que la censura en los medios

 

Sebastián de la Nuez

Diosdado, aplaude, que todavía podemos raspar la olla.

Diosdado, aplaude, que el Plan de la Patria nos señala el camino para la salvación de la humanidad.

Aplaude, chico, que estas mujeres aquí presentes, al servicio de nuestro partido y de nuestra revolución, están esperando que tú también aplaudas.

Aplaude, por amor a nuestro supremo comandante.

Diosdado, deja de enviar mensajitos por  celular y aplaude, que esta realidad paralela que hemos construido se nutre del aclamacionismo, no lo olvides.

Fue durante una alocución —una de tantas— en la que el presidente Nicolás Maduro habló de la cantidad de mujeres que van en las planchas por los circuitos electorales con vistas al 6D. Bastantes en relación a contiendas parlamentarias del pasado, pero lo que habría que estudiar en profundidad es el nivel de vileza al que han sido sometidas mujeres al servicio del chavismo. Operadoras políticas validando/cohonestando decisiones absurdas, arbitrarias y, en ocasiones, criminales.

El acto de la famosa frase —«aplaude, Diosdado»— era el de la elevación al Panteón Nacional de una heroína rescatada desde la oscuridad independentista,  Juana la avanzadora. Un amigo me conminó a buscar en la red ese instante del cual también debe hacerse una anatomía —tarea como para Javier Cercas—: plano y contraplano entre Maduro y Diosdado; Maduro esperando, tras su admonición imperativa, el aplauso del dirigente del PSUV y, a su vez, el rostro del aludido, malas pulgas, como atrapado con las manos en la masa pero manteniendo, sin embargo y con mueca dibujada a manera de sonrisa, sus manos quietas.

Una delicia de instante, por lo revelador.

 

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El episodio demuestra que hay algo, a estas alturas, resquebrajándose en el sofisticado artilugio de la realidad paralela sobre el cual opera con tanto éxito —hasta ahora— la maquinaria chavista.

Porque el problema en Venezuela no está en la ausencia de libertad de expresión, que en verdad es un derecho humano acorralado: la ejerces en los medios tradicionales, o en los nuevos que permite la tecnología, bajo la notable percepción de la precariedad. Siempre me acuerdo de un pasquín humorístico que circuló durante la época de Rómulo Betancourt, cuando en medio de la lucha contra la guerrilla se suspendieron las garantías constitucionales y hubo una seguidilla de periódicos no censurados, sino directamente cerrados. Se llamaba El Fósforo, lo dirigían los hermanos Nazoa y su eslogan era: «Se llama así porque en cualquier momento lo raspan».

Bien es cierto que, en cualquier momento, uno espera que los pocos medios o individualidades dentro de los medios que quedan con voz propia ejerciendo su derecho a contrarrestar los mensajes del poder, sean, si no comprados, sencillamente raspados del espectro público. Ha sucedido decenas de veces. En la última reunión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, representantes de diversas ONG denunciaron —de nuevo— falta de pluralidad y diversidad «pues cada vez existen menos espacios para la crítica y la divulgación de informaciones contrarias al gobierno nacional». Según una nota que hizo circular el Colegio Nacional de Periodistas (y que no apareció en ningún medio oficial), los voceros de dichas ONG que se ocupan de los derechos humanos dijeron que «los medios públicos mantienen una perspectiva completamente politizada al servicio del partido de Gobierno, se abstienen de transmitir informaciones críticas, opiniones de miembros de partidos opositores, cubren de forma parcial los hechos y promueven únicamente la ideología partidista del Gobierno. Los medios privados cada vez son más censurados e intimidados por el Gobierno, y como consecuencia de esto se inhiben con regularidad de dar espacio a la crítica».

