Esta es una reseña sobre el músico David Bowie (1947-2016), nacido en el sitio de Brixton, Inglaterra, del vientre de Terry, quien tuvo tres hermanas esquizofrénicas. Su padre fue un relacionista público de nombre Heywood Stenton Jones. Bowie tuvo un medio hermano que lo introdujo en Nietzsche y en la generación beat, pero también en el músico de jazz Charles Mingus. Su consigna parece haber sido «nunca dormirse en los laureles»
Sebastián de la Nuez
Fue un fenómeno del pop, un adelantado, una voz excepcional, una figura camaleónica y, como dijo Santi Carrillo en Historia del Rock –la serie de fascículos que publicó El País Semanal a finales de los noventa–, un glorioso embaucador.
David Bowie fue eso y mucho más. Un ecléctico, un ladrón de ideas ajenas que reconvertía para animarlas con su propio y poderoso talento. Poeta, saxofonista, productor musical, actor de segunda clase, lector de Orwell, amante del kabuki, crooner, rey del glam rock. Artista. Reivindicó la condición gay, se dejó caer en las profundidades costosas de las anfetaminas y el polvo blanco sobre todo cuando vivió en Los Ángeles, para después despertarse del letargo en Berlín —antes de la caída del muro, mucho antes— junto a su amigo Iggy Pop. Fue un entrevistado paciente y ocurrente, nervioso y perspicaz pero siempre de ademanes elegantes. Ha sido la estrella musical pop que ha encarnado con mayor precisión el concepto charmant. Un personaje glamuroso aun en medio de las concesiones a la galería. Como aquella en forma de acetato que giraba a 33 revoluciones por minuto: Let´’s dance. Una charada para sus seguidores, carne de cañón para discotecas como City Hall o Studio 54, que en eso sí se parecían Caracas y Nueva York en los ochenta, en la vacuidad de las luces estroboscópicas.
Ahí lo tienen, en YouTube, con un bastón que manosea una y otra vez sentado al lado de Dick Cavett, quien al principio parece que se estuviera entrevistando a sí mismo o tratara de arrancarle palabras con tirabuzón al ídolo de traje marrón flamboyant y pelo ladrillo que manosea el bastón o se entretiene despellejándose una uña. En verdad, Bowie se sabía vestir pero sobre todo se sabía disfrazar. Con Cavett al principio parece achicopalado –a fin de cuentas era un programa de TV en EEUU con millones de espectadores– aunque, desde luego, jamás fue un tímido. Es Bowie, el hombre que cayó a la Tierra desde otra galaxia y quiso vender el mundo, el alter ego de Ziggy Stardust, el compositor de Odisea espacial —Kubrick no le fue ajeno, ni allí ni con La naranja mecánica—, Starman y Under pressure, la canción polifónica hecha a dúo con Freddie Mercury. Por supuesto, nadie pudo cantarla mejor que el propio Mercury aun cuando Bowie hace una excelente interpretación junto a la carismática Annie Lennox en el homenaje póstumo que se le hizo al cantante de Queen en abril de 1992. También en el concierto o gira de conciertos A reality tour hace una estupenda versión junto a la bajista y vocalista Gail Ann Dorsey.
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A veces los genios se equivocan. Bowie lo era y además su ego era formidable, porque tampoco es fácil andar con una corte de fanáticos atrás, generalmente bellos, andróginos, pletóricos y apoteósicamente resueltos a todo. Lo que admiró al llegar a Nueva York en Andy Warhol y en el cantante de Velvet Underground, Lou Reed, lo tuvo él elevado a la enésima potencia. Un divo, el centro de todas las miradas. El narcicismo de David Bowie debe haber sido una eclosión atómica perpetua al levantarse cada mañana durante los años setenta: «Caramba, soy David Bowie». Sobre todo después de un disco que figura en todas las antologías habidas y por haber, Auge y caída de Ziggy Stardust y las arañas de Marte (Rise and fall of Ziggy Stardust and the spiders from Mars). Antes, cuando no era ni siquiera Bowie sino Jones, tal cual nació, se le había metido en la cabeza que en el público podría producirse una confusión desagradable entre él y el bajista de Los Monkees, Davy Jones. En la perspectiva del tiempo se pone de bulto cuán ridículo era ese temor. Claro que Bowie no podía medir su propia trascendencia antes de la hora señalada. El temor al fracaso es libre, pero ¿cómo iba a poder Jones, el enano de The Monkees, hacerle sombra?
