La película Spotlight (cinco nominaciones al Oscar, entre ellas Mejor Película) pone de nuevo en el tapete el papel de la Prensa, el de la gran Prensa que llega masivamente al público y construye opinión pública. Aquella a la cual los poderes temen y juegan muchas veces a comprarla o maniatarla
Sebastián de la Nuez
En primer lugar hay que decir que una película de Netflix que se ocupa de África dando una interpretación condensada —maniquea, dirán los exquisitos— sobre los conflictos políticos y sociales que en el continente se entrecruzan, no existe para la Academia que entrega el Oscar. Al parecer, la mera amenaza de una alternativa de producción a las orillas de Hollywood ha hecho de sus capitanes tradicionales unos ciegos y sordos ante este campanazo de atención bien narrado, bien actuado, crudo y descarnado. La industria del entretenimiento, por omisión, también puede cometer cierta especie de crimen de lesa humanidad. La película ninguneada se llama Beasts of no nation y no busquen a Samuel L. Jackson en el reparto, mucho menos a Leonardo DiCaprio.
La entrega del Oscar este año se muestra interesante —ya que no democrática— pues coinciden varios films que buscan impresionar al espectador, y lo logran. La que comento aquí no es espectacular, ni contiene audacias narrativas, ni busca impactar mediante un montaje sorprendente o alguna hipérbole visual. Por ejemplo, un protagonista de la épica de la supervivencia despojando de vísceras a un caballo muerto para cobijarse en su interior y evadir, de tal guisa, el frío. Lo que hay en Spotlight es un puñado de actores muy profesionales haciendo el papel de periodistas y abogados no menos profesionales, viéndoselas de cerca con un grupo de víctimas ya adultas y bastante traumatizadas, y encarando a un obispo en su tarea de proteger durante décadas a casi un centenar de sacerdotes en Boston o sus alrededores, depredadores de niños y niñas (nunca quisieron discriminar en cuanto a género: en eso sí que eran plurales los curas).
La película se parece a Todos los hombres del presidente, que en su tiempo le rindió honores al periodismo de investigación de The Washington Post. Se parece también a El informante y a otras películas que han retratado la vida en los periódicos con más o menos suerte. Habría que ser más precisos: el tipo de películas en donde dos poderes se enfrentan. La constante sería tener al llamado Cuarto Poder como figura principal o contrafigura. Es un género en sí mismo; no es posible que uno busque en Wikipedia datos sobre la producción de Spotlight y te la despachen como “drama”. Es un reportaje, no un drama. Los reportajes no son ni drama ni comedia. Son reportajes. Realidad concentrada: facts. Spotlight es un reportaje sobre un reportaje y como tal se resuelve en un enunciado de no más de diez palabras, desnudo de florituras y esclarecedor. O sea, un título:
LA IGLESIA PERMITIÓ A LOS SACERDOTES COMETER ABUSOS DURANTE AÑOS
Nada más y nada menos, caballero. Claro, faltó, luego de abusos, la palabra sexuales. Pero seguramente los editores juzgaron que, dado el contexto de Boston y los rumores que habían corrido, no hacía falta alargar con ese detalle explicativo el título.
La película está pespunteada de pequeñas grandes enseñanzas del buen periodismo de investigación, aquel empeñado en desenterrar lo que algún poder se empeña en ocultar bajo tierra. ¿Qué busca el reportero raso del Boston Globe, llevado por su legítima indignación conforme descubre las iniquidades del poder eclesial cebándose en la inocencia de sus más desvalidos feligreses? La denuncia inmediata, aunque no tenga el caso completo (pero también es movido por el temor a que la competencia le propine un tubazo). Saliva el reportero Rezendes (Mark Ruffalo) en abundancia ante lo que un abogado de las víctimas le ha dejado ver, finalmente y después de tanto merodearlo.
¿Qué busca el editor en jefe —como llaman los norteamericanos al máximo líder de un medio de comunicación— del Boston Globe? Abarcar el sistema. Todo el entramado que permitió que aquello sucediera impunemente.
El personaje del editor en jefe resulta genial y uno no puede evitar la empatía. El cardenal de Boston lo recibe con mucha amabilidad en su despacho pues el representante del Globe ha de advertirle en qué andan sus reporteros. El cardenal le suelta una monserga sobre Boston, que si es un pueblo pequeño, que si patatín, que si patatán…
—Descubrí, Marty, que la ciudad florece cuando sus instituciones trabajan juntas —le comenta al editor, casi guiñándole un ojo.
—Gracias —contesta Marty sin que se le mueva un pelo de la cabellera— pero creo que para que un periódico funcione bien debe trabajar solo.
Es una película que todo periodista debería ver. Al terminar, uno se queda pensando: ¿dónde está el reportaje que desentrañe el sistema de la corrupción de todos estos años en Venezuela? No el caso del Plan Bolívar 2000, ni de los manejos de aquel fondo, o el tema Pudreval, o las relaciones FARC-gobierno-GNB-narcomundo; no este o aquel escándalo luego opacado por otros escándalos mayores que barrieron de la memoria colectiva al anterior. No. El sistema. Lo que hizo posible la seguidilla, la instalación de la corrupción como norma de gobierno durante estos últimos 17 años, la impunidad decretada tácitamente. Eso está por narrarse.
En la foto: Rachel McAdams hace el rol de la reportera Sacha Pfeiffer. McAdams ha sido nominada al Oscar como mejor actriz de reparto; en esta película todos los actores son “de reparto”.
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