Sin embargo, el sofisticado artilugio de la realidad paralela es una estrategia que se desliza sin golpes escandalosos; resulta más natural, por decirlo de algún modo. La censura de Prensa, así, sin cortapisas ni atenuantes, al estilo Vitelio Reyes, ya no se usa, pasó de moda; o se usa cuando ya no queda más remedio. La compra de medios sigue vigente, y la de conciencias. Pero la realidad paralela es algo que penetra de modo más eficaz y quizás (habría que comparar estos métodos de manera científica) no provoque reacciones contundentes como sí lo hace la censura.

Definitivamente: la censura monda y lironda ya no es el problema fundamental en este país sino la exitosa implantación de la realidad paralela.

Ha atrapado, incluso, a los adversarios del Gobierno. Ha arropado al país entero. Comprende tres elementos esenciales:

  • La tergiversación del lenguaje
  • La aniquilación de los hechos (y de los personajes que los protagonizan)
  • La repetición y normalización de gestos que soportan la realidad paralela

La tergiversación del lenguaje la inauguró el finado Hugo Chávez acuñando epítetos contra la oposición. Un recurso intuitivo (¿de político especialmente capacitado para el insulto?) que, con el correr de los años, se ha convertido en leit motiv. Hasta que hoy, por ejemplo, debe tenerse cuidado al pronunciar el fonema pueblo. Nicolás Maduro ha llegado a decir que si las parlamentarias las pierde el chavismo, él saldría a la calle «con el pueblo a defender la revolución». Entonces, ¿no es el pueblo quien vota el 6 de diciembre? Hay un Nuevo Diccionario de Usos y Modos de la Palabra Prostituida esperando luz verde. Es el diccionario de las palabras que hoy, en Venezuela, significan otra cosa de lo que denotaban hace 15 o 16 años. Una lexicografía distinta, hecha a la medida y conveniencia del poder, es herramienta cotidiana en la vida pública: echar marcha atrás en eso es asignatura pendiente cuando todo esto pase.

La aniquilación de los hechos —y en ciertos casos, de los personajes aparejados a ellos— ha podido constatarse recientemente por boca del mismísimo defensor del Pueblo, Tarek William Saab: el fiscal Franklin Nieves anuló su cualidad jurídica «al no haber aprovechado durante casi dos años las oportunidades que el propio juicio le dio». O sea, en realidad no actuó bajo presión sabiendo que hacía algo impropio contra un acusado inocente. Eso no sucedió porque… porque el hombre no dijo eso a tiempo.

Casos como ese pueden contarse por decenas, comenzando por los responsables del operativo o plan Bolívar 2000 —el diario Tal Cual, o más específicamente Teodoro Petkoff, lo llamaba Biyuyo 2000—, siguiendo con la banda de los enanos, Luis Velásquez Alvaray, la trayectoria del inefable hijo de José Vicente Rangel… hasta llegar a casos más recientes de desaparición mediática como el ex factótum de Pdvsa, Rafael Ramírez, y sus compañeros de faena.

El tercer componente, el de los gestos. Es cuestión como para otro artículo. Baste citar el ejemplo del actual presidente de la Asamblea Nacional. Un gesto es una suma. O la guinda del pastel. O un tic nervioso. O una advertencia. Un gesto puede ser la Guardia Nacional Bolivariana lanzada con toda su potencia contra un centenar de estudiantes desvalidos en medio de la calle; o puede ser la compra de una docena de aviones Sukhoi.

O un aplauso, un buen par de palmadas alegres, saltarinas, entusiastas. Un aplauso suma, forma algarabía junto a otros, y el escenario parece revitalizarse entonces con una ilusión reprogramada. Un aplauso puede hacer temblar al prójimo e insuflar esperanza a la pobre mujer desahuciada que mira la TV en ese momento. Un aplauso es ley chavista: ¿o no te acuerdas, Diosdado, del coro de focas durante los maratónicos programas domingueros de Chávez? En uno de ellos te dijo que tenías unas pestañas muy coquetas, o algo parecido. También ahí, seguramente, aplaudiste para tus adentros. No como ahora, que si llegas a aplaudir, lo haces solo de la mueca para fuera.