En una revista argentina dedicada a la música pop apareció una vez esta anécdota, una que en realidad se reduce a una frase que Lennon le habría dicho sobre la habilidad para la composición. Fue un consejo. Le dijo Lennon algo así como «¿componer?, simple, coloca sobre el papel un verso tras otro, y haz que rimen decorosamente». He allí el detalle.
Hace poco apareció la Rolling Stone de febrero 2016 dedicada a Bowie tras su desaparición y la británica Uncut de enero de este año también. Esta última contiene el testimonio en primera persona de quien fue su colaborador más cercano en Blackstar, su disco de estudio número 25. Hay una frase de Bowie allí, «Por qué no volar un poco más…». Es la clave de su carrera, de toda la vida. Es ese colaborador, el saxofonista Donny McCaslin, quien la repite pues Bowie la ha dicho en las sesiones finales de mezcla. McCaslin alaba la capacidad de Bowie para escuchar a los demás, capturar ideas en el aire y comenta su imaginación, su inclinación por lo conceptual. La relación nace a través de una amiga común: Maria Schneider (nada que ver con la actriz de El último tango en París), directora de una banda de jazz ganadora del Grammy. McCaslin es un músico de jazz nacido en 1966 y para el momento en que se relaciona con Bowie ha acumulado una notable discografía. Bowie, Schneider y el productor Tony Visconti fueron a ver al grupo de McCaslin al 55 Bar en Nueva York cierta noche de 2014. Al día siguiente Bowie le puso un correo diciéndole que había desarrollado un demo compuesto a raíz de lo que había escuchado la noche anterior, y que si quería trabajar con él en esa pieza. El saxofonista escribe que, luego de recoger su quijada del piso, le dijo que sí, que encantado.
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Bowie desarrolló otros demos en su propia casa. Maria Schneider le preguntó en cierto momento por qué no grababa un disco completo con McCaslin y su grupo. Y así comenzó la historia de este último regalo de David Bowie, Blackstar, antes de su partida definitiva. Cuando murió, el 10 de enero de este año, se encontraba trabajando en una segunda parte siguiendo la línea de Blackstar.
El número de la Rolling Stone mencionado lo trae también en portada. Hay un extenso artículo paseándose por sus primeros pasos, sus momentos estelares, sus discos, sus teatrales apariciones, sus altas y bajas. No, no estaba tan loco como parecía en su época de Los Ángeles, en especial cuando lo visitó el ambicioso reportero Cameron Crowe en 1976 con vistas a un perfil que le había pedido Rolling Stone. Lo que pasa es que, como diría luego su esposa Angie, tomaba demasiadas píldoras azules y rojas. Hay una leyenda sobre su orina guardada en botellas dentro de la nevera. En fin. Se dio cuenta de que si seguía por ese camino terminaría como otras estrellas del rock and roll. Por eso se fue a Berlín, aunque quizá esa ciudad no fuese lo más apropiado pues le dio por emborracharse de una manera terca y concienzuda. Pero salió. Salió y maduró. Siguió el consejo de Lennon en sus canciones, aunque también hizo un montón de composiciones bastante grises o mediocres. En todo caso, Bowie se ha ido junto a los grandes que contribuyeron con talento y atrevimiento a señalar una ruta, abrir espacios de sensibilidad e impactar sobre la música, la moda, las costumbres y formas de pensar de generaciones de jóvenes alrededor del mundo. Gente que se planteó componer canciones simples que se propuso volar un poco más arriba, un poco más libremente; eso tuvo consecuencias fatales, en algunos casos. Todo tiene sus riesgos.
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