Un Nobel para una armónica

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Bob Dylan y su Nobel 2016 han dado pie para que una legión de comentaristas se tropiece con sus propias conjeturas en las redes sociales. Convienen muchos en que sí, es bastante bueno en lo suyo este caballero. O sea, componiendo baladas folk algo crípticas en su lírica. Nadie le quita sus méritos, los cuales deben ser reconocidos, eso sí, por los premios Grammy

 

Sebastián de la Nuez

Lo más fácil hubiese sido ponerle a esta nota un título de la vasta discografía de Dylan y en algún momento pensé titularla It’s all over now, baby blue. Pero no. Una de sus lecciones es huirle al lugar común. Después de haber sido el icono contracultural por antonomasia en los años sesenta, su reconocimiento en clave de frac sobre una aterciopelada alfombra sueca resultaría inopinadamente entreguista. El fin de las etapas, el fin de los tiempos.

Ha habido de todo en estos días desde que la Academia sueca anunció el Premio Nobel para el cantautor Robert Zimmerman, el compositor de Like a rolling stone. Una ex alumna protestando porque han debido darle el Nobel, esta vez sí, a Philip Roth; una intelectual caraqueña prefirió contrastar logros con Marcel Proust; el poeta chileno Raúl Zurita enumeró una serie de cualidades que lo acercan a Shakespeare aunque, ¡ay!, resultan tales virtudes de un tenor tal que el idioma español no es capaz de suplir. Agrega: “Su obra es una gran cita de toda la historia  de la literatura”. En la revista The Clinic desentierran unas palabras lisonjeras de Nicanor Parra en relación a la letra de Tombstone blues, pista incluida en uno de sus primeros discos. Sí, el pasaje al cual aludió Parra es una descarnada denuncia social: Mi padre está en la fábrica y no tiene zapatos / mi madre está en el callejón buscando comida / y yo estoy en la cocina con los blues de la lápida.

Reivindico el Nobel para Bob Dylan desde mi atesorada inmadurez porque ahora sé, mejor que nunca, que su fuerza literaria no hay que buscarla en sus letras, más o menos simbólicas, más o menos deudoras de la generación beat, sino en su armónica y desafinaciones carrasposas pues ellas hablan según sus propios modos, dan vuelo a lo que verbaliza, afirman el verso, la parábola, la denuncia o el sarcasmo. Me gustaría ver este premio como un reconocimiento a las humanidades emergentes  de las que habla Orham Pamuk en contraposición a las economías emergentes tan caras a los articulistas económicos. Quien no me entienda esto, póngase los cascos de audio y escuche con toda la atención I want you, del disco que en muchas antologías aparece como el más logrado —junto al del sargento Pimienta, de Los Beatles— de la historia de la música pop, Blonde on blonde. Nunca necesité saber inglés, a los 12 o 17 años, para saber que aquel individuo y su armónica se desgarraban por una mujer. Solo entendía las palabras “saxofón” y “político”, además del coro, que machacaba la frase que da título a la canción.

Es solo una canción, ¿ok? No intenta atrapar el universo en la palma de la mano y entregártelo en 300 páginas de trama. Ese es su principal valor, no desear fervientemente  otra cosa que pintar una viñeta o dos. No es minificción ni greguería ni haiku. Mucho menos un tuit. Ni siquiera algo intermedio. Es eso, viñetas soportadas en sonidos, verbales y de los otros (estos otros forman parte del tramado, incluso lo protagonizan). Las canciones de Bob Dylan no te noquean con rotundidades, pero a medida que vas desentrañando sus (a veces) inverosímiles fraseos —y comprendes mejor el inglés, pues las traducciones en internet por lo general son literalmente absurdas—, te van enredando sus imágenes. Debe haber alguna forma de salir de esta confusión, afuera comienza a aullar el viento: le dijo el bromista al ladrón.

Según el mejor diccionario del mundo, literatura es un género de producciones del entendimiento humano. Tales producciones tienen por fin próximo o remoto expresar lo bello por medio de la palabra. Claro, la referencia a lo “bello” es desde el punto de vista formal. Puede haber belleza en lo sórdido, por ejemplo. Se consideran dentro de este género, siguiendo a Espasa-Calpe, la gramática, la retórica, la poesía de todas clases, la elocuencia y la historia. También se habla de literatura musical, donde se incluye la acústica. En este punto debe recordarse que el Nobel a Dylan lleva el apellido literario: no es por una obra narrativa o novelística.

El poeta y traductor español Jesús Aguado acuñó una frase:

Miro mis libros. Entre todos no saben lo que esta ardilla.

La longitud del texto literario es un buen tema para discutir en reuniones o polemizar en sitios como Prodavinci. De entrada, demasiada gente parece creer que, mientras más largo escribes, más “profundo” eres. O más rico en referencias intelectuales. Puedes pasearte una vez más, antes de cerrar este capítulo, por los matices, tramas secundarias, digresiones más o menos arbitrarias, descripciones demoradas y lucubraciones filosóficas que puede encerrar un texto redondo, eficaz, penetrante y abarcador. Eso es historia, es presente y seguirá teniendo vigencia. Con tales elementos no va a competir Bob Dylan. Algunos han citado su autobiografía o sus crónicas o Tarántula como para soportar la idea de que eso, seguramente, también la Academia lo tomó en cuenta. Peanuts. No es lo relevante. Lo que él ha hecho fuera de su música jamás será determinante.

Quedará siempre su armónica, capaz de hablar en su propio idioma; sus violines, guitarras amplificadas, coros góspel: lenguaje sonoro con peso literario. Hablando de canciones preferidas, la mía es una que lleva dos líneas y en la cual él se abstiene de cantar, All the tired horses. Dos líneas. Pertenece al álbum doble Autorretrato, de la época en que Simon & Garfunkel sacaban Puente sobre aguas turbulentas y Los Beatles, Let it be. Hay quien dice que es el peor disco en la historia de Dylan; no es así. Versiona un montón de canciones ajenas que de alguna forma lo marcaron, entre ellas la del tipo que va a la cárcel por un crimen y le envía un mensaje a Mary, su novia. En fin. Un melodrama supuestamente en las antípodas de cualquier inclinación del Dylan que uno conoce, que no suele hacer concesiones lastimeras.

La portada del disco es, realmente, un autorretrato de Dylan bastante bueno. Saldrá algún imbécil a decir ahora “cuidado y le dan un premio internacional de artes plásticas”.

Puede que Philp Roth haya acumulado mayores méritos que él para el Nobel, pero es cuestión de teclas. ¿A qué tecla obedece cada lector, cada melómano? En tanto periodista, me acercaría a Roth con reverencial respeto y lo trataría todo el tiempo de “maestro” si tuviera una cita con él. Si se me diera la misma oportunidad con Dylan, sabría invitarlo a un Jack Daniels y espetarle, acodados ambos quizás sobre una barra, algo como esto:

—Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el ruiseñor no tiene ni la menor idea de cuánto lo consuela a uno.

—Bien —me contestaría Dylan asomando sus dientes amarillos para mostrar amabilidad ante el extraño—. ¿Tiene alguna pregunta?