Ayer, 16 de abril de 2016, al mediodía estaba este camión, reluciente y debidamente vestido de populismo, montado sobre la amplia acerca de la avenida México. Allí en medio, como un tótem. Olía a pescado a la distancia. Una fila de gente sencilla y paciente comenzaba apenas a formarse en el pasillo que conecta la estación Bellas Artes del metro con Parque Central, esperando su turno para echarle el rejo al tajalí o al corocoro. Nicolás Maduro apareció hace un par de semanas en una trasmisión desde el estado Sucre con el buque pesquero Gran Roque como telón de fondo, y anunciaba que ahora sí le llegaría el pescado a más de siete millones de venezolanos. Quizás exagerara. Quizás lo de “potencia pesquera” sea solo flor de un día. Pero eso sí, que todo el mundo sepa que el pescado que le llega barato lo trae hasta acá, hasta la avenida México, el finado comandante eterno, a quien por algo se le llama así, eterno. La pancarta del camión es elocuente. ¿Su espectro pescador se zambulle en el Caribe cada madrugada para obrar, a su modo, el milagro de la multiplicación de los peces?
Su bondad no conoce fronteras. Claro, cuenta con su hijo pródigo como hilo conductor, rodilla en tierra y mirada en el horizonte hermoso de la revolución. Los une, al padre y al hijo, el sombrero tejido típico de los costeños. Encarnarse en el pueblo, llaman a eso.
Desde 1992 el pueblo ha debido de intuirlo pero al parecer lo pasó por alto: al golpista del 4F lo que le interesaba era pescar en el río revuelto de la política venezolana.
SN